Lisboa

7 de junio de 1502

Un relámpago iluminó las cocinas del palacio de Alcaçova. Temiendo el estallido del trueno, Elvira se tapó los oídos con las manos mientras las mozas del servicio, menos precavidas, se estremecían por un estruendo que, durante escasos segundos, acalló el crepitar del agua que hervía en el interior de una olla de cobre dispuesta sobre el fuego de la chimenea.

Justo en aquel preciso momento, refunfuñando y todo lo deprisa que sus fuerzas le permitían, doña Leonor entró en la cocina y, para sorpresa de todos, exclamó:

—¡Menuda noche ha escogido la reina para parir, tal parece que el cielo va a caer sobre nosotros!

Las muchachas cruzaron una mirada de asombro. Doña Leonor se caracterizaba por su absoluto respeto a su señora y tal exabrupto las había sorprendido. Instintivamente miraron hacia la ventana y, aun con el gesto, hubieron de darle la razón: Lisboa se estremecía bajo una lluvia torrencial a la que acompañaban una cadena interminable de truenos y relámpagos. Las calles de Alfama bajaban como auténticos torrentes, y la explanada donde iba tomando cuerpo el pazo de Ribeira parecía un auténtico lago. Para certificar los estragos de la tormenta se erguían en la lejanía alguna que otra columna de humo procedente de pequeños incendios originados por los rayos.

—No os quejéis tanto, Leonor —habló Elvira—, que aquí estamos bien resguardados. Pensad sino en los pobres que no tienen casa o en esos desgraciados cuyas casas convierte la tormenta en hogueras...

—Siempre dándome lecciones... ¡Cuándo aprenderéis a respetar mis canas! —rezongó la dueña.

Pese a que los años y el amor de Gonzalo, quien seguía resistiéndose a contraer matrimonio, habían ido asentándola y serenando su vivaz temperamento, Elvira seguía siendo la chiquilla descarada y divertida que sacaba de quicio a doña Leonor. Sin embargo, apreciaba sinceramente a la anciana dueña y hacía todo lo posible por no enfadarla, aunque en raras ocasiones lo conseguía. Por eso se le acercó y, pasándole un brazo por los hombros, le dijo en tono cariñoso:

—No me seáis quejica, Leonor, ved sino cómo estas muchachas no pierden tiempo en lamentos y preparan todo lo necesario para que doña María tenga un buen parto.

—Y vos no intentéis conformarme con palabras. ¡Hechos es lo que quiero! Pensad que el agua está escasa en las habitaciones de la reina. Todo lo demás está preparado... Por tener, hasta dispone de la reliquia de un buen fraile mercedario llamado Ramón Nonato, llegada desde el reino de Aragón y que aseguran protege a las parturientas.

Las muchachas se echaron a reír.

—¿Cómo puede un fraile proteger a las parturientas, señora doña Leonor? —preguntó, con sorna, una de las mozas de cocina.

—Muy sencillo, Lucía —respondió la dueña como si quisiera adoctrinarla—: porque no nació de madre, por eso lo llaman Nonato, sino que habiendo muerto esta, le abrieron el vientre a la buena mujer y sacaron a la criatura, salvándole así la vida.

—¡Pues como a doña María le pase lo mismo, no veo yo la protección! —intervino, rotunda, Elvira.

—No se trata de eso —aclaró la dueña—, sino de que el recién nacido nazca sano y fuerte, como lo hizo el santo... Pero dejaos de chácharas y apresuraos. Quiero paños limpios y agua hervida.

Mientras las muchachas cortaban varias piezas de lino en retales, Elvira preguntó:

—¿Cómo se encuentra doña María?

—¡Pues cómo va a encontrarse...! —se lamentó la dueña—. Resistiendo los dolores con sabia resignación pero, afortunadamente, con una excelente fortaleza, la propia, ¡faltaría más...!, de sus veinte años... Las parteras que están con ella aseguran que no han visto otro caso igual: ni un grito ha salido de su boca y las únicas palabras que la han oído murmurar han sido las de una plegaria. Eso sí, ha pedido que le cubran la cara con un paño de lino para que no adviertan sus muecas de dolor. ¡Que es muy digna nuestra señora!

—Si yo fuera ella no podría apartar de mi mente el recuerdo de mi hermana muerta en trance similar... ¡Tienen mala suerte las hermanas de nuestra señora! Hay que ver la pobre doña Catalina... —añadió Elvira mientras se acercaba al fuego a vigilar una nueva olla de agua a punto de hervir.

—¿Qué le ha ocurrido a doña Catalina? ¿No casó con el príncipe de Gales? —inquirió, curiosa, Lucía, la moza de cocina.

—Efectivamente, casó en noviembre del año pasado, ¡y ya ha enviudado! Imaginaos, sola y viuda a sus dieciséis años en un país al que, como quien dice, acaba de llegar.

—Tanto penar por sus hijas le está costando la vida a mi señora, la reina doña Isabel —añadió Leonor—. Isabel muerta y enterrada; Juana que tal parece que le hayan sorbido el seso, y ahora Catalina retenida en Inglaterra por el luto y sin saber si regresará algún día o, como sucedió con Isabel, contraerá nuevo matrimonio con el actual príncipe de Gales, Enrique, para que no se rompa el acuerdo entre las coronas...

—¡Que no se rompa el acuerdo o que no tenga que devolver los dineros de la dote! —exclamó Elvira entre carcajadas—. Que mi Gonzalo me ha dicho que corre el rumor que el rey de Inglaterra es un gran avaro y no quiere devolver las cien mil coronas con que se dotó a doña Catalina. Y así debiera hacerse, puesto que el matrimonio nunca se consumó y la infanta sigue virgo intacta...

Fue Lucía quien habló:

—¿Cómo puede ser virgo intacta si llevaba ya varios meses de matrimonio?

—Porque, según parece, la débil constitución de don Arturo y la juventud de ambos conyugues hicieron recomendable que primero se conocieran sus almas y luego lo hicieran sus cuerpos —respondió doña Leonor—. Pero la muerte ha truncado, una vez más, los planes... ¡Ay! —Suspiró—. Ya se sabe que el hombre propone y Dios dispone... Pero ¡ánimo! Dejad de ocuparos de temas que no os competen y acabemos con los preparativos, que a este paso, cuando subamos a las habitaciones de nuestra señora, el niño ya medirá tres cuartas...

Amanecía cuando Manuel, exultante, pidió a Diego de Silva pluma y pergamino. De su propia mano escribió a los reyes de Castilla y Aragón:

... Sabed, señores y suegros míos, que a siete días del mes de junio, Dios Nuestro Señor ha tenido a bien aliviar a vuestra hija, la reina de Portugal y, sobre todo, mi muy querida esposa, de ¡os dolores del parto y nos ha dado un hijo varón, que será el heredero de todos mis reinos y señoríos y que, a Dios gracias, parece tener muy buena complexión y goza de excelente salud. Por deseo de la reina, vuestra hija y mi esposa, recibirá el nombre de Juan en homenaje a su muy querido hermano don Juan, que gloria haya; a mi predecesor en el trono, el rey don Juan II; a vuestros padres los reyes de Aragón y de Castilla y a san Juan Bautista. Que, como él, sea la voz que anuncie la llegada de Cristo a todos los territorios sobre los que gobierne...

Lacró la carta, impuso el sello real y, entregándosela a su antiguo ayo, le ordenó que la hiciera llegar a su destino. Luego sonrió satisfecho. Portugal ya tenía un heredero pero, sobre todo, María se recuperaba. La maldición que alcanzó a Isabel y que él temía haber de soportar de nuevo había sido conjurada.