Santa Fe, Granada
Diciembre de 1491
No lo consentiré, fray Hernando. Nunca concederé mi autorización a tal disparate. Mi hija es infanta de Castilla y Aragón y como tal debe someterse a su destino y ponerse al servicio de la corona.
La reina Isabel de Castilla paseaba nerviosamente por la sala retorciéndose las manos con energía, como buscando en ello razones que avalaran su postura. Menuda, de tez clara y rubios cabellos, la rotundidad de sus movimientos y la firmeza de sus palabras se contradecía con su aparente fragilidad.
Llevaban discutiendo más de una hora y fray Hernando de Talavera, su confesor, había esgrimido en vano mil y un argumentos para convencer a la soberana de que accediera a los deseos de la infanta Isabel y le facilitara su ingreso en un convento de clarisas. De poco le servía aludir al camino emprendido por otras ilustres viudas, como Isabel de Portugal o Elisenda de Montcada. A cada nombre, a cada ejemplo, la reina le replicaba: —Vos lo habéis dicho: viudas de rey. Ya habían cumplido con su deber y aun así, si no me equivoco, doña Isabel siguió participando en los quehaceres del reino y Elisenda de Moncada, aunque se retiró al monasterio de Pedras Albas de Barcelona, jamás llegó a profesar, por si su deber la reclamaba. Mi hija solo es una infanta y, como tal, se debe a las necesidades de los reinos de sus padres.
Enérgica y locuaz, la reina de Castilla dejaba sin palabras al sacerdote. Prudente, fray Hernando se cuidó muy mucho de decirle que él mismo había dado ya los primeros pasos para satisfacer los deseos de Isabel. Sin embargo, aun ocultando parte de la verdad, no se dio por vencido y siguió insistiendo:
—Alteza, habéis de pensar que si la infanta ha tomado tal decisión no se debe a ningún capricho, que es mujer sensata, y fiel y devota cristiana.
—Mirad, fray Hernando, eduqué, mejor dicho, educo —subrayó el presente— a mis hijas en el respeto a la corona y a su condición real. Como tal han aprendido música, artes y latines; saben bailar, comportarse y conversar; están preparadas para ser mujeres de bien y, sobre todo, ejemplares princesas que procuren la felicidad a sus reinos. Castilla y Aragón, bien lo sabéis, cuentan con vecinos muy poderosos y, como tal, sus monarcas necesitan —carraspeó—, necesitamos ventajosas alianzas. ¿Conocéis acaso unión más fuerte que los lazos de sangre?
—Pero señora, tendríais a Dios por aliado si la infanta...
Con gesto imperioso, la reina hizo callar al fraile y continuó:
—Tengo cuatro hijas, cuatro pilares en los que apoyar mi trono y el de su padre para que un día el príncipe Juan herede la nación más poderosa de la tierra. Pero solo se alcanzará esta condición si Isabel, Juana, María y Catalina contraen ventajosos matrimonios que nos aseguren la paz con los reinos vecinos y unos buenos aliados en caso de perentoria necesidad. Así pues, nunca consentiré que mis hijas se encierren de por vida entre las cuatro paredes de un convento —concluyó rotunda.
—Pero no podéis oponeros a la voluntad de Dios...
—¡No lo hago! —exclamó la reina levantando la voz—. Mi esposo y yo estamos a punto de incorporar el reino de Granada a la corona de Castilla, con lo cual el territorio peninsular será uno y cristiano. Por su parte, Aragón frena al turco cuando extiende su pabellón hasta el último rincón del Mediterráneo. Y todo se hace a mayor honra de Dios y con el fin de mantener a raya al infiel. Cuatro hijas me dio Dios, os lo repito, y a su servicio las pondré si consigo que matrimonien con cuatro príncipes cristianos. ¿No creéis que si Isabel contrajera nuevo matrimonio con un príncipe inglés, borgoñón o francés sería más útil a la fe de Roma que encerrada en un convento?
—Señora —insistió Fray Hernando, inasequible al desaliento—, la infanta me ha asegurado que nunca contraerá un nuevo matrimonio...
—Eso lo veremos —contestó resuelta la reina—. Dejadme hablar con ella y ya le diré yo cómo debe comportarse.