Lisboa
23 de diciembre de 1520
Bajo la atenta mirada de Matilde de Gerlache, Elvira se afanaba en ultimar las ropas que la soberana tenía previsto lucir en el banquete que, pocos días después, iba a celebrarse antes de la tradicional misa del gallo. Con una lentitud insólita en ella, manejaba delicadamente unas tenacillas al rojo vivo y rizaba el espectacular cuello de encaje que, siguiendo la moda francesa, remataba el escote del traje de terciopelo verde que pensaba vestir la reina.
—Laborioso en exceso, ¿no creéis doña Elvira? Podíais haber dejado esta tarea para otras manos más habituadas a tareas similares...
—¿Consideráis que es tarea poco oportuna para una dama de mi condición? —le preguntó sonriente e irónica la antigua camarera.
—Pues... —Matilde dudó—. Ciertamente, desde que doña Leonor os relevó de vuestra condición de camarera y os incorporó al cuerpo de damas de su casa, nunca os he visto realizar tareas domésticas.
—¡Tendríais que haberme visto años atrás! No había moza de cocina más apañada ni camarera más dispuesta. Estas manos que ahora veis siempre bordando o entre flores se han hartado de fregar, remendar y, si me apuráis, hasta de cocinar. Primero con doña Isabel de Castilla, luego con sus hijas y ahora con su nieta...
—Doña Leonor ha hecho bien trayéndoos a su lado. —Y añadió como queriéndose dar una explicación al rápido ascenso social de la muchacha—: Bien merecido lo tenéis. Vuestra fidelidad a la familia compensa con creces vuestro escaso abolengo.
Lo cierto es que Elvira se había hecho con las simpatías del resto de damas del cuarto de la reina. Era el puente perfecto entre la corte portuguesa y el séquito flamenco de la soberana. Su carácter abierto, su afán de agradar, su eterna disponibilidad le habían granjeado las simpatías de un círculo que, por aristocrático, la había recibido con cierta reticencia.
Había sido, además, la compañía perfecta para Leonor en la incertidumbre de su primer embarazo. Acostumbrada como estaba a ver parir a doña María, sabía remediar náuseas y mareos, calmar las lógicas preocupaciones ante un futuro siempre incierto, dar cumplida respuesta a antojos y caprichos y, llegada la hora del parto, demostraba una firmeza de ánimo que la reina, como parturienta primeriza, estaba muy lejos de igualar.
El primer hijo de Leonor y Manuel había nacido el 18 de febrero de 1520. Crecía robusto y sano hasta que los primeros fríos del invierno le acarrearon una serie de fiebres intermitentes que, para alarma de su madre, debilitaron considerablemente su salud. Por eso, pese a estar ya embarazada de su segundo hijo, Leonor no quería separarse de su lado y le había hecho trasladar a sus habitaciones, donde contaba con la vigilancia constante de su nodriza y de sus camareras.
Su nacimiento no había sido la única novedad del año. En junio, Carlos I de España había sido elegido emperador gracias a los manejos diplomáticos y a las gestiones pecuniarias de su tía Margarita de Austria, quien, con el soporte de los banqueros Fugger, no había dudado en comprar voluntades a fin de que, cinco meses después de la muerte de su abuelo, los príncipes electores alemanes, con la aquiescencia del papa León X, le proclamaran en Fráncfort cabeza visible del Sacro Imperio Romano-Germánico.
Entre tanto, Germana de Foix, tras parir secretamente una hija del joven nieto de su difunto marido, había contraído matrimonio en Barcelona con el marqués de Brandeburgo, un miembro del séquito personal del emperador, y ejercía como virreina y lugarteniente general de Valencia mientras su hija, la pequeña Isabel, crecía en Castilla lejos de su madre y destinada de por vida a vivir escondida entre los muros de un convento.
Pero todos, reyes y señores, criados y obispos, campesinos y artesanos, compartían una misma preocupación: la crisis por la que atravesaba la Iglesia católica. Una brecha que había abierto Martín Lutero y que el papa había agrandado al excomulgarle a él y a todos sus partidarios.
—Deberíamos rogar esta Navidad porque Dios se haga de nuevo presente entre nosotros —exclamó Elvira sin venir a cuento—. Ayer me hablaba la soberana nuestra señora del desconcierto que reina entre alemanes y flamencos ante las pretensiones de ese tal Lutero.
Matilde asintió con la cabeza mientras doblaba cuidadosamente una saya de la reina.
—No solo en Alemania y Flandes, Elvira. Me llegaron noticias de mi hermana, que reside en Londres, que otro tanto pasa en la corte de don Enrique VIII. Por lo visto la disputa teológica es de dominio público y los buenos cristianos están totalmente desorientados.
—Otras noticias tengo yo de la corte de Londres y estas por boca de nuestra señora, la reina. Parece ser que doña Catalina, la soberana y tía de doña Leonor, está perdida en grandes tribulaciones. Por lo visto, mientras que ella no consigue dar un hijo varón al rey, una de sus damas, llamada Elisabeth Blount, le ha dado un bastardo al que el rey ha reconocido como Enrique Fitzroy...
—Fitzroy —repitió Matilde—. ¿Sabéis que quiere decir? «Hijo del rey.» ¡Qué humillación para la reina Catalina!
—Y eso no es todo. —Elvira bajó la voz—. La tal Blount ya no despierta el interés del rey, sino que este ahora anda en amores con una tal María Bolena. Esta, junto con su hermana Ana, sirvió en Flandes, en la corte de doña Margarita de Austria.
—¡Qué me decís! —exclamó escandalizada Matilde.
Justo en aquel momento entró en la habitación Margarita van der Meersche, quien, al escuchar la exclamación de Matilde, preguntó interesada:
—¿Qué sucede Matilde? ¿Qué es lo que os causa tanta alarma?
Matilde dudó en contestar. Elvira enrojeció. «¡Ya has vuelto a hablar más de la cuenta! ¿Cuándo aprenderás?», se dijo contrita.
La voz de Margarita cortó sus cavilaciones.
—Venía a buscaros, Elvira. La reina os reclama. Ha recibido carta de su hermano el emperador y parece ser que hay grandes conmociones en Castilla. Por lo visto los burgomaestres de las ciudades se han levantado en armas y sus caudillos Padilla, Bravo y Maldonado han ofrecido el trono a doña Juana en Tordesillas, negándose a someterse al que califican de «extranjero».
—¡Ay, Dios mío! —exclamó Elvira llevándose las manos a la cabeza—. Pero si mi pobre doña Juana tiene el seso sorbido...
—No tanto, amiga mía —le replicó Margarita—, que bien ha sabido rechazar a los insurrectos diciendo que nunca nadie pasaría sobre su hijo. Pero apresuraos, la reina está muy afligida por la noticia y reclama vuestra compañía.