Granada

22 de noviembre de 1495

Elvira entró en el gabinete con una jarra de agua de limón y la depositó sobre un pequeño velador de taracea muy cerca de donde se hallaba la reina. En torno a ella, las infantas Isabel, Juana, María y Catalina se afanaban en el bordado de un inmenso mantel de altar. La soberana, por el contrario, zurcía primorosamente un jubón de don Fernando, su esposo. Desde que se casaron, allá por 1469, tenía por costumbre encargarse personalmente de la ropa del monarca. Le agradaba coser pero lo hacía sobre todo por sentir próxima la presencia del hombre al que amaba sinceramente, pero de cuya compañía disfrutaba menos de lo que hubiera querido. Los continuos viajes del rey a territorios aragoneses o sus empresas militares le alejaban frecuentemente de su lado y la soberana no podía por menos que añorar su compañía y luchar de continuo contra el aguijón de unos celos no del todo infundados.

Mientras Juana de Guzmán servía la limonada, la reina se recreó en el armonioso grupo que formaba su prole: Juana, temperamental e inquieta, tan parecida en el físico a su suegra, Juana Enríquez, como en carácter a su madre, Isabel de Avís; María, serena y reservada, toda una mujer a sus trece años recién cumplidos; la pequeña Catalina, tan decidida, con sus rubios y rebeldes rizos escapando de la toca y estorbándole los ojos... Hubo de reprimir un suspiro al detenerse en Isabel. Isabel, su primogénita, siempre callada, siempre triste, siempre distante desde que le negara su permiso para ingresar como clarisa. ¿Qué se había hecho de la niña que acudía a ella en sus tribulaciones, o de la sonriente novia de Sevilla?

La voz aguda de Catalina interrumpió sus pensamientos:

—¡Está muy fría! —se lamentó apenas probó un sorbo de limonada.

La infanta Juana sonrió.

—¿Qué esperabas? En la sierra ya ha nevado ¡Más que limonada deberíamos tomar una taza de ese nuevo elixir que cuentan que hay en las Indias al que llaman cho... —dudó— ¡Cholocate!

—Cho-co-la-te —rectificó la reina, sin levantar los ojos de la costura.

—Dicen —continuó la infanta Juana— que calienta el alma y el cuerpo y que son tales sus beneficios que aquel que lo ingiere sería capaz de vencer a la hidra de siete cabezas de un solo mandoble.

—No sabéis lo que decís, Juana. El almirante Colón nos los dio a probar y es sumamente desagradable al paladar. Es picante, amargo... ¡poco éxito le auguro a pesar de la mucha estimación en que lo tienen los nativos! —aseveró la reina.

Vacía la jarra, Elvira la recogió y se apresuró a salir de la estancia. Bien sabía cómo acabaría la conversación: Juana y Catalina se enzarzarían en una de sus discusiones, María intentaría poner paz e Isabel continuaría encerrada en su mutismo. Enfiló el amplio corredor a buen paso pero, de improviso, doña Leonor se cruzó en su camino:

—¿Cómo está?

—¿Cómo está quién? —preguntó con algo de impertinencia la camarera. No tenía tiempo que perder. Aún había de pasar por las cocinas, encender los braseros, preparar los calientacamas, disponer las habitaciones para la noche y, a las seis, la esperaba en el patio trasero Rodrigo, el palafrenero del príncipe Juan, con quien andaba en conversaciones que, de ser de su conocimiento, no habrían gozado de la aprobación de la anciana dueña.

—¡Quién va a ser, criatura! La infanta nuestra señora...

—¿Cuál de ellas?

—Doña Isabel, por supuesto. ¿Acaso Juana, María o Catalina necesitan de mis cuidados?

—No os comprendo, doña Leonor... ¡Solo os preocupa la infanta Isabel! Mirad que he oído a la reina suspirar por todas sus hijas. El otro día, sin ir más lejos, decía que doña Juana va a matarla con su genio cambiante e irreflexivo, que doña María, de puro buena, parece tonta y que la pequeña Catalina se da unos humos que parece más reina que su madre...

—¡Demonio de chiquilla! ¿Cómo te atreves a hablar así de tus señoras? Es más, ¿quién te crees que eres para endosar a la reina juicios tan ligeros? Vete, desaparece de mi vista antes de que pierda los nervios...

Elvira se recogió la falda y echó a correr pasillo adelante, mientras sonreía ante el inofensivo pero amenazante enfado de la dueña. Doña Leonor esgrimía con furia su bastón y, de haber podido darle alcance, algún palo hubiera descargado en las costillas de la muchacha.

Juana de Guzmán, alertada por las voces, salió al corredor e intentó tranquilizarla.

—No os alteréis, Leonor. Son jóvenes y como tal no saben de respeto ni prudencia. ¿Qué os ha hecho en esta ocasión?

—¡Pues no se ha atrevido a poner en boca de nuestra señora la reina juicios sobre las infantas! —La anciana temblaba de ira.

—No le deis mayor importancia. ¿Qué decía? —añadió con curiosidad.

—No pienso repetíroslo... —Y a regañadientes añadió—: Según ella solo me preocupa doña Isabel.

—No me extraña que os preocupe. Desde que regresó de Portugal, más parece un espíritu andante que una mujer. Tan delgada, eternamente vestida de negro, siempre en la capilla o encerrada en sus aposentos... Y ahora, la noticia de la muerte del rey de Portugal ha acabado de hundirla.

—Sí —suspiró doña Leonor—. Por lo visto, en el escaso tiempo que permaneció en la corte, don Juan fue un auténtico padre para ella...

—Era hombre justo y ecuánime. Prueba de ello es que, desechando la candidatura del bastardo, ha nombrado sucesor a don Manuel, duque de Viseu, a pesar de las afrentas que su familia había hecho a la corona.

—Cierto. Aseguran —la dueña bajó la voz para ser más discreta— que cuando lo convocó a palacio para comunicarle sus intenciones, don Manuel acudió convencido de que la reunión no auguraba nada bueno para él...

—¡Curioso destino el de don Manuel! —apostilló Juana de Guzmán—. Me contaba Brites, que como sabéis se crio al servicio de doña Beatriz de Aveiro, la madre de don Manuel, que este fue el menor de los varones de su casa, que nada parecía augurarle un destino glorioso y, sin embargo, por azares del destino ha acabado en el trono de Portugal... Tal podría llamársele el Afortunado.

—¡Por azares del destino y por la fatalidad! —la contradijo irritada doña Leonor—, que ese trono bien correspondía al desdichado don Alfonso y, por ende, a mi niña Isabel, que andaría ahora entre honores y sedas, y no entre llantos y estameñas...

Y porque doña Juana no la viera llorar, la dueña dio media vuelta y dejó a su interlocutora con la palabra en la boca.