Lisboa

10 de enero del 1501

A doña Isabel, reina de Castilla y de León, de Aragón, de Sicilia, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar y de las islas Canarias, condesa de Barcelona y señora de Vizcaya y de Molina, duquesa de Atenas y de Neopatria, condesa del Rosellón y de la Cerdaña, marquesa de Oristán y de Gociano; de María, reina de Portugal.

Mi muy querida madre y señora mía:

¡Cuán grato me resultó recibir noticias vuestras! Creedme si os digo que cuando el señor gobernador don Pedro de Ochoa de Isasaga me entregó vuestra misiva, hube de refugiarme en mi oratorio no solo para agradecer a Dios la ventura de saber de vos, sino para ocultar las lágrimas que, hijas de la felicidad que me embargaba, pugnaban por brotar de mis ojos.

No penséis por ello que añoro vuestra casa o que no soy feliz. Mi esposo, don Manuel, ha demostrado ser gentil y cariñoso. Es delicado y cortés hasta en aquel ámbito que toda mujer honesta teme a la hora de llegar al matrimonio. Respeta mis deseos e intenta complacerme en todo momento. Se interesa de continuo por mi salud, me hace partícipe de sus cuitas y no cesa de regalarme los oídos con sus palabras y de satisfacer todos mis gustos.

Ayer, sin ir más lejos, hizo montar una preciosa pajarera en la sala donde suelo reunirme con mis damas. Luego la pobló de exóticos pájaros de vivos colores que amenizan con sus cantos los momentos que dedicamos a la labor o a la lectura. Son unos animales extraordinariamente bellos y muy despiertos. Tanto que doña Leonor asegura que —¡pobres criaturas de Dios! —tratan de imitar nuestras palabras con sus continuos gorjeos... ¡Qué no se inventará mi querida dueña para distraerme!

Me temo que ella, como vos, estaba preocupada por mí, y debo deciros que no hay causa que justifique tal desasosiego. En Portugal, madre y señora mía, he conseguido ahuyentar los negros pensamientos que enturbiaban mi alma y la sonrisa ha vuelto a mis labios y la paz a mi corazón.

Don Manuel, como os he dicho, me demuestra cada día su afecto y mis jornadas transcurren como las aguas de un lago que, aun conscientes de que deben mantenerse entre unos límites concretos, permanecen tranquilas y reposadas sin afán alguno por desbordarse o por correr libres como las de un torrente.

Mi esposo, además, me ha demostrado que, contra lo que yo creía, guardaba un sitio en su corazón para el pequeño Miguel de la Paz. Me pregunta de continuo cómo era, me pide que oremos porque sea el ángel que nos guarde tanto a nosotros como a los hermanos que, si Dios así lo quiere, algún día tendrá... Se muestra muy arrepentido de no haber podido disfrutar de su compañía y he llegado a la conclusión de que su falta de interés por el pequeño no era indiferencia, sino la necesidad de protegerse del doloroso recuerdo de la muerte de mi querida hermana, vuestra hija Isabel.

También de ella hablamos a menudo. Manuel dice que somos como las dos caras de una misma moneda: iguales en saberes, piedad y entrega a los más débiles y necesitados, con el mismo proceder en la administración de nuestra casa; pero muy distintas en nuestras manifestaciones. Dice que Isabel era como el océano, profunda e insondable, proclive a las tormentas pero generoso con quien lo desafía; a mí me compara con las fértiles tierras de la vega del Duero. Dice que, como él, vengo de Castilla para llenar Portugal de venturas, que soy transparente como sus aguas y que, al igual que su corriente impulsa las barcas hacia la mar, mi presencia le obliga a él a emprender grandes obras.

El otro día, mientras contemplábamos Lisboa desde el mirador de nuestra residencia —que llaman pazo de Alcovaça y está próxima al castillo de San Jorge—, me dijo: «Las generaciones venideras nos recordarán, María, porque vos y yo conseguiremos hacer de esta ciudad una nueva Roma que lidere un imperio y lleve la fe de Jesucristo hasta los más remotos rincones de la Tierra».

Tal vez para demostrar que su propósito es ir más allá de las palabras, el pasado 6 de enero, día de la Epifanía del Señor, se iniciaron las obras de un gran monasterio que mi esposo pretende dejar al cargo de los frailes jerónimos en la playa de Belem. Ha dado órdenes de que la decoración reproduzca motivos marineros e incluso algunos de los hermosos animales exóticos obtenidos de las exploraciones de Ultramar. Quiere que los siglos venideros reconozcan a este Portugal como el que halló en la mar su fortuna y la gloria.

De verdad, madre, estoy orgullosa de ser soberana de este país rico, noble y generoso y, sobre todo, de ser la esposa de su monarca. Espero poder corresponder como se merece y no tardar demasiado en darle un heredero.

Así lo imploré al Todopoderoso durante la celebración de las pasadas fiestas de la Natividad del Señor, que aquí es costumbre celebrar con grandes y hermosas ceremonias y menos austeridad que en Castilla. La víspera del gran día oímos misa por separado en nuestros respectivos oratorios. Luego, juntos, asistimos al rezo de las vísperas y, después, nos retiramos a nuestros aposentos donde, él con sus caballeros y yo con mis damas, comimos lo adecuado en estas fiestas en que Nuestra Santa Madre Iglesia recomienda guardar un cierto ayuno. Ya entrada la noche, el rey me recogió en mis habitaciones y juntos asistimos a la misa del gallo en la capilla de palacio. Durante la misma diversos muchachos disfrazados de pastores entonaron el Gloria in excelsis Deo y otros cantos que anunciaban la venida del Señor. Era ya de madrugada cuando acabó la ceremonia y nos retiramos a nuestras habitaciones. No quisimos, sin embargo, compartir alcoba por respeto a la sagrada fiesta que celebrábamos.

Al día siguiente me levanté muy temprano para oír misa en mi oratorio y comulgar. Luego tuvo lugar una gran celebración religiosa para conmemorar la llegada del Señor. Asistimos a ella ricamente vestidos. Manuel iba ataviado a la francesa y yo quise ponerme el vestido que lucí en mis bodas, que aún no había tenido ocasión de hacerlo.

A mediodía, una vez cumplidos nuestros deberes religiosos, celebramos una hermosa fiesta que no estuvo exenta de sorpresas. Como sabéis, es costumbre de la corte portuguesa que los reyes comamos por separado. Así lo hice, y nos sentamos a la mesa mi suegra, doña Beatriz de Aveiro, mi cuñada Isabel de Braganza y algunas de mis damas, como doña Leonor de Maldonado, María de Cárdenas y Leonor de Milán. Cuando terminamos nos dirigimos a los aposentos del rey y nos sumamos a la gran fiesta que allí se celebraba. ¡Deberíais haberlo visto, madre! La música inundaba la estancia, que tal parecía un jardín encantado de tantos arbustos y flores como allí se habían instalado. Miles de velas hacían creer que era de día y hermosos tapices cubrían los muros dando una sensación de irrealidad y fantasía. Me aseguraron que la fiesta seguía los parámetros al uso en Italia y, por lo que Juana me ha contado en alguna de sus cartas, creo que debía de parecerse a las que se celebran en Flandes. Son fiestas de las que no tenemos costumbre en Castilla, donde más que andar en galas y banquetes nos hemos ocupado en expulsar al infiel y consagrar nuestro suelo al servicio de Dios.

Lo mejor fue que, cuando entré, me extrañó no ver al rey, y cuál no sería mi sorpresa al descubrirlo entre los enmascarados que entraron sobre un carro de oro en el que viajaba un gigante también dorado. Como si no me conociera, me entregó una nota que decía:

«Muy alta y soberana reina y muy poderosa señora:

He llegado hasta ti gracias a Cupido. Debes saber que el rey, tu marido, hará por ti la guerra a sus enemigos para ser así los mejores príncipes que nunca hayan existido. Contigo entró en su casa la hermosura del mundo y, para conservarla, te ofrece al gigante Leso, para que te guarde y en prueba del amor que por ti siente.»

Tras la ofrenda, se quitó la máscara y, entre vítores y aplausos, abrimos el baile. Así, entre chanzas y música, pasamos la tarde hasta que llegada la medianoche nos retiramos a nuestras habitaciones.

Fue, madre y señora mía, una de las más hermosas fiestas que nunca vi, y si os la relato es solo para que veáis que, aun sin olvidar cumplir con los deberes que la Iglesia impone para conmemorar la Natividad del Señor, también hay lugar para la diversión y el esparcimiento.

Ya pasaron, madre, los tiempos oscuros. Solo me preocupa vuestra salud y la soledad en la que os veréis cuando la pequeña Catalina parta para Inglaterra, lo que, según me comentó el embajador del rey Enrique VII, está pronto a suceder. Pero segura estoy de que saber felices a vuestras hijas y que estas demuestran allá donde van que son mujeres de bien y soberanas honestas y responsables os compensará sobradamente.

Veréis señora como ahora el sol vuelve a entrar en esta nuestra familia y, sin olvidar a los que nos dejaron, viviremos en paz hasta reencontrarnos con ellos en presencia de Dios Todopoderoso. A él y a Santa María ruego que os guarde y proteja, así como a mi señor rey y padre, don Fernando de Aragón.

Yo, la reina,

María

Dada en Lisboa a X de enero de MDI, Anno Domini.