Lisboa, palacio de Ribeira

Septiembre de 1511

Expectante y con sus mejores galas, la corte en pleno se dio cita en el recién inaugurado palacio de Ribeira. Se preguntaban cuál sería el motivo por el que el rey los había convocado aquella mañana de domingo tras asistir, como era de rigor, a la celebración de la santa misa. Desde la iglesia de Nuestra Señora do Carmo, desde la Sé o desde sus oratorios privados, aristócratas y proceres bajaban desde las colinas hasta alcanzar la orilla del estuario del Tajo, tomaban la rua Nova dos Mercaderes, cruzaban la amplia explanada que se abría ante palacio y se dirigían hacía el recinto vallado donde se exponían los animales exóticos llegados de lejanas tierras y en el que don Manuel los había convocado. El día estaba despejado, lucía un tibio sol que anunciaba el otoño y la ciudad se reflejaba esplendorosa en las aguas del río.

El monarca estaba orgulloso de las hazañas de sus navegantes. Convencido de que la apertura de Portugal a nuevas tierras hasta entonces desconocidas abría también mentes y espíritus, no escatimaba esfuerzos para tratar de que su corte fuera la avanzadilla de un innovador mestizaje cultural. Así, informaba puntualmente de las nuevas conquistas, difundía las novedades que le llegaban desde lejanas tierras y mostraba en el amplio parque que rodeaba el edificio principal de su nueva residencia una amplia variedad de plantas y animales exóticos llegados de las colonias.

Manuel tenía verdadera pasión por todo lo que le recordara las amplias posesiones asiáticas y africanas de Portugal. De ahí que tan pronto vistiera ricos atuendos confeccionados con las sedas llegadas desde las Indias o que no dudara en portar dagas, fíbulas o escudos enriquecidos con valiosas gemas engarzadas en oro enviadas por los gobernantes de aquellas lejanas tierras. También había conseguido que en palacio se dispusiera de una serie de completos servicios de mesa de una exquisita cerámica azul y blanca, extremadamente fina y delicada, llegada de la China y a la que llamaban porcelana. Asimismo, insistía a sus maestros de obras en la necesidad de adornar las construcciones que patrocinaba, fuera el monasterio de los Jerónimos o el palacio de Ribeira, con motivos náuticos que recordaran de continuo la vocación marinera de Portugal.

María, sin embargo, era más conservadora en el vestir, y aunque no podía reprimir una cierta curiosidad ante culturas que le eran ajenas, no había modificado su atuendo más que a los acordes de la moda llegada de Francia, Flandes o Italia. Sin duda, los buenos paños flamencos o castellanos se adaptaban mejor a su carácter sobrio y contenido que las ricas sedas bordadas en oro y plata o los vistosos tejidos brocados que llegaban de las Indias. Es más, si bien gustaba de la compañía de algunos de los perros de caza del rey, solo aceptaba en sus habitaciones la presencia de una pareja de pájaros exóticos cuyo colorido plumaje y alegres cantos tanto divertían a sus pequeños.

Aquel día, sin embargo, estaba impaciente por descubrir qué escondían las enormes jaulas que llegaron desde las Indias mientras su esposo permanecía en Tomar comprobando las reformas realizadas en el convento de Cristo. Solo le habían informado de que se trataba de un obsequio para el monarca enviado por el virrey De Alburquerque y María, llevada de un irracional temor, se negó a averiguar qué era... pero, aun en la ignorancia, convencida como estaba de lo mucho que agradaría el obsequio al rey puesto que llegaba de Ultramar, dio las órdenes oportunas para aceptarlo.

De nuevo estaba embarazada. La pequeña María, débil y enfermiza, aún no había cumplido un año, pero el vientre de la reina ya alojaba un nuevo huésped. Cada vez se sentía más incapaz de resistir las náuseas, la hinchazón de piernas y tobillos, los continuos mareos o los cambios de humor que, invariablemente, se repetían en cada embarazo. Cierto que luego, una vez tenía a su hijo en sus brazos, olvidaba todas las molestias, pero esta vez hubiera querido esperar un poco más. Hubiese querido disponer de tiempo para ocuparse de María —¡tan poquita cosa!, ¡tan indefensa!— y, con la tregua, olvidar ese absurdo temor de que Manuel se cansara de su vientre perpetuamente abultado, de su tez pálida, de tener vetado su lecho durante otra larga temporada...

Como de costumbre, la sonrisa de aprobación que Manuel le dirigió al verla aparecer en lo alto de la escalinata que desde palacio conducía hasta donde aguardaban los cortesanos disipó sus dudas. A qué preocuparse, se dijo. Manuel era un esposo fiel, un padre entregado y un cristiano devoto para quien no existía más mujer que ella.

Se irguió satisfecha e, instintivamente, intentó ocultar la curva, apenas pronunciada, de su vientre fértil. Vestía, como era su costumbre, en tonos oscuros, y pese al embarazo seguía teniendo el porte grácil y la mirada profunda de aquella joven que discretamente, como sin querer, se había hecho con el corazón del rey. Llevaba de la mano a sus hijas Isabel y Beatriz, y la precedía el primogénito Juan, todo un hombrecito a sus once años recién cumplidos. Tras ella, en su papel de aya de los más pequeños, Mencía portaba en brazos a la pequeña María y de la mano a Alfonso quien, a sus dos años escasos, más que caminar, trastabillaba. Muy formales, Luis y Fernando la seguían desconcertados ante tanta expectación.

Manuel no pudo evitar sentirse orgulloso cuando Isabel se soltó de la mano de su madre y sonriendo corrió hacia él. Rápidamente, Juan la imitó y, empujándola descaradamente, consiguió llegar antes junto a su padre. La niña protestó, pero pronto comprendió que su lugar le ofrecía mejores perspectivas para contemplar aquella maravilla que, según había escuchado, se ocultaba tras la cortina que cubría la entrada al recinto del parque destinado a los animales exóticos.

Apenas unos segundos después, cuando la reina llegó al estrado, sonaron las fanfarrias y un chambelán descorrió la cortina. Tras esta, en un pequeño cercado, aparecieron dos jóvenes elefantes procedentes de Goa que jugueteaban entrelazando sus trompas. Luego se abrió un segundo compartimento y apareció un robusto rinoceronte que llevó a los presentes a cambiar las aclamaciones de admiración por gritos que más parecían de temor que de asombro. Asustado, el pequeño Alfonso rompió a llorar y María lo tomó en sus brazos. Manuel, entre tanto, se acercó con los tres mayores hasta los elefantes, permitiendo que los niños les ofrecieran unas frutas que los animales tomaron delicadamente con la trompa.

Diego de Silva, que se encontraba inmediatamente detrás del rey, no pudo evitar advertirle:

—Cuidado, señor, aseguran que son mansos y dóciles, pero no hay que olvidar que son criaturas salvajes y, por tanto, de comportamiento imprevisible.

—No temáis, Diego. Ni el príncipe ni las infantas se acercarán más de lo debido.

María agradeció con el gesto la advertencia. No podía dejar de sentir un cierto temor ante aquellos corpulentos animales. No eran, desde luego, los primeros elefantes que veía en palacio, pero no conseguía acostumbrarse a su piel rugosa, sus afilados colmillos y sus largas trompas. Por más que lo intentaba no podía dejar de pensar que todo lo que era ajeno a Occidente escondía peligros imposibles de prever. Aún se sentía culpable del trágico fin de Francisco de Almeida a manos de los indígenas en bahía Table, poco después de que ella insistiera para que continuara su exploración por las costas sudafricanas.

De repente, uno de los elefantes barritó e, instintivamente, los niños huyeron despavoridos mientras el temor se pintaba en la cara de los asistentes. María sobresaltada, se llevó una mano a la garganta y palideció ostensiblemente. Luego, como queriendo proteger al hijo por nacer, abrazó su vientre y se desvaneció.

Horas después Elvira, cargada con varios lienzos de lino, se retiró del dormitorio de la reina para dirigirse a la lavandería. Por el camino se tropezó con Brites, que portaba una jarra de vino caliente con el que esperaban que la reina acabara de reponerse de su desmayo.

—¿Adonde vais tan corriendo, doña Elvira?

—Iba a buscar algo que ayude a la reina a recobrar el ánimo, pero veo que me habéis tomado la delantera...

—Me indicó el físico que bebiera una taza de vino tibio a pequeños sorbos; parece ser que de esta forma la sangre recupera todo su vigor. ¡Ay! —se lamentó Brites—, son demasiados embarazos seguidos. Sus altezas están jugando con fuego y acabarán por quemarse...

—No temáis, Brites. Nuestra señora es fuerte y aún es muy joven. En junio celebró veintiocho años de vida. Su madre, la reina doña Isabel que en paz descanse, ya había cumplido los treinta cuando ella nació y rondaba los treinta y cinco al nacer su hermana menor, doña Catalina. Además, según me ha dicho Mencía, no le faltaron razones para perder el sentido. Por lo visto esos horribles animales braman como demonios...

—Cierto, parece ser que el sobresalto fue grande. Además los pequeños infantes estaban muy cerca y temió por ellos. Pero sigo pensando que no hubiera pasado nada en otras circunstancias. Daos cuenta de que la pequeña María aún no ha cumplido el año y, si Dios quiere, en cuatro o cinco lunas tendrá un nuevo hermano.

Elvira suspiró.

—Desde luego, Dios ha querido premiar a nuestra reina con una extraordinaria fertilidad. Podía haber sido igual de generoso con su hermana doña Catalina, de quien se dice que en menos de tres años de matrimonio ya ha malparido en dos ocasiones...

Brites se santiguó, escandalizada por el atrevimiento de Elvira al cuestionar el designio divino, pero no quiso entrar en discusión con su compañera y se limitó a preguntar:

—El segundo de los infantes llegó a vivir poco más de un mes, ¿no es así?

—Sí —corroboró Elvira—. Así se lo escribió a la reina nuestra señora.

—¡Qué injusta es la vida! Doña María ya es madre de cuatro varones y de tres hijas. Sin embargo, la pobre doña Catalina... —suspiró Brites.

Una voz a sus espaldas interrumpió la conversación. Enfrascadas en ella no habían advertido que se acercaba el monarca acompañado de Diego de Silva.

Fue este quien habló:

—¡Qué hacéis ahí, charlatanas! Rápido, acudid a vuestros quehaceres y regresad rápidamente por si la reina os necesita.

Azoradas, las camareras retomaron sus respectivos caminos mientras Manuel, tras despedirse de De Silva, entró en las estancias de su esposa. Iba cabizbajo. Ver a María lívida e inerme había despertado viejos fantasmas que creía superados. Y no podía dejar de preguntarse si el destino iba a ser tan cruel como para hacerle vivir de nuevo el calvario padecido tras la muerte de Isabel.