Señora, ¿cuál es su configuración estándar?

El ordenador Apple me mira fijamente como diciendo: «¿Es para hoy?». Tengo intención de redactar algo sobre nuestra ascendencia, pero ¿por dónde empezar? El bloqueo de la página en blanco me paraliza los dedos. Aun así quiero hacer aparecer unas palabras. ¿Qué puedo escribir? Mientras el ordenador espera paciente, contemplo la pantalla y juego con los artilugios que hacen de un apple un Apple. Me encanta el Time Machine. Para los no iniciados: se trata de un programa que permite al usuario regresar en el tiempo y evocar toda clase de archivos, programas, fotos que en su día aparecieron en la pantalla. Cabe la posibilidad de retroceder horas, días, semanas, meses, al gusto de cada cual. Todo ello en un entorno futurista, flotando entre galaxias. Es un juguete divertido, capaz de desviar la atención del trabajo. ¿Bloqueo? Pues me dedico a cavilar un poco.

Imaginemos que el ser humano estuviese equipado con una máquina del tiempo con la que pudiese recuperar todos sus estados anteriores. No de hace meses, sino de hace miles o cientos de miles de años. Imaginemos que Apple nos hubiese dotado de semejante instrumento y nos brindase la posibilidad de rebobinar la evolución volando entre galaxias. ¿Qué aspecto teníamos, por ejemplo, hace quinientos mil años? De acuerdo, sabemos hasta en los menores detalles cómo era nuestro cráneo y tenemos una idea bastante precisa del resto del esqueleto, gracias a los fósiles, pero ¿cómo habría salido nuestra foto si la hubiera tomado por entonces un fotógrafo adelantado a su época? Ya sé que esta pregunta pertenece al ámbito de la ciencia ficción, pero no importa, porque sólo estoy cavilando un poco. Aunque pensándolo bien, en realidad tenemos una máquina del tiempo, no de Apple, sino de materia fósil y de ADN, es decir, nuestros genes. Esas bases de datos contienen muchísima información sobre nuestro pasado, tanto que casi conforman una fotografía de hace quinientos mil años. A ver. Vamos a ampliarla. Mire, aparece un ser humano negro, sin pelaje, con brazos y piernas muy largos, y pelo crespo. ¿Que de dónde saco esto?

En el capítulo «Mujeres de pelo en pecho» ya hablé de nuestro estado de «desnudez» y del atractivo concepto de neotenia, aunque enseguida puntualicé que ninguna explicación encierra toda la verdad. De hecho, nuestra desnudez también está relacionada con el fenómeno de la refrigeración. Analicemos esta afirmación con más detenimiento.

La antropología moderna afina cada vez más la reconstrucción de nuestra evolución, en buena parte gracias al estudio de los genes. Así sabemos que en tiempos muy lejanos se operaron grandes cambios en África. El clima se volvió más seco y los bosques tropicales retrocedieron en beneficio de la sabana. Los alimentos y el agua ya no abundaban como en la selva, donde había de todo en cualquier lado, sino que escaseaban. Para poder comer y beber en condiciones había que recorrer grandes distancias. En el África tropical, bajo un sol de justicia. De modo que surgió un nuevo problema: la refrigeración, para evitar un exceso de calor.

Se trataba de una cuestión vital para el cerebro, extraordinariamente sensible al recalentamiento —esta es una de las razones por las que la fiebre puede llegar a ser peligrosa—. Pues bien, este riesgo de recalentamiento explica por qué nuestros antepasados remotos perdieron el pelaje. Obviamente, no se les cayó en un día —como quien cuelga el abrigo en el perchero a las nueve de la mañana, después del desayuno—, sino en el curso de miles de años, mediante un proceso pausado. ¿Qué ocurrió? Del mismo modo que hoy en día no tenemos todos el mismo cabello, el pelaje de la época variaba de un individuo a otro: unos lo tenían más denso que la media y otros, menos. La selección natural beneficiaba a los seres humanos o, mejor dicho, a los homínidos que lucían un pelaje menos tupido, porque se refrigeraban con mayor facilidad y, por tanto, podían recorrer distancias más largas sin entrar en calor. En consecuencia, el pelaje se fue aclarando, sistemáticamente, paso a paso, durante años, hasta que quedó reducido al mechón de pelo que nos resta ahora y que es motivo de carcajada para los chimpancés. ¿A eso se le llama pelaje?

En el fondo, ¿por qué había que desprenderse de él en el caso de los homínidos? ¿Acaso no hay en las zonas cálidas muchos animales de abundante pelaje? ¿Por qué iban a beneficiarse nuestros antepasados de tener la piel lisa? El secreto está en las glándulas sudoríparas. Existen tres tipos: las sebáceas, las aprocrinas y las ecrinas. Las dos primeras segregan una excreción sebosa y, como van unidas a los pelos, son muy numerosas en las especies con pelaje. Las glándulas ecrinas, en cambio, se reparten por la piel con independencia del pelo y segregan una excreción acuosa conocida como sudor. Tienen la excepcional ventaja —mucho mayor que en las otras dos clases— de que pueden rebajar considerablemente nuestra temperatura: el sudor se evapora mucho antes que el sebo, restando calor a nuestro cuerpo. Ese magnífico mecanismo está ausente en las especies portadoras de pelaje. Usted sin duda habrá visto sufrir alguna vez a un perro por culpa del calor. Con la lengua fuera no para de jadear en un intento por disminuir la temperatura de su cuerpo. Sus glándulas no son tan eficaces como las nuestras. Más vale, por tanto, colgar el abrigo en el perchero y sustituirlo por unas glándulas sudoríparas que funcionen. Incluso sabemos más o menos cuándo se produjo el cambio: hace aproximadamente 1,6 millones de años, en tiempos del Homo erectus; algunos llaman Homo ergaster a la variante africana.

Cuando los blancos nos miramos al espejo vemos un ser de piel rosada, pero ¿no mostraba la foto de la máquina del tiempo un ser negro? En efecto, y eso tiene explicación. Si bien la desaparición de nuestro pelaje redundó en beneficio de la regulación de la temperatura, nos causó otro problema: la desastrosa influencia de los rayos ultravioleta a los que el sol nos somete de continuo. Estos rayos son muy peligrosos para el ADN de la piel y pueden provocar un crecimiento incontrolado de las células, es decir, cáncer. Por tanto, es aconsejable no tomar el sol (ya sé que no soy un tipo agradable). Tras la pérdida de nuestro pelaje, los rayos ultravioleta debían ser retenidos por otra barrera. Se la conoce como «melanina», un colorante oscuro que fabrica la piel. «¿Y esa barrera se activa al tomar el sol?», querrá saber usted. Pues sí, es una señal de que su piel corre peligro: trata de protegerse si no la protege usted.

El Homo erectus no necesitaba exponerse al sol para que se activara la melanina, puesto que la selección natural lo dotó de unos genes que le proporcionaban un color negro permanente. Mientras el pelaje se fue perdiendo poco a poco por el efecto de la selección natural, la piel se volvió cada vez más oscura. Los genes se encargan de que la piel sea negra desde el nacimiento para protegerla de los rayos ultravioleta. Son esos genes los que desempeñan el papel de máquina del tiempo y los que, al ser analizados, indican cuándo se operaron estos cambios. Pero bueno, la descripción de esta técnica rebasa los límites de mis cavilaciones. Con sol o sin él, la piel oscura persistió. Por eso aparece un individuo de piel negra en la fotografía.

En la imagen de la máquina del tiempo, los brazos y las piernas aparecen más largos de lo que son en la actualidad. Gracias a ello, nuestros antepasados corrían con más soltura y velocidad y se refrigeraban mejor. Cuanto más largos los miembros inferiores y superiores, tanta mayor la superficie corporal con respecto al volumen del cuerpo. Es como en las fórmulas que permiten calcular la superficie o el volumen de una esfera. Se sirven respectivamente del cuadrado y de la tercera potencia; cuando una esfera crece, el volumen se incrementa más que la superficie. Cuando los brazos y las piernas se vuelven largos y estrechos, en vez de cortos y gruesos, se gana superficie más que volumen, es decir, glándulas sudoríparas. Y este fenómeno conduce a una refrigeración más eficiente. Las personas que viven en zonas frías, por ejemplo, los esquimales, experimentan la tendencia contraria: tienen piernas y brazos cortos para perder menos calor. En esta ocasión no necesitamos recurrir al archivo genético para asegurarnos de que esta evolución ha tenido realmente lugar: lo vemos en el esqueleto de nuestros antecesores. Disponemos de suficiente materia fósil de la época como para reconstruir con exactitud la forma corporal.

Nos queda el pelo crespo. Admito que carece de nitidez en la fotografía (no es maquinaria Apple, ¿se acuerda?). Si bien es muy probable que nuestros antepasados tuvieran el cabello rizado, faltan pruebas tan contundentes como pueden ser los fósiles. El razonamiento se plantea como sigue. El pelaje no se nos quitó del todo. Conservamos un poco de pelo a la altura del pubis y de las axilas —al parecer, tiene que ver con la propagación de ciertas señales químicas, aunque este detalle no viene a cuento aquí— y sobre todo en lo alto de la cabeza. La selección natural permitió que mantuviéramos una capa de pelaje sobre el cráneo. No porque la calvicie vaya en contra de las normas de la estética, sino por su utilidad a la hora de protegernos del sol. No hay que olvidar que por entonces nuestros antepasados más remotos, los australopitecos, llevaban ya cuatro millones de años caminando erguidos, sobre dos patas, y que el sol les daba de lleno en la cabeza. Justo donde se encontraba el cerebro, tan vulnerable. La pérdida del pelaje permitió bajar la temperatura del cuerpo, pero habría sido nociva si se hubiera extendido a la parte superior de la cabeza. De modo que la cabellera se conservó. El cabello es rico en glándulas sebáceas, al tiempo que constituye una capa de aislamiento contra el sol, una suerte de airbag para rayos solares. Desde este punto de vista, el pelo crespo resulta especialmente eficaz porque los rizos retienen más aire. La evolución siempre favorece el sistema más eficiente. Por eso es de esperar que aquellos antepasados de piel negra y lisa tuvieran el pelo crespo. Aunque hay que reconocer que no es cien por cien seguro…

Mi ordenador no sólo dispone de una máquina del tiempo. Si le tengo tanto apego es también por sus innumerables parámetros de configuración, que el usuario puede modificar a su antojo y adaptar a sus preferencias personales. Sin embargo, en cualquier momento —todo un detalle por parte de los diseñadores del software— existe la posibilidad de regresar a la configuración estándar, «por defecto», o «de fábrica», por utilizar los términos propios de la jerga informática. Mis cavilaciones me llevan a barajar la posibilidad de devolver al ser humano a su configuración estándar, desprovista de todas las fruslerías y añadidos aportados por la evolución. Pulso el botón de la configuración de fábrica. De pronto, aparece la fotografía arriba mencionada. El valor por defecto es el negro. ¡Anda!, ¿no se trata de la imagen de uno de nuestros hermanos del continente africano? ¿Significa esto que el negro de Sudán, Etiopía o Ghana es el representante estándar del ser humano? Sí. En esencia, el ser humano es negro. ¡Qué interesante! Ahora bien, aquí se le plantea un problema al racista, que considera al negro como un ser degenerado y cree en la superioridad del blanco. Le pesará saber que en esencia, es decir, por defecto, él mismo es negro. Luego la evolución le cambió de color, pero ese es otro cantar. Para algunos, el darwinismo puede llegar a ser muy molesto…

Bueno, basta ya de cavilaciones. Va siendo hora de redactar el próximo capítulo. Por ejemplo, ¿por qué nosotros somos blancos y no tenemos el pelo encrespado? Vamos allá.