Lisboa

4 de septiembre de 1493

Como Isabel, el duque de Viseu tampoco conseguía rehacerse desde la muerte del joven Alfonso. De poco servían los dos años largos que habían transcurrido; de nada las muchas penas por las que Manuel había pasado en sus escasos veinticuatro años de vida y que podían haberle curtido el ánimo.

No había tenido una vida fácil el menor de los hijos del infante don Fernando y, por tanto, nieto del que fuera rey de Portugal, Eduardo I. Siendo muy niño perdió a su padre, luego enterró a sus dos hermanos varones, y su sobrino Alfonso al que tanto quería expiró entre sus brazos. Por si eso fuera poco, la enemistad entre los Viseu y el rey Juan II había enturbiado desde antiguo su relación con la reina Leonor, su hermana, la misma que ahora andaba con el alma y la razón perdida por el dolor de ver morir a su único hijo.

Estaba solo, se decía. Y era en esos momentos cuando una irreprimible angustia le oprimía el pecho y hubiera dado su vida porque, justo en el ala opuesta de palacio, Isabel le estuviera esperando. Porque esa y no otra era la razón de que Manuel, duque de Viseu, gran maestre de la Orden de Cristo y el hombre más importante de la corte después del rey, se perdiera en melancolías. Lloraba al sobrino definitivamente ausente, sí; pero también por haber perdido a la única mujer a la que había amado.

Alto, de fuerte complexión y elegantes modales, el duque era un hombre atractivo. Una espesa melena castaña enmarcaba un rostro de facciones rotundas en las que destacaba más que los ojos, grandes y oscuros, la mirada franca y serena. La ancha mandíbula señalaba su determinación ante la vida mientras que el labio superior, lino y perpetuamente tenso, parecía hecho para contener la sensualidad que denotaba su carnoso compañero inferior. Había triunfado en el empeño, puesto que nadie tenía noticia de que hubiese habido aventura galante alguna en la vida de Manuel de Viseu. Las responsabilidades que se había visto obligado a asumir, su pasión por las artes y las ciencias y su carácter reservado le habían hecho llevar una vida retirada, alejada de cualquier clase de romance.

Por eso nadie sospechaba su amor por Isabel. Reservado, ni sus más íntimos conocían sus sentimientos. Le obligaba al sigilo el respeto hacia el príncipe muerto y su propio sentido del honor.

Cuando conoció a la prometida de su sobrino Alfonso quedó fascinado por su delicadeza, timidez e innegable belleza. La infanta castellana compartía con su madre su tez de porcelana y sus rubios cabellos, pero era más alta que la reina Isabel y poseía tal prestancia que quien no la conociera la hubiera tomado por altiva. Por si estas fueran pocas prendas, cuando la frecuentó Manuel hubo de rendirse ante una conversación refinada y culta y una firmeza de carácter poco común. No obstante, jamás intentó aproximación alguna. Isabel era la esposa de Alfonso, a quien quería como sobrino y respetaba como heredero. Pero aun siendo fruta prohibida, Manuel había sido feliz con solo saberla cercana.

Aquella mañana, sentado ante el gran ventanal de su cuarto de estudio en el ala oeste del palacio próximo al castillo de San Jorge, el duque se recreaba en el recuerdo contemplando el ir y venir de los veleros por el estuario del Tajo. Mientras, los últimos rayos del sol resbalaban por los rojos tejados de las casas que se apiñaban al pie de la fortaleza fundiéndose con ellos.

—Esta Lisboa nuestra no puede negar que fue árabe un día —le interrumpió el fiel Diego de Silva—. Fijaos, señor, en el trazado de las calles que bajan hasta el río, tal parecen los pasillos de un zoco.

—No me entretenía en calles ni plazas: iba más allá, hacia el mar. Pensad, Diego, que de él han de llegarnos grandes y abundantes dones...

—Ciertamente, señor. Ved sino los logros de Castilla. Se dice que un genovés llamado Colombo ha descubierto nuevas y ubérrimas tierras.

—Castilla quiere disputar a Portugal el dominio de los mares y a fe mía que no lo conseguirá.

Manuel subrayó sus palabras con un enérgico ademán, sin embargo su voz sonaba monocorde e indiferente. Era evidente que no tenía ganas de conversación. Su ayo insistió:

—Cierto, señor duque. Se dice que el rey anda ya ocupado buscando la intercesión del papa para establecer los límites de cada reino en las tierras recién descubiertas.

Comprendiendo que era imposible eludir la conversación, Manuel decidió continuarla:

—Mejor hubiera hecho atendiendo al tal Colombo cuando le ofreció financiar la empresa; claro que —buscó justificar al monarca—, ¡quién hubiera pensado que ese aventurero genovés llevaba razón! Y ahora ya es tarde para arrepentirse. Nuestro señor don Juan debería olvidar su afán por repartirse el mundo con la reina de Castilla y organizar este su reino, que mal futuro le espera a una monarquía sin sucesor...

—Se dice —De Silva bajó la voz— que está decidido a nombrar heredero a su bastardo, don Jorge de Lencastre. Pero que es la reina, vuestra hermana doña Leonor, la que se opone con todas sus fuerzas a tal decisión. De no hacerlo...

Sabiendo de antemano lo que el anciano preceptor iba a decirle, Manuel se le adelantó:

—Sí, lo sé. En ese caso sería yo quien mejor y mayor derecho tendría a la sucesión por mi condición de único descendiente varón del rey don Eduardo I, mi abuelo, que gloria haya. Pero os aseguro, don Diego, que no tengo el más mínimo interés en ello. Además, si bien es cierto que soy nieto de mi abuelo, también soy hermano de don Diego de Viseu, y tal condición no me parece el mejor aval para acercarme al trono.

El ayo se pasó la mano por la barba como queriendo reflexionar y quedamente se lamentó:

—Lleváis razón. ¡Flaco favor os hizo don Diego al rebelarse contra la corona! Pero una vez recibió su castigo, el rey os hizo depositario de todos sus bienes y honores. Hay que entender, pues, que os eximió de toda culpa.

—Me consta que es así, don Diego —respondió Manuel—, pero pensad cuánto odio almacenaría el corazón del rey para matar a mi hermano de su propia mano sin considerar que era, además de noble y maestre de la Orden de Cristo, el hermano de la reina...

—No era odio, señor: era justicia. Nuestro rey don Juan no quiere más que reforzar el poder de la corona para hacer fuerte el país, evitando que se desangre en banderías nobiliarias. El levantamiento de don Diego merecía un buen escarmiento y el rey se lo dio, no solo para implantar justicia sino como aviso a navegantes.

Manuel volvió a sus quehaceres y dio la conversación por zanjada. De aquello —la sublevación, la inquietud por la suerte de su hermano, la certeza de ser el único depositario de los bienes y la tradición de la casa de Viseu...— había pasado mucho tiempo. Ahora ya no le preocupaba. Su corazón se dedicaba a evocar las doradas tierras del este, las amplias llanuras castellanas, impúdicas en su desnudez, donde cualquier sombra resulta un don inesperado. Allí, en uno cualquiera de los muchos castillos que jalonan el paisaje, estaría Isabel. La imaginó leyendo junto a un ventanal, bordando a la sombra de los álamos, disfrutando de la conversación de sus damas...

De nuevo la voz de don Diego de Silva lo sacó de su ensoñación.

—Noticias de la corte —le anunció, al tiempo que le tendía un pergamino que había recibido de un joven paje que, inmóvil bajo el dintel de la puerta, parecía esperar respuesta.

Manuel leyó atentamente la nota y dirigiéndose al recién llegado le anunció:

—Podéis decir a su majestad don Juan II que mañana sin falta y a la hora señalada acudiré a palacio.