Ellas los prefieren malos

Corre el año 2008. Asisto a la conferencia de un psicólogo en el congreso que celebra la Human Behavior and Evolution Society en Kioto (Japón). El científico ha comprobado que algunos rasgos considerados «antisociales» pueden llegar a tener un impacto curioso. «Me refiero a la denominada “tríada oscura” de nuestra personalidad», declama, «el narcisismo, la psicopatía y el maquiavelismo». Esta última característica une la astucia a la falta de escrúpulos. En el mundo de la psicología es sabido desde hace tiempo que los tres rasgos suelen presentarse simultáneamente; de ahí el nombre de tríada. Se da por sentado que semejante personalidad no debe ser motivo de orgullo. Espanta a los demás y dificulta las relaciones de amistad. «Ello induce a creer que, en un pasado remoto, esta forma de ser no se veía con buenos ojos», prosigue el orador. «Quien llevaba el sello de la tríada oscura en la frente era abandonado a su suerte y tenía pocas probabilidades de recibir apoyo del grupo.»

¡Y, de pronto, el estudio del conferenciante toma un giro inesperado! «Los jóvenes narcisistas, psicópatas y maquiavélicos tienen más amigas y practican más el sexo que los hombres “cariñosos”, y prefieren las aventuras fugaces a las relaciones estables. Al parecer, a las chicas les gustan los tipos antisociales y malos.» El psicólogo subraya, visiblemente satisfecho, que su descubrimiento contradice las afirmaciones evolucionistas darwinianas: resulta inconcebible que una persona antisocial practique más el sexo. Al oír esta conclusión frunzo el ceño. ¿Por qué habría de chocar ese descubrimiento con nuestra visión de la evolución humana? Ante este apasionante conflicto entre la psicología clásica y la biología evolutiva no puedo resistir la tentación de abrir mi ordenador portátil, y comienzo a teclear estas líneas, para disgusto de algunos de mis vecinos. Tratan de ver disimuladamente lo que escribo, pero no dominan el idioma. ¡Qué divertidos pueden llegar a ser los congresos!

Las relaciones fugaces son un fenómeno interesante, ya que resultan rentables desde el punto de vista de la evolución: los hombres que aplican esta estrategia reproductiva pueden tener más hijos que aquellos que se unen fielmente a una pareja estable y sólo tienen descendientes con ella. No hace falta que se preocupen por los cuidados paternos ni que vean crecer a su prole. Pongamos por caso que uno de estos donjuanes prodigue su semen con tal generosidad que logre dejar embarazada a una mujer al mes. Al cabo de cinco años de ininterrumpida actividad, puede sumar fácilmente sesenta descendientes. No pierde el sueño por su bienestar, no necesita pagarles la matrícula ni educarlos o protegerlos de los peligros de la vida, ni siquiera sabe su nombre, pero portan sus genes. ¡No hay nada más beneficioso desde el punto de vista evolutivo! El probo padre de familia que ha permanecido al lado de su mujer, como es debido, ha conseguido dejarla embarazada a lo sumo tres o cuatro veces en el mismo período. Una diferencia nada desdeñable.

Por supuesto, en la práctica no es para tanto. Hasta el seductor más activo sólo podrá acertar en sueños tantas veces como se sugiere en el ejemplo. Y lo que es más, cuando hablamos de la evolución, debemos tener en mente nuestros antecedentes, los tiempos en que nuestra conducta se modelaba a través de la selección natural, es decir, decenas o cientos de miles de años atrás. Por entonces, las circunstancias eran mucho menos halagüeñas y los retoños tenían menos probabilidades de sobrevivir.

A causa del gran tamaño de su cerebro y su cráneo, los niños nacen muy pronto, por no decir prematuros. Por eso necesitan más cuidados y mayor protección para salir adelante que las crías de otras especies. Aquí es donde interviene el probo padre de familia, que se une a la madre durante un período prolongado, o sea en el marco de una relación a largo plazo, para criar junto con ella al niño. Es de todos sabido que en época de nuestros antepasados las madres solteras tenían serias dificultades para mantener con vida y sacar adelante a sus hijos. No todos los descendientes de aquellos zascandiles hiperactivos sobrevivían. Los de los probos amos de casa, en cambio, sí; o al menos tenían más posibilidades de llegar a la edad adulta y engendrar, a su vez, hijos capaces de transmitir los genes paternos.

Son dos estrategias masculinas diferentes para asegurar la reproducción, cada cual con sus propios beneficios evolutivos. Aunque esto explica la conducta de los chicos malos, no aclara por qué las chicas sucumben a sus «encantos». Si las muchachas de hoy sienten simpatía por los tipos de la tríada oscura es de suponer que les ocurría lo mismo a sus lejanas tatarabuelas, por lo que cabe esperar que semejante actitud les reportase alguna ventaja evolutiva. Parecería lógico que las mujeres se sintieran más atraídas por varones formales, fieles y comprometidos con los cuidados de los hijos, aunque sólo fuese para garantizar la supervivencia de los pequeños, pero no es así.

Imaginemos que nuestras lejanas tatarabuelas hubieran ignorado por sistema a todos esos casanovas y no hubiesen cedido a sus insinuaciones. Los rechazados no habrían podido transmitir sus frívolos genes y su conducta no habría llegado a nuestros días. Este razonamiento da a entender que no pocas bisabuelas, al igual que muchas señoritas de ahora, debieron de dejarse seducir por aquellos mujeriegos. Aunque tal actitud pueda parecer contraria a nuestra intuición evolutiva, tiene su razón de ser.

Al mostrarse receptivas a las insinuaciones de los donjuanes, las mujeres tuvieron hijos e hijas cuyos genes encerraban la predilección por las relaciones a corto plazo —y la tríada oscura—. ¡De este modo, se aseguraban un gran número de nietos! Y un gran número de nietos es sinónimo de éxito evolutivo. Si bien es cierto que sus retoños tenían menos probabilidades de sobrevivir, los hijos supervivientes —siguiendo el ejemplo de su padre biológico— les dieron multitud de nietos. Los padres malos engendraron hijos —e hijas— malos que transmitieron los genes malos a las generaciones posteriores.

Ya está. Termino mi relato con la conclusión de que el estudio del psicólogo no contradice la teoría darwiniana, sino que la confirma. Cierro mi portátil, a juzgar por las miradas del resto de la audiencia con demasiado ímpetu. A la pregunta «Any questions?» del presidente, me levanto para pedir la palabra y explicarle al conferenciante —en un idioma comprensible para todos— que infravalora la biología de la evolución. Se me encienden las mejillas. Estamos ya en la ponencia siguiente. Me toca sentarme y callar.