Setúbal

24 de marzo de 1496

El nuevo rey de Portugal impuso el sello y entregó la misiva a su mayordomo mayor. Las órdenes eran claras: debía llegar a Roma lo antes posible. La inesperada muerte de don Alfonso había enseñado a Manuel que la vida es tan frágil como el cristal y no cesaba de atormentarle la posibilidad de morir sin que un sucesor asegurara la permanencia de la dinastía en el trono. Una nueva crisis dinástica podía ser fatal para el reino. Portugal estaba en plena expansión ultramarina y era, por tanto, un goloso objetivo para la todopoderosa Castilla. Urgía pues que el papado extendiera la oportuna dispensa que le eximiera del celibato que como maestre de la Orden de Cristo estaba obligado a respetar.

Es más, entre tanto llegaba la respuesta del pontífice, había llamado a su lado a don Jorge de Lencastre, el bastardo, para adiestrarle en las artes del buen gobierno y asegurarse de que, en caso de necesidad, sería un digno representante de la sangre que aun de forma ilegítima corría por sus venas. Era, además, una inteligente maniobra, ya que así se protegía de un posible enemigo. En la memoria de todos estaban los trágicos sucesos que habían precedido a la entronización de la dinastía Avís y no era cuestión de que la historia se repitiera.

En su decidida vocación de apaciguar el reino, se decía, radicaba su interés en contraer un matrimonio castellano. Qué mejor que continuar la política de alianza con sus poderosos vecinos puesta en práctica por su antecesor cuando casó a su efímero heredero Alfonso con Isabel de Aragón. Lo más acerrado era que él siguiera sus pasos. De la conformidad de la reina castellana no había duda alguna. Le constaba que los monarcas, que acababan de recibir del papado el título de católicos, estaban cerrando los compromiso de su hija, la infanta Juana, y del príncipe de Asturias con los archiduques Felipe y Margarita de Borgoña; y que andaban en tratos para casar a la joven Catalina con Arturo, el heredero inglés. Una hábil maniobra para cercar a su sempiterna enemiga, Francia. Castilla y Aragón solo tenían, pues, un flanco abierto, Ultramar, y para asegurarse la inexistencia de obstáculos en su expansión hacia las tierras recién descubiertas la alianza portuguesa era prioritaria.

Por eso, dando por sentada la respuesta, había desplazado a Castilla a don Fernando de Meneses, marqués de Vila Real, y a su fiel Diego da Silva. Ahora, cuando les sabía ya en tierras portuguesas, el monarca estaba impaciente por recibirles. Entre tanto, el papado podía tomarse su tiempo y conceder la eximente.

En estas andaba cuando su antiguo ayo entró en la sala de audiencias sin anunciarse. Don Diego de Silva conocía muy bien al rey y sabía de cierto que las noticias de las que era portador no iban a ser de su agrado. Desde que, cerradas las conversaciones en Castilla, se puso en viaje no dejó de darle vueltas a la forma más adecuada de encarar la conversación. Don Manuel no estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria; es más, no admitía más intromisión en sus planes que aquellas que le imponía el destino. Por eso, apenas llegar a Lisboa, don Diego decidió no dilatar más el tema y, sin tiempo para el reposo ni para el aseo, se presentó en el despacho del monarca.

El rey le saludó efusivamente.

—Os echaba de menos, don Diego, pero no esperaba veros hasta mañana. Debéis de estar agotado del viaje...

—Las nuevas que os traigo no pueden esperar.

—Espero que sean positivas. Doy por supuesto que los Reyes Católicos han aceptado mi propuesta...

—Más que eso, señor. Estando en camino supe que nos habíamos cruzado con un correo castellano que portaba nuestras mismas intenciones. Me adelanté y mi visita hizo innecesario que siguiera su camino...

—Así pues, nuestros reales vecinos están en perfecta sintonía con nosotros.

—No exactamente, señor. Os conozco bien y sé que la proposición de los católicos monarcas no os agradará.

—Me tenéis en ascuas. ¿Por qué no ha de agradarme; —Porque os ofrecen la mano de la infanta María y, si no me equivoco, vuestra proposición no iba en esa dirección... Acaba de cumplir catorce años, pero es madura de entendimiento y, por supuesto, nubil.

Manuel intentó reprimir un gesto de desencanto. El pudor le impedía manifestar sus sentimientos y las palabras de don Diego lo ponían en evidencia. Se sentía como un niño pillado en falta. Aun así intentó argumentar:

—No os equivocáis, don Diego... Doña María es muy joven, quizá tardará en darnos un heredero. Por eso —intentó disimular un cierto temblor en la voz— siempre pensé en que darían por supuesto que mis intereses se movían en torno a la infanta Isabel. Ya es una mujer hecha y derecha, conoce Portugal y goza de las simpatías de la corte y del pueblo. Me temo —continuó sin dar oportunidad a don Diego de seguir explicándose— que habréis de rehacer el camino y dejar bien claro que solo me casaré —elevó la voz para infundir seguridad a sus palabras— con la infanta Isabel.

Don Diego no insistió. En Castilla se le había informado de la melancolía en que vivía la infanta desde la muerte del príncipe Alfonso, su profunda religiosidad y su frustrado propósito de profesar. Tal vez, se dijo, debería informar al rey de que la joven alegre, locuaz y decidida que él había conocido había desaparecido como por ensalmo. Hacerle reconsiderar su interés, preguntarle si era tanto su amor como para rivalizar en el corazón de Isabel con la presencia intangible y, como tal, aún más peligrosa, de un fantasma, pero la prudencia y el respeto debido al soberano le impidieron hacerlo. Además, se dijo, no era necesario. Conocía perfectamente la respuesta.