A modo de despedida
Y con esto hemos llegado al final del paseo por el paisaje de la conducta humana en compañía de Darwin. Sólo me queda despedirme de usted. Espero haber cumplido las expectativas creadas en la introducción. Ojalá estas páginas le hayan servido para familiarizarse con la visión darwiniana de nuestra conducta y enriquecer su forma de pensar sin demasiadas complicaciones.
Se han escritos libros eruditos sobre la evolución, sobre el ser humano y sobre la conducta. Muchos científicos han analizado nuestro comportamiento y han formulado sus resultados en instructivas obras académicas. Todos esos trabajos son extraordinariamente importantes y revisten un enorme valor, no sólo para la ciencia, sino también para la imagen que podamos tener de nosotros mismos. Alcanzar un conocimiento correcto del ser humano requiere mucho estudio. Cuantas más personas se dediquen a ello, mejor. Sin embargo, esos libros suelen tener dos defectos. En primer lugar, se escriben principalmente para los colegas científicos sin tener en cuenta al lector profano. Además del necesario bagaje intelectual, requieren unas nociones básicas de psicología y biología. Mucha gente no reúne estos criterios y, por tanto, no tiene acceso a ellos. En segundo lugar, las obras eruditas inducen a creer que hay que emprender una ardua búsqueda para comprender las conductas descritas en ellas, que es necesario meterse en un laboratorio para dar con las peculiaridades del comportamiento humano y que sólo los investigadores expertos —de preferencia con unas gafitas de profesor ajustadas en la nariz— logran detectar en la práctica, tras muchas horas de observación, los resultados de todas esas exposiciones académicas.
En los capítulos anteriores he tratado de esquivar esos defectos. No le he pedido ni bagaje intelectual ni nociones básicas previas. No porque crea que mis lectores carezcan de esas cualidades —ni mucho menos—, sino porque no quería convertir la lectura de estas páginas en una tarea laboriosa. Un pedacito de ciencia fácilmente digerible antes de irse a la cama… No hace falta nada más para aprender de forma relajada algo nuevo sobre nosotros mismos. Además —y este era mi objetivo principal—, quise romper con el arrogante planteamiento según el cual se precisa de un costoso trabajo de laboratorio y de refinadas técnicas de observación para poder ver, oír y oler la evolución que se ha venido operando en nuestra conducta. Todo lo contrario. Por todas partes se detectan restos de conducta del pasado perceptibles para cualquiera que se lo proponga. En la calle, en la televisión, en una terraza, en el supermercado, en el autobús, en el restaurante, en la sala de espera, en todos los lugares que frecuentamos a diario, los seres humanos parecen comportarse como si estuvieran ilustrando con sus gestos un tratado de etología. Nuestro lenguaje, tanto oral como escrito, también presenta fósiles de conducta milenaria. Para descubrirlos sólo hay que escuchar lo que dice la gente y cómo lo dice, leer lo que escriben, prestar atención a lo que les preocupa y a las preguntas que hacen. Si cree necesitar un laboratorio para poder contemplar fenómenos propios de la biología de la conducta y la psicología evolutiva, fíjese en cualquier persona que se cruce en su camino. Joven o mayor, mujer u hombre, grande o pequeño… Nosotros mismos somos los mejores ejemplos de la biología de la conducta. Las veinticuatro horas del día.
¿Dónde reside la utilidad de este libro? ¿Qué nos aporta el observarnos a través de las gafas de la evolución? ¿Es algo más que un divertimento intelectual del que podemos alardear en fiestas y reuniones de trabajo? ¿O una literatura amena y relajante antes de irnos a la cama? Si usted se conforma con eso, bienvenido sea, pero pienso que hay mucho más. No en vano, el último capítulo se titula «El darwinismo nos hace felices». Contiene una posible respuesta a la pregunta de si resulta útil ahondar en el conocimiento de uno mismo: a mucha gente le ayuda a hallar la paz interior. Y hablo por experiencia propia. Después de entregarme durante varias décadas a la investigación sobre la conducta y la evolución del ser humano he alcanzado un estado que roza la felicidad, aunque tampoco quiero ponerme demasiado eufórico, porque sonaría a narcótico, y me niego a que Marx se apresure a tachar el darwinismo —como la religión— de «opio del pueblo». Es cierto que el conocimiento de la naturaleza humana despeja miedos, y sobre todo dudas. Miedos y dudas suscitados por la búsqueda del sentido de la vida a través de fuerzas y poderes sobrenaturales. La fe puede ser gratificante, pero la comprensión aporta claridad. En este contexto, el darwinismo nos proporciona una herramienta extraordinariamente valiosa, puesto que nos permite adquirir conocimiento sobre el fundamento de nuestro ser: explica nuestra procedencia. ¿Acaso no tenemos todos derecho a descubrir nuestro origen? ¿No debe cada mujer, cada hombre e incluso cada niño tener la oportunidad de atesorar esa riqueza?
Hay otra razón por la que un mayor entendimiento de nuestra conducta no es ningún divertimento superfluo. Posiblemente pasen a ser conocimientos aplicados el día de mañana. En la actualidad la biología de la conducta y la psicología evolutiva son ciencias puras. Los investigadores analizan los fenómenos observados y publican los resultados para la ciencia con mayúscula (y para ganarse el sustento). Sin embargo, no hay que descartar que en breve estas disciplinas contribuyan al desarrollo de las disciplinas aplicadas que se esfuerzan por corregir o sanar la conducta. Sí, sanar, como es el caso de la psiquiatría, que está indagando en nuevos enfoques para tratar mejor las afecciones psiquiátricas. El psiquiatra de hoy no se conforma con la psiquiatría del siglo pasado. Después de que Freud lanzara y dominara el pensamiento psiquiátrico a comienzos del siglo XX, han visto la luz otros muchos paradigmas, de los cuales ninguno resulta totalmente satisfactorio. Es lo que me cuentan los propios psiquiatras, así que no tema que vayan a tomar a mal estas afirmaciones. Aunque algunos sigan idolatrando a Freud u otros buques insignia del pasado, muchos están a la busca de una perspectiva innovadora, entre ellas el planteamiento evolutivo, tal y como sugiero en más de un capítulo de este libro. En un futuro muy próximo, la biología y la psicología evolutivas se unirán en un matrimonio fructífero con la psiquiatría. ¡Será todo un logro académico y médico! Y tendrá consecuencias muy positivas para las personas que sufren trastornos mentales sin visos de mejora.
¿No podrá el conocimiento de los antecedentes de nuestro comportamiento contribuir a prevenir abusos? Ha quedado claro que nuestra conducta actual refleja adaptaciones de hace cientos de miles de años, mientras que nuestro entorno, la tecnología y la sociedad han recorrido una distancia astronómica y han experimentado un cambio radical en lo más hondo de su ser con respecto aquel pasado remoto. A causa de esta falta de equilibrio no sólo mostramos conductas extrañas, sino a veces incluso peligrosas y reprobables: una agresividad desbordante, violencia sexual, opresión, actitudes egoístas… Sería magnífico que pudiéramos redirigir todas esas patologías. Las filosofías y las religiones, las corrientes políticas y las convicciones sociológicas han tratado de embellecer al ser humano. Sin embargo, pese a tanto esfuerzo, seguimos cometiendo los mismos errores que hace siglos, desde la discriminación hasta la guerra pasando por la violación. ¿Me permite que sueñe con que la visión darwiniana nos ayude a avanzar en la búsqueda de un mundo más hermoso? No me malinterprete. No soy tan ingenuo como para creer que Darwin mejorará al hombre y erradicará el dolor del mundo. No obstante, estoy convencido de que el darwinismo puede contribuir a ello. ¿Hasta qué punto? El tiempo lo dirá. Lo único que se necesita para lograr este fin —y ahora estoy siendo muy cínico— son más estudios sobre la evolución humana. Y tres cosas más: educación, educación y educación. Como ya se ha dicho, la ciencia es interesante, buena y noble, pero si el conocimiento no se transmite a las grandes masas de nuestra sociedad, no pasará de ser una obra maestra expuesta en la repisa de la chimenea. Cada día se vuelve más acuciante la necesidad de difundir los logros académicos —no sólo en el ámbito darwiniano, sino en general—, a gran escala, pero con los debidos fundamentos científicos. Me duele tener que comprobar una y otra vez cómo los científicos se niegan a compartir sus hallazgos con el ciudadano de a pie. Y cómo los periodistas, que sí se preocupan por divulgar la ciencia, fallan en su intento al carecer de la formación necesaria. Por eso quisiera hacer dos llamamientos. Por una parte, insto a mis colegas investigadores a que publiquen escritos didácticos. Y, por otra, pido a los periódicos y demás medios de comunicación que informen de la investigación científica con conocimiento de causa, procurando contar con redactores formados capaces de difundir conocimientos en lugar de vender noticias sensacionalistas. Queda un largo camino por recorrer…
Ha llegado la hora de la despedida. Le agradezco de todo corazón que me haya acompañado en este paseo. Gracias por su interés y su inspiración. Sí, inspiración, porque sus preguntas y sugerencias han llegado hasta aquí, hasta mi escritorio. Le he visto pensar y dudar, sonreír y enfadarse, formular objeciones y asombrarse de su propia conducta. Ese feedback convierte toda lectura o conferencia en una experiencia gratificante. Durante cuarenta años tuve la suerte de tratar con estudiantes y oyentes. Gracias a usted, a sus titubeos y sus gestos de aprobación, a sus reparos y sus aplausos, he vuelto a saborear ese mismo placer. Si considera que ha aprendido algo acerca de la influencia de la evolución en el ser humano y su conducta, por mínimo que sea, me doy por satisfecho, de modo que dejo el bolígrafo y, tras un cálido apretón de manos, cierro este libro.