Lisboa

1 de julio de 1506

A don Fernando, rey de Aragón, de Sicilia, de Valencia, de Mallorca, de Cerdeña, de Córcega, conde de Barcelona, duque de Atenas y de Neopatria, conde del Rosellón y de la Cerdaña, marqués de Oristán y de Gociano; de María, reina de Portugal.

Mi muy respetado padre:

En este año del Señor de MDVI, mi madre, reina que fue de Castilla, hubiera cumplido cincuenta y cinco años de vida. Invocando su recuerdo, me dirijo a vos obligada por las alarmantes noticias que acerca de la reina doña Juana de Castilla, vuestra hija y mi hermana, han llegado hasta esta corte.

Sabed, padre, que nuestros embajadores en ese reino nos han enterado tanto a mi esposo don Manuel como a mí de que, pese a lo pactado en Salamanca, la realidad a día de hoy es muy otra. Si no estoy equivocada, por el tratado allí firmado se acordó que gobernarais en Castilla en unión de la reina doña Juana y con el mismo rango que don Felipe de Borgoña. Pero, según nos han hecho saber, tal convenio ha quedado sin efecto tras la conferencia que el pasado 27 de junio celebrasteis con vuestro yerno en la ciudad de Villafáfila.

Se me dice que fueron allí tan altas las voces que llegaron hasta donde no debían hacerlo y que, para desgracia de mi hermana y del reino, os hubisteis de retirar a vuestros dominios de Aragón. El gobierno de Castilla quedó pues en manos de don Felipe, quien asegura que la reina, mi hermana y señora, tiene la cabeza perdida, que está pues incapacitada para ejercer sus responsabilidades y que solo a él, como su esposo y rey consorte, le corresponde administrar el reino.

En caso de que fuera cierta la insania de doña Juana, no puedo dejar de preguntarme si ello no se deberá a los muchos disgustos causados por el desamor de su esposo. De todos es sabido que ya en Flandes le negaba cualquier capacidad para el gobierno de su casa y de su corte, al tiempo que la afrentaba tratando con otras mujeres de inferior condición.

Me niego a creer la especie de que vos tampoco permitíais que opinara o decidiera el gobierno del reino, cuando bien sabíais que esa fue la voluntad expresa de la reina Isabel, nuestra madre, vuestra esposa y soberana de Castilla. Por eso, aunque me aseguran que a Juana dan soporte algunos ricos hombres de esa corte cuya fidelidad está sobradamente probada, ahora que no estáis a su lado me inquieta pensar con qué apoyos contará si quisiera hacer valer sus derechos de reina propietaria de Castilla.

Bien sé, señor rey y padre, que Juana precisa de apoyo y soporte; que es de natural emotivo y muy dada a fantasías y temores, pero no por ello debe permanecer apartada de los negocios de Estado. Mi esposo, por ejemplo, me requiere para que dé mi opinión en las cosas principales del reino y de ahí que gusta de que estemos siempre en grata compañía. Tiene en cuenta mi criterio, por eso me consultó antes de crear el Estado Portugués de la India que, en su nombre, gobierna Francisco de Almeida, o requirió mi ayuda para sufragar las expediciones de ese gran navegante que es don Alfonso de Alburquerque. Podéis comprender que, por mi parte, se la he prestado gustosa, pues no olvido el impulso que mi madre dio a los viajes del señor almirante don Cristóbal Colón y quiero seguir su ejemplo.

Me preguntó también antes de recibir en esta nuestra corte a la princesa doña Juana, llamada en Castilla por mal nombre la Beltraneja y que aquí conocen como la Excelente Señora. Reconozco que me costó aprobar tal decisión, pues no en vano ella disputó los derechos de mi madre al trono castellano, pero accedí puesto que le correspondía tal honor como nieta que fue del rey de Portugal, don Eduardo I. Luego, una vez la he tratado, debo reconocer en ella el porte, la dignidad y la generosidad de toda una princesa.

Mi esposo también insiste en que lo acompañe cuando despacha con sus consejeros, me ha permitido mantener mi cancillería y, aun contraviniendo algunas opiniones de la corte que insisten en que no debería ser así dada mi condición de mujer, soy yo quien nombra a los funcionarios que han de administrar los señoríos que me entregó con motivo de nuestro matrimonio.

¿Por qué, pues, doña Juana no ha de ser contemplada como única reina soberana del reino, como así dispuso nuestra madre?

No ceso de pensar en cuán grande sería el sufrimiento de la reina al conocer el triste sino de sus hijas. Catalina, sola en la corte de Londres, viuda y sin saber todavía cuál será su destino, y Juana perdida en las brumas de la sinrazón sin ver más que por los ojos y la voluntad de un hombre que no ama en ella más que su condición de señora de Castilla y de las tierras de Ultramar. De cinco hijos, solo yo puedo decir que he sido afortunada. Mi reino está en paz, se expande para mayor gloria de Dios por tierras de infieles, y tengo un esposo que me respeta y al que he dado unos hijos que me justifican como mujer y como reina. Pero ¿acaso debo disfrutar de mi felicidad viendo tanto dolor a mi alrededor?

He de deciros, sin embargo, que no siempre me consideré tan dichosa. Cuando mi esposo me comunicó la infausta noticia del fallecimiento de mi madre no conseguía apreciar la ventura de la que disfruto. Saber que nunca más contaría con la palabra prudente y el gesto afectuoso de mi madre me llevó a creerme presa en una espiral que me arrastró hasta el abismo de la desesperación. Nada de lo mucho bueno que había en mi entorno lograba consolarme. Cuando veía a mi pequeña Isabel pensaba que le aguardaba el mismo infausto destino de otras mujeres de la familia portadoras de tal nombre; cuando me acercaban a la recién nacida Beatriz, una voz interior me avisaba de que su abuela jamás la conocería. Las caricias de mi esposo me agobiaban, sus palabras de consuelo las entendía como falsas. Las risas de mis hijos me aturdían y la compañía de damas y cortesanos me llenaba de hastío. Solo en el regazo amoroso de mi querida dueña, doña Leonor de Maldonado, encontraba algo de reposo.

Pero Dios nunca abandona a quien le suplica su ayuda. Y, como era de esperar, al fin recibí de Él la resignación necesaria y el sol volvió a brillar en mi horizonte gracias a una nueva vida que crecía en mis entrañas: mi pequeño Luis que, como en su momento se os hizo saber, nació a tres días del mes de marzo de este año del Señor de MDVI.

Y cuando la luz se abrió paso en mi entendimiento, comprendí que era mi deber velar por mis hermanas como hubiera hecho mi madre de haber vivido. Ya sé que no soy la primogénita, pero sí la que más confortablemente vive y, si Dios me ha hecho tan grande favor, justo es que vele por quien no disfruta de tantas bendiciones.

Ese es el mismo impulso que me guía a secundar a mi esposo en sus anhelos cristianos. Lo animé a peregrinar a Santiago al modo en que lo hizo su ilustre antecesora, otra Isabel, una princesa aragonesa que aquí conocen como Rainha Santa y que, en 1335, dejó a los pies del apóstol sus ornamentos reales. Ahora estoy decidida a apoyarle con mis rentas y mi consejo en su propósito de organizar una nueva cruzada que permita a Portugal imponerse sobre el imperio turco y recuperar para la cristiandad los lugares que hollaron los pies de Nuestro Señor Jesucristo.

Como ya os he dicho, don Manuel gusta de que tanto yo como nuestros hijos lo acompañemos en todo momento. Los infantes siguen a mi lado en el ala de palacio que me está reservada, ya que el rey se ha negado a constituir casa propia para el infante don Juan, su heredero. El rey entiende que le es más beneficioso permanecer junto a sus padres, aprender de su buen juicio y recibir los cuidados amorosos con que debe crecer toda criatura, que estar al cuidado de preceptores y hombres de armas.

No quiero, sin embargo, que estos asuntos domésticos os distraigan del objetivo de mi carta. Sabed, pues, que espero anhelante, padre y señor mío, vuestras noticias acerca de los sucesos de Castilla. Entre tanto ruego a Dios que os guarde de todo mal y haga otro tanto con vuestra esposa doña Germana de Foix.

Vuestra hija,

María, reina de Portugal

Dada en Lisboa a primero de julio de MDVI.