Lisboa

30 de diciembre de 1505

A doña Catalina de Aragón, princesa viuda de Gales; de María, reina de Portugal.

Hermana mía tan querida:

Sin duda estás confundida por la soledad y la difícil situación por la que atraviesas. Como bien dices, apenas contraído supe del nuevo matrimonio de nuestro padre don Fernando por nuestros embajadores en la corte de Castilla. Y, como tú, me conmoví profundamente ante tal noticia. Sin embargo, las razones de mi turbación eran radicalmente distintas a las tuyas, ya que, en mi caso, no pude por menos que emocionarme imaginando el sacrificio que dar tal paso ha podido significar para quien fue esposo y padre intachable.

¿Cómo puedes pensar que don Fernando ha olvidado el respeto debido a la memoria de nuestra madre? ¿Acaso desaparece la huella de un sello sobre el lacre? Nunca, puesto que aun cuando se seca queda indeleble su marca. Pues algo así has de pensar que sucede en el corazón de nuestro padre. La impronta de nuestra madre, gobernante ecuánime y esposa amante, ha quedado para siempre impresa en su corazón y su memoria, y si en algún momento pudiera olvidarla, aquí estamos nosotras, sus hijas, para dar testimonio de un matrimonio que existió, que fue dichoso y del que la historia guardará memoria.

La boda con doña Germana no has de verla más que como un doloroso trámite al que le obliga su condición de rey. Imagina qué sería de Castilla, Aragón y de las tierras que ambas coronas conllevan en manos de un soberano como Felipe de Borgoña. Un hombre estratega, excelente soberano sin duda, pero vanidoso y ambicioso en extremo que, además, está bajo los designios de su padre, el emperador Maximiliano. La obra de los bien llamados Reyes Católicos se diluiría en la nada y, aunque solo fuera de facto y nunca de iure, sus reinos se verían sometidos a los dictámenes del Sacro Imperio.

A estas alturas poco puede hacerse por salvar Castilla, pero confío en la condición de regente de nuestro padre y en la sabiduría de sus prohombres para defender los derechos de Juana sobre su esposo. Mas te aseguro que si don Fernando ha pactado con el rey francés ha sido, sin duda, para mantener la corona de Aragón y los dominios mediterráneos a salvo de las garras de la imperial águila bicéfala.

El deber, querida mía, tiene sus servidumbres. Nosotras somos su mejor ejemplo. Aún recuerdo mis temores cuando me vi camino de Portugal sabiendo que debía entregar mi alma, mi cuerpo y mi futuro al que era el viudo de mi hermana. La vida, luego, se ha mostrado generosa conmigo y desde el primer día de mi matrimonio no he encontrado más que venturas al lado de don Manuel. Pero no ha sido ese tu caso y te ves sola en una corte que te ignora —¡hermana mía, cuánto me hace sufrir tu desventura!— y sin saber cuál ha de ser tu destino. Piensa también en Juana, enamorada y no correspondida; sin poder disponer de su casa, alejada de sus hijos y condenada a ocupar un trono que no desea y que, además, es objeto de enfrentamiento entre su padre y su esposo.

¿Crees que resultará fácil a nuestro padre haber de contemplar a su lado a una mujer que no sea nuestra madre? Nunca olvidaré cuánta felicidad se reflejaba en su mirada cuando nos sorprendía en nuestras habitaciones, las cuatro reunidas en su derredor tocando música, conversando, siguiendo las enseñanzas de doña Beatriz Galindo o bordando. ¿Recuerdas? Siempre nos saludaba con un «¿cómo están mis señoras?». Y tú corrías a abrazarte a sus piernas, mientras yo me colgaba de su brazo, Juana le sonreía e Isabel, siempre prudente, inclinaba la cabeza a modo de saludo y reverencia. Es imposible que haya olvidado cómo se iluminaba el rostro de nuestra madre al verlo aparecer cuando, rompiendo la necesaria separación que entre hombres y mujeres recomienda el recato y el sentido común, se presentaba en el sector que habitábamos la reina y sus hijas. Siempre fuimos para él y siempre lo seremos la referencia infalible, el puerto seguro al que regresar después de la batalla.

Destierra toda suspicacia, hermana mía. Nuestro padre y señor no nos ha olvidado ni ha ultrajado la memoria de la reina Isabel. Como monarca ha debido sacrificarse en beneficio de sus reinos, se ha visto obligado a olvidarse de sí mismo y de sus deseos del mismo modo que hubo de hacerlo cuando, por conseguir las más convenientes alianzas, nos alejó de su lado. Su condición de soberano lo ha sometido a la mayor de las tiranías: la del sentido del deber.

Olvida, pues, todo resquemor. Y cuando la nostalgia o la soledad te sometan a sus terribles dictámenes, refugíate en la memoria, ese territorio que solo a nosotros nos pertenece. Solo allí somos libres y podemos ser dueñas de nuestro destino. Los recuerdos, cuando son felices, son el único instrumento capaz de hacer más llevadero un presente ingrato y de sentar las bases de un futuro mejor.

No dudes que hablaré con mi esposo, el rey, a fin de que interceda por ti ante don Enrique VII, le insista en que cumpla la palabra dada y, sobre todo, alivie tu situación en esa corte, injusta a todas luces para una infanta de Castilla y Aragón y una princesa viuda de Gales.

La vida nos somete a pruebas de continuo, pero la providencia, generosa, seguro que acudirá en tu ayuda. En esa confianza me despido de ti no sin antes encomendarte a Santa María y a los coros angélicos que cantan de continuo sus alabanzas.

Tu hermana,

María de Aragón, reina de Portugal

Dada en Lisboa a treinta días del mes de noviembre de MDV, Anno Domini.