Castillo de Ludlow
Gales, 22 de diciembre de 1501
A doña María de Aragón, reina de Portugal; de Catalina, princesa de Gales.
Mi muy querida hermana y señora reina de Portugal:
Bien sé, por medio de nuestros embajadores en esa tu corte, que te encuentras bien de salud y de excelente ánimo, de lo que me congratulo. Por ellos he sabido también que la armonía y la paz reinan en tu casa y en tu reino, y que, gracias a ilustres marinos como Vasco de Gama, Gaspar Corte-Real o Pedro Álvarez Cabral, la corona está ampliando sus horizontes y, lo que es más importante, llevando la fe de Cristo a tierras de infieles.
Asimismo, nuestros cancilleres me han hecho conocer tu extrañeza por no recibir noticias mías. Te lo ruego, hermana mía, no te enojes conmigo, no te he olvidado. Pero mi vida ha sido tal sucesión de novedades en los últimos meses que mi pluma no ha hallado lugar ni reposo para escribiros.
Ahora, instalada en la que al menos por un tiempo será mi residencia, mi alma ha recobrado la serenidad necesaria para hacerlo. Has de entender que he precisado de un tiempo para adaptarme a las costumbres y, sobre todo, al idioma de este mi nuevo reino, una lengua sonora y hermosa pero con grandes dificultades para quienes, como nosotras, somos hijas del latín.
Mentiría si dijera que este proceso me ha resultado terriblemente difícil. Tanto la corte como el pueblo me han recibido con los brazos abiertos y con ello han conseguido que a los pocos meses de mi llegada ya me sienta uno de los suyos. El príncipe Arturo, mi esposo, es encantador. Delicado, tímido y muy culto, compartimos conversación y lecturas, ya que su naturaleza enfermiza no recomienda por el momento mayores efusiones. Bien puedo decir que, a su lado, se me pasan las horas sin sentir. Su padre, don Enrique VII, es brusco de modos y se dice que más avaro de lo que pudiera esperarse del soberano de Inglaterra, pero conmigo se comporta como un padre espléndido y afectuoso. Su esposa, Isabel de York, es culta y refinada, y se esfuerza por que sus hijos reciban una esmerada educación. Me ha acogido bajo su protección, me trata como a una hija, y lo cierto es que las semanas que he pasado a su lado en Londres han sido muy provechosas. Tanto que yo diría que han constituido un auténtico aprendizaje para llegar a ser un día, Dios quiera que lejano, la soberana idónea de un reino de costumbres tan ajenas a las nuestras.
Me acompañan, además, las damas y caballeros que, con el conde de Cabra, su madre doña Elvira Manuel y el segundo esposo de esta, don Pedro Manrique a la cabeza, forman mi corte desde que abandoné la compañía de nuestros padres. Ellos me asisten en mis escasos momentos de soledad o melancolía, hablándome de nuestros reinos y haciéndome revivir los momentos dichosos de nuestra infancia.
Se han instalado conmigo en el castillo de Ludlow, en el país de Gales, la residencia que don Enrique VII, rey de Inglaterra, nos ha cedido para que sea el hogar donde mi esposo y yo comencemos a conocernos. No puedo decirte que sea un cómodo palacio ni que reúna las holguras de que gozábamos en Londres. Por el contrario, es una ruda fortaleza de origen normando más apta para la guerra que para la vida cotidiana. Aun así, si Dios me ayuda, espero convertir en un hogar las estancias que nos han reservado en el ala norte para nuestro disfrute. Me ayudará, sin duda, el hecho de que está emplazada sobre una colina desde donde se divisa un paisaje encantador hecho de suaves lomas tapizadas de verde y frondosos bosques que encuentran la savia de la que alimentarse en las continuas lluvias de la zona. Eso, querida mía, es lo único que estropea tan hermoso cuadro. El sol es aquí un bien muy preciado por escaso y, a decir verdad, junto con nuestros padres es lo único que echo en falta.
Lo cierto es que mucha de mi felicidad nace de la comparación con la que ha sido mi vida en los últimos meses, siempre llena de incertidumbres y contratiempos. Ya sabes que, como tú y a diferencia de Juana, siempre he sido partidaria de mantener una cierta rutina, un cierto orden en el que sustentar mi día a día. Algo que, desde que salí de Castilla, no había logrado encontrar.
Ya mi partida estuvo llena de inconvenientes. Sabrás que hube de viajar a Inglaterra ante la premura que parecía tener el rey, mi suegro. Tan molesto estaba por las continuas excusas con las que se retrasaba mi llegada que acabó por enviar a un experto piloto llamado Steve Brett para que comandara la expedición. El motivo de los continuos aplazamientos del viaje era la resistencia de nuestra madre, la reina doña Isabel, que no quería prescindir de la compañía de su «pequeña», como me sigue llamando en sus cartas. Otro tanto le pasaba a nuestro padre, que sostenía que yo, por ser la más parecida a su esposa, era de todas sus hijas a la que más necesitaba.
Pero, al fin, hubieron de resignarse, como hube de hacerlo yo, y aceptando que el destino de toda infanta es servir a los intereses del reino, se decidió que la escuadra zarpara desde Laredo después de que el mal tiempo nos obligara a desistir de hacerlo desde las costas gallegas. Por fin, el segundo día del mes de octubre, tras pasar un mes entre tormentas y marejadas, llegué al puerto de Plymouth, donde parte de la corte y el pueblo entero me recibieron enarbolando banderolas y lanzando vítores, entre fanfarrias y el armonioso tañer de las campanas.
El mismo alborozo reinó en las calles de Londres cuando a catorce días de noviembre contraje matrimonio con el príncipe Arturo en la catedral de San Pablo, un hermoso templo medieval que se erige sobre el solar de la que fue la primera iglesia cristiana de Inglaterra y que mandó construir san Melito de Canterbury, el evangelizador de estas tierras.
La ceremonia fue muy hermosa e incluso me sorprendió el lujo y la ostentación que presiden mi nuevo reino aun en presencia de Dios. Llegué al templo precedida por el regimiento de heraldos de Sommerset y custodiada por la guardia real, que aquí llaman Yeomen. Unos y otros llevan atuendos de vistosos colores que dan luz a ese cielo gris que parece ser habitual en todas las estaciones del año. Luego se llevaron a cabo grandes fiestas y celebraciones, si bien Arturo no participó en ninguno de los torneos porque los físicos así lo desaconsejaron a causa de su delicada complexión.
Fue en esos días cuando entablé mayor relación con mis cuñados Margarita, María y Enrique, quien, pese a ser menor que mi esposo, le dobla en estatura y carnes. Es un muchacho encantador con quien he simpatizado enormemente y cuya compañía me ha hecho mucho bien en los días transcurridos en la corte. Al contrario que mi esposo, Enrique habla muy bien francés y así he podido comunicarme en el idioma que, tras el latín y el castellano, mejor domino. Por él he sabido que en Inglaterra ha sorprendido mi tez pálida, mis cabellos rojizos y mis ojos grises. Por lo visto tienen la pretensión de que las mujeres meridionales tenemos que ser de piel oscura y cabellos negros ¡Qué dirían si vieran a nuestra madre, tan blanca, tan rubia, tan frágil!
Precisamente esa fragilidad es lo que me preocupa. Ni siquiera tuvo fuerzas para acompañarme a Laredo como hizo con Juana, y su evidente deterioro físico es la comidilla de la corte. Sufre, además, terriblemente con las noticias que le llegan de Flandes. Parece ser que Juana sigue empecinada en no privarse ni un instante de la compañía de su esposo y ello es motivo de grandes disgustos en la corte. Por lo que sé, Juana irrumpe en consejos y otras actividades que no le competen, obliga a sus damas a que vigilen de continuo a don Felipe y le increpa iracunda sin importarle quién o quiénes estén presentes. Y lo que es peor, no manifiesta ningún interés por ser reconocida como heredera de Castilla y Aragón, mientras que suscribe todos los pasos que da su esposo por acercarse a Francia, el secular enemigo de nuestros reinos.
Parecía, pues, que no iba a llegar el momento de que se pusiera en viaje para ser jurada por las Cortes de Castilla. Primero pretextó su avanzado embarazo; luego, una vez nació la pequeña Isabel, su deseo de recuperarse; más tarde que quería cuidar de sus hijos, cuando lo cierto es que estos residen en Malinas, bajo la responsabilidad de quien fuera nuestra cuñada, su tía Margarita...
Por fin, por las mismas fechas de mi matrimonio, accedió a ponerse en viaje, pero ahora se están demorando en llegar mientras gozan de la hospitalidad de los reyes de Francia, algo que como puedes suponer ha enojado terriblemente a nuestro padre, don Fernando.
Te ruego, hermana, que la tengas presente en tus oraciones. De su equilibrio depende, de alguna manera, la salud de nuestra madre. Ruega también por mí y por mi esposo. Que Dios Todopoderoso nos dé, como espero, tanta felicidad como la que tú disfrutas. Entre tanto, queda en paz bajo la protección del Señor, de su Santa Madre y de todos los santos.
Tu hermana,
Catalina, princesa de Gales
Dada en Ludlow a XXII de diciembre de MDI, Anno Domini.