Lisboa

Febrero-marzo de 1498

—Debéis negaros, señor. Acudir a Toledo, desoyendo el criterio de las cortes, sería un gravísimo error del que acabaríais por arrepentiros.

Era Jorge de Lencastre quien se dirigía al rey en tales términos, apoyado en el marco de uno de los amplios ventanales de la sala. La mañana estaba húmeda y fría, y el maestre de Avís intentaba aprovechar el tibio sol que luchaba por vencer la bruma espesa y helada que avanzaba desde el estuario y que, mientras desdibujaba los perfiles de Lisboa, la cubría con un hálito frío y desapacible.

El monarca estaba sentado tras un robusto escritorio de madera de roble. Libros y papeles, mapas y sellos se amontonaban sobre la mesa y casi tapaban diversos y novedosos instrumentos de navegación que, pocos minutos antes, habían mostrado al rey los cartógrafos reales. Diego de Silva, recientemente nombrado conde de Portalegre, permanecía junto al rey, atento pero sin intervenir en la conversación.

—No puedo hacerlo. Hay que convencer a las cortes de que me autoricen a salir hacia Castilla primero y Aragón después. Es necesario que la reina y yo juremos lo antes posible nuestros cargos. Fijaos en que el archiduque Felipe de Borgoña ya lleva meses haciéndose llamar príncipe de Castilla y Aragón convencido de que, muerto don Juan y habiendo malparido doña Margarita, en caso de fallecer los monarcas le corresponderían, como hermano de la princesa viuda, las coronas de Castilla y Aragón.

—Pero, si no me equivoco, don Fernando ya le ha afeado su conducta y tanto él como la reina de Castilla han dejado bien duro que la heredera es vuestra esposa —insistió el maestre de Avís—. Al menos así lo exponían en la convocatoria de cortes tanto en Toledo como en Zaragoza... No hay prisa, pues, por viajar.

—Vuestros temores y los de los consejeros son totalmente infundados. En ningún caso mis suegros me retendrían como rehén a fin de apoderarse de Portugal. Debéis comprender que es preciso ser reconocidos por las cortes castellanas y aragonesas para dejar bien zanjado el tema sucesorio; a fin de cuentas será Portugal quien resulte beneficiado cuando tanto los reinos peninsulares como los dominios mediterráneos de Aragón y las tierras descubiertas sean uno...

Diego de Silva continuaba callado. Quería a Manuel como a un hijo y no podía evitar disgustarse por cualquier traba que se interpusiera en su camino. Desde el matrimonio, parecía que la vida le sonreía: las expediciones marítimas eran todo un éxito, el reino estaba pacificado y en palacio reinaba la más absoluta felicidad doméstica. Isabel se había revelado como una magnífica reina y una espléndida esposa: volvía a ser la mujer alegre y dispuesta que todos recordaban, concluía incansable todas aquellas tareas que le habían sido encomendadas —desde las más cotidianas hasta las que se correspondían con el buen gobierno de la corte—, se entregaba a la atención a los necesitados y había conseguido que se restablecieran las buenas relaciones entre Manuel y su hermana, la reina viuda doña Leonor. Y, sobre todo, cuando aún no se había cumplido un año de matrimonio, ya estaba encinta de cuatro meses.

Por eso al antiguo preceptor le contrariaban las trabas que las cortes imponían a los reyes para emprender viaje con el fin de ser jurados príncipes de Asturias y de Gerona, títulos que ostentaban los herederos de los reinos de Castilla y Aragón respectivamente. Para don Diego la posibilidad de que Manuel acabara por convertirse en monarca de los reinos hispanos, con las tierras que ello implicaba, era un nuevo regalo del destino, y no comprendía cómo podían esgrimirse argumentos que se remitían a la tradicional rivalidad entre castellanos y portugueses. Por fin, se decidió a opinar.

—Bien sabéis, señor, que nunca os recomendaría que os enfrentarais a las cortes, pero creo que el negocio castellano urge.

Cierto que los monarcas de Castilla y Aragón gozan de buena salud, pero bordean ya la cincuentena y no hay que descartar la eventualidad de su fallecimiento. Por otra parte, la unión de sus reinos es circunstancial; como sabéis, Castilla y Aragón mantienen sus propias leyes y ninguno está supeditado al otro. Otro tanto podría pasar en el futuro con Portugal. No hay nada que temer. Por el contrario, tantos y tan ricos territorios como se unirían bajo un solo cetro no harían más que engrandecer nuestro reino. Es una ocasión de oro que no se puede desperdiciar —añadió mirando a don Jorge—, máxime cuando el emperador Maximiliano pretende esgrimir los derechos de su hija viuda para hacerse con un buen trozo del pastel.

—Veo que estáis de acuerdo conmigo, don Diego. Retrasar el viaje sería un error puesto que equivaldría a dar margen de actuación a nuestros rivales —apuntó el monarca dirigiendo una mirada de censura a Jorge de Lencastre.

—En cualquier caso —apostilló este—, si os decidís a viajar, sería bueno que os hicierais acompañar por los principales hombres del reino. Que sepan esos castellanos que Portugal y su rey tienen firmes y aguerridos defensores.

Así se hizo. El 31 de marzo de 1498 una nutrida comitiva encabezada por los reyes de Portugal y en la que figuraban el propio Jorge de Lencastre; don Diego de Silva; los obispos de Tánger y Guarda; el duque de Braganza, Tristán de Cunha, conquistador de Socotorá; varios lugartenientes del almirante Alfonso de Alburquerque; don Juan de Meneses, mayordomo mayor; así como un elevado número de servidores y asistentes de los monarcas, pusieron rumbo a Castilla. Tras una breve parada en el monasterio de Santa María de Guadalupe, el 24 de abril llegaron a Toledo donde, pocos días después, fueron jurados como herederos de la corona castellana. Luego, sin más tregua, prosiguieron viaje. Aragón les esperaba.