Valladolid

6 de marzo de 1518

A doña Margarita de Austria, archiduquesa de Austria y duquesa de Saboya; de Leonor, archiduquesa de Austria.

Mi muy querida y respetada tía:

¿O tal vez debiera llamaros madre? Ese nombre me resulta más querido, ya que de tal ejercisteis. Madre, sí. Cómo me conforta pronunciar esa palabra cuando os escribo desde la nostalgia y la soledad. ¡Si supierais cómo me duelen los recuerdos en estas tierras, que aun siendo la de mis antepasados, madre, me hacen sentir una extraña en ellas!

De poco sirvió que, en mi niñez, me hablarais de las costumbres y bellezas de estos parajes, o de los días felices que aquí pasasteis como princesa de Asturias. Ni siquiera puedo tomar ejemplo de vuestra entereza al haber de afrontar la prematura muerte de vuestro esposo el príncipe Juan, hermano que fue de doña Juana, mi buena madre. Me falta la resignación que a vos os adorna y me sobran ganas de vivir y disfrutar de mis sentidos en esta tierra austera y sobria donde parece que todo lo bello es sospechoso de herejía, y bailar, cantar o reír, un delito contra las buenas costumbres.

Tal vez haya contribuido a hundir mi ánimo la visita que, recién llegados, mi hermano y yo hicimos a Tordesillas. No podéis imaginar el dolor que me ha causado reencontrarme con mi madre. Su prisión, que más que retiro eso parece, tiene mayores semejanzas con la celda de un convento que con las estancias de una reina. La humedad y la suciedad imperan y, según nos dijeron, hasta las ratas campan a sus anchas cuando la oscuridad las protege. Apenas un camastro, una mesa y algunas sillas son las comodidades que se le ofrecen, y por todo lujo puede disponer de un oratorio tan humilde y sencillo como el resto.

Ella, sin embargo, no parece darse cuenta. Cuando mi hermano Carlos se acercó a saludarla, le obligó a inclinarse ante ella, ignorante de que ambos comparten la corona en igualdad de derechos pero, sobre todo, porque no lo reconoció como hijo. Otro tanto le sucedió conmigo. Tuvieron que explicarle que los años habían pasado y que ya no éramos los niños que ella dejó en Flandes. Luego insistió en que me acercara y, tomándome la cara con las manos, se esforzó en reconocer en mis rasgos a la niña que abandonó.

Sé que no os agradará este término. Sé que me diríais que nunca nos abandonó, que el deber la trajo a Castilla y fue la enfermedad lo que la separó definitivamente de nosotros. Pero así es como me he sentido y me siento: abandonada. No creo estar equivocada. Fijaos que cuando, por fin, pareció recordar, nos preguntó de inmediato por nuestro padre. No se interesó por nuestra salud; no preguntó por María e Isabel, mis hermanas; no quiso saber la vida que hemos llevado sin ella, de nuestros proyectos o de nuestro pasado... No. Solo insistió en preguntarnos por nuestro padre —«su Felipe», lo llamaba—, quejándose porque no la visitaba. Carlos enmudeció, pero yo —ya sabéis de mi carácter— no pude reprimirme y le grité: «¡Madre estamos aquí, somos vuestros hijos, vuestro esposo ha muerto y solo nos tenéis a nosotros...!». Luego me abracé a ella, pero me rechazó gritando enloquecida el nombre de mi padre y pidiendo que saliéramos de la sala, que éramos unos impostores y que la engañábamos...

¿Comprendéis ahora por qué me siento abandonada? Os lo diré, por si no lo hubierais adivinado. Porque mi madre solo ha tenido un amor en su vida: mi padre. Nada le importó castigar a mi abuela, la reina doña Isabel, con sus lamentos pese a saberla herida por la enfermedad; menos aún dejarnos en Flandes a vuestro cuidado o a mi hermano Fernando al del rey de Aragón, nuestro abuelo.

Y eso no es todo. Conocéis tan bien como yo los infinitos rumores que circulan por Flandes sobre las locuras que mi madre llegó a hacer por atraer la atención de mi padre, olvidando su honor de mujer y su condición de princesa. Sí, tía mía muy querida, mi madre nos borró de su vida porque siempre creyó que éramos un obstáculo para vivir su loco amor por su esposo.

No creáis por ello que le guardo rencor. Su locura es de amor y yo, que pese a mi corta edad ya he amado, sé lo duro que es haber de renunciar al hombre que amas. Además, antes de partir hacia Castilla, nos dejó en las mejores manos, las vuestras. En la corte de Malinas recibimos vuestros amorosos cuidados, y accedimos a una educación y unos principios que posiblemente en Castilla no hubieran estado a nuestro alcance. Los poetas, pensadores, artistas y grandes hombres que poblaban las estancias de palacio, desde el señor de Rotterdam al cardenal Adriano de Utrecht, nos enseñaron toda clase de disciplinas, nos ayudaron a ser mejores y nos prepararon para el destino que, como príncipes y como Habsburgo, nos ha tocado vivir.

Frecuentemente evoco las largas veladas en torno a la chimenea en los fríos inviernos de la Europa del norte, cuando vos nos contabais historias aprendidas en los años pasados en vuestro ducado de Saboya con vuestro segundo esposo, don Filiberto, que Gloria haya. Recuerdo cuando nos reuníamos en el jardín al tibio sol de los inicios de la primavera para bordar o leer. No olvido vuestra voz cantando tonadas flamencas ni la maestría con la que vuestros dedos arrancaban las notas del clavicordio. Me parece ver la torre de San Romualdo proyectando su sombra en la Grote Markt en los alegres días de mercado; el alborozo con el que recibíamos a los maestros Passchier Grenier cuando acudían a palacio a ofrecernos sus tapices, o las miradas curiosas que lanzábamos sobre la Veemarkt desde las ventanas de palacio.

Y cómo olvidar las enormes llanuras siempre tapizadas de verde cuando viajábamos hasta Lovaina o Bruselas; los colores de los hermosos lienzos de los pintores de cámara, el suave discurrir del agua entre las fachadas de piedra de Brujas o de Gante... Nunca, nunca podré olvidar mi tierra, y ahora es tanta la añoranza que siento que parece que el corazón se me rompe.

No penséis por ello que estas tierras no sean bellas. Bien las conocéis. Además, por caprichos del destino tuvimos ocasión de abordar la península por el norte, por tierras asturianas, donde la humedad campa por sus respetos y genera verdes prados y espesos bosques.

La culpable fue una terrible tempestad que nos apartó del puerto previsto y nos lanzó a las playas de Tazones, una deliciosa aldea marinera donde nuestra llegada causó enorme expectación. Jamás había llegado hasta allí barco alguno que no fuera de pesca y la visión de tal escuadra hizo sospechar a sus habitantes que se trataba de un ataque pirata. Afortunadamente una avanzadilla de los nuestros los dejó ver que íbamos en son de paz, y una vez más tranquilos, los propios aldeanos nos indicaron que nos dirigiéramos a Villaviciosa, otra población cercana donde hallaríamos mayores comodidades para nuestro alojamiento.

Lo cierto es que tanto un lugar como otro eran de una belleza incomparable. Una costa bravía, donde los acantilados parecen tallados por la fuerza de las olas y donde el verde de los prados se confunde con el mar. Tales perfiles solo se rompen en pequeñas calas y ensenadas en torno a las cuales se asientan las aldeas marineras, pequeñas y recoletas, trepando por las lomas y con el telón de fondo más o menos lejano de unas montañas de cumbres eternamente nevadas a las que llaman Picos de Europa.

Fue precisamente esa barrera montañosa la que, siglos ha, impidió a los musulmanes hacerse con el dominio de la península ibérica. Por lo visto en las montañas se refugiaron unos cuantos nobles visigodos quienes, acaudillados por un noble llamado Pelayo y ayudados por el clima y la orografía, consiguieron detener la avanzadilla del infiel.

Estos parajes me hicieron creer que España era un vergel. Craso error. Luego, ya en tierras castellanas, el vergel se tornó en mar de trigo, desaparecieron colinas y oteros y se abrió un horizonte tan extenso y uniforme que hacía evidente cualquier sombra. Debería decir que, sin embargo, el paisaje no me pareció menos bello. A falta de riscos, aquí y allá se elevan hermosos castillos que avisan de que un día guardaron las fronteras cristianas. Sus gentes son hospitalarias y están dotadas de una elegancia natural que debe de nacer de su modo de vida austero y sobrio. Su único defecto es que no parecen sentir demasiada estima por Carlos. Por el contrario, recelan de todos nuestros consejeros y no dudan en evidenciar su disgusto cuando comprueban que no hablamos su idioma.

Llegados a Valladolid, allí nos recibió doña Germana de Foix, esposa que fue de nuestro abuelo. Es dama muy gentil y extraordinariamente bella que habita en un palacio contiguo al nuestro. Carlos suele frecuentarla a fin de que le instruya en las costumbres de la corte. No faltan las habladurías que achacan las visitas al interés que despierta en mi hermano la belleza de su abuelastra, pero prefiero omitirlas, que no es digno de príncipes andar en chismes y habladurías.

Olvidaba deciros que se encuentra con nosotros la pequeña Catalina, la menor de mis hermanas. Ha crecido junto a nuestra madre sin conocer más mundo que las estancias de Tordesillas, ni más instrucción que la de los gentilhombres encargados de la guarda de nuestra madre. Al enterarse de tales extremos, Carlos decidió que debía recibir la formación propia de toda princesa y, como hermana nuestra que es, disfrutar del cariño de su familia.

Pero la contrapartida a tan noble propósito ha sido el terrible desespero en el que se ha sumido nuestra madre. Parece ser que no come, no se lava y ni siquiera duerme... El día y la noche se le van en gritos y lamentos, y sus custodios están desesperados. Hay, pues, que hallar una solución intermedia que permita que Catalina continúe en Tordesillas, pero sin padecer los rigores del cautiverio al que ha estado sometida desde que nació.

¡Lástima que María permanezca en Flandes e Isabel reine en Dinamarca! Dudo que algún día lleguen a conocer a su hermana menor. Y otro tanto sucede con mi hermano Fernando, nacido y criado en la corte aragonesa de nuestro abuelo, al que tampoco conocíamos y que, hoy por hoy, representa un peligroso rival para los intereses de Carlos. Parece ser que los súbditos aragoneses prefieren a Fernando y se niegan a reconocer como rey a Carlos, alegando que solo habla flamenco y que nunca hasta hoy había pisado las orillas del Ebro. Para evitar posibles interferencias, nuestro abuelo Maximiliano de Austria ha aconsejado a Carlos que envíe a Fernando a Flandes a fin de que concluya allí su formación. Evidentemente, le ha hecho caso.

Sello y concluyo esta carta deseándoos, tía mía muy querida, la mayor de las venturas. Para ello ruego a Dios Nuestro Señor que no os deje de su mano.

Vuestra sobrina,

Leonor de Habsburgo

Dada en Valladolid a 6 días del mes de marzo de MDXVIII.

Addenda:

Aún sin lacrar esta carta ha sucedido algo terrible. Apenas extender mi rúbrica, Carlos me ha llamado a su lado. He respondido corriendo a su llamada y... ¡Mi querida tía! ¿Por qué es tan terrible nuestro sino de princesas? ¿Por qué somos meras piezas de ajedrez en manos de nuestros padres, hermanos o abuelos?

Mi confusión es tal que se me aglomeran las palabras.

Intentaré ir por orden. Recordaréis que, si viaje a España, todos sospechábamos que lo hacía para concretar los extremos de mi enlace con el heredero de Portugal, el príncipe don JUAN, primogénito de la que fue vuestra cuñada, mi tía doña María que Dios tenga en su presencia.

Pues bien, parece ser que el soberano de Portugal, mi tío, ha cambiado de planes y, desdiciéndose de lo acordado, ha decidido que será él quien me despose. Bien sabéis lo mucho que me ha costado intentar olvidar al príncipe Federico de Baviera, con quien estuve comprometida, y ahora, cuando me había hecho a la idea de convertirme en heredera de Portugal, sirviendo así a los intereses de mi hermano, me veo obligada a olvidar el semblante afable y joven de mi primo para convertirme en la esposa de un hombre que casi me triplica la edad y del que solo sé que es gran monarca y fue buen esposo y compañero de mis tías Isabel y María, a las que nunca conocí.

Os lo ruego, preciso de vuestro consuelo y atinados consejos. No me dejéis de vuestra mano.

LeonorMalinas