Un desliz más o menos… ¿Qué más da?
Introducción 1. «¿Te cuesta concentrarte? ¡Pues has salido a tu madre!» «¡Qué inteligente eres! Te viene de tu abuela.» «¡Cómo no iba a cantar bien Nancy Sinatra! ¡Si heredó los genes de su padre!» Estos comentarios le sonarán. Admítalo. Nos empeñamos en explicar las capacidades o los defectos a través del legado de los padres o los abuelos. A veces hasta se tiene la impresión de que la conducta sólo se analiza en términos genéticos, como si la cultura y la educación no ejercieran ninguna influencia. No obstante, al mismo tiempo, la gente se muestra reacia, por no decir hostil, a las publicaciones científicas que aportan una base genética para el estudio del comportamiento. Cuando un científico pretende interpretar la conducta a partir de los genes, el oyente o el lector prefiere apelar a la razón. ¿Acaso no somos seres racionales? Por eso mismo nos resulta difícil aceptar que la conducta humana pueda entenderse a partir de la evolución: si el comportamiento depende en parte de los genes, significa que ha evolucionado mediante el mecanismo de la selección natural y que tiene sus raíces en un pasado lejano. Este razonamiento evolutivo encuentra mucha oposición. ¡Incluso en las personas obstinadas en atribuir su inteligencia o su facilidad para el canto a la abuela o al padre! ¿Extraño, verdad?
Introducción 2. Hace un tiempo me topé, no sin cierto embeleso, con un estudio que ayudaba a aclarar, una vez más, la base genética de la conducta. Confieso que si me llamó la atención fue sobre todo porque yo mismo ya había vaticinado las conclusiones, tanto en mis conferencias como en mis clases; y el caso es que a todos nos agrada que nos den la razón, ¿no es así? Pues bien, lo cuento con mucho gusto. ¿Qué era lo que yo había vaticinado?
En mi libro De brein machine (2008) [«Una máquina llamada cerebro»] describo cómo la conducta monógama de los topillos, unos animalitos muy simpáticos, está determinada por una hormona que recibe el nombre de «vasopresina» y que se produce en la hipófisis. En el ser humano, esta misma hormona regula el agua corporal por medio de la tensión arterial y los riñones. Según había quedado demostrado en estudios anteriores, los topillos machos que presentan una gran cantidad de vasopresina en la sangre se unen más estrechamente a su hembra y la defienden con mayor ímpetu contra los machos rivales que los congéneres del mismo sexo con un nivel inferior de vasopresina. Digamos que los animalitos en cuestión se muestran monógamos. Yo preví y vaticiné que ocurriría lo mismo en el ser humano, un dato que por entonces aún no había sido corroborado. Aunque siempre procuro incluir en mis ponencias y en mis publicaciones la información más reciente, la actualidad científica se vuelve enseguida obsoleta. Escribir implica necesariamente… quedarse atrás. De hecho, a los pocos meses de la aparición de mi libro se dio a conocer una investigación que confirma este fenómeno en el hombre. De ahí mi embeleso.
Permítame que se lo explique en términos técnicos. Si no es de su interés, puede saltarse este párrafo. Las hormonas inciden en las células mediante un receptor. Se trata de una gran molécula proteica que se encuentra en la membrana celular. La molécula hormonal se acopla a ella como una llave a una cerradura. El cromosoma 12 alberga un gen que se encarga de producir la proteína receptora a la que puede unirse la vasopresina. Los estudios ponen de manifiesto que la zona de ADN contigua a este gen, en concreto la que se conoce como alelo 334, desempeña un papel importante e incluso ayuda a gestionarlo. El alelo puede estar presente o no en el cromosoma 12. Dado que poseemos dos copias idénticas de cada cromosoma —una materna y otra paterna— y que ambas pueden albergar el alelo 334 o no, podemos no tener ninguna, una o dos copias del 334. Hasta aquí la parte técnica. Pasemos ahora a lo más interesante.
Un buen día unos investigadores suecos se propusieron estudiar la relación entre el número de copias del alelo 334 y la conducta marital. En los humanos, no en los topillos. Después de examinar a 552 pares de gemelos del mismo sexo —hombres y mujeres— encontraron, en efecto, una relación, aunque sólo en los varones: a mayor número de copias del alelo 334, mayor infidelidad. Los hombres que carecían del alelo resultaban ser más fieles. ¿Cómo decía usted? ¿Que la conducta no tiene base genética?
Y esto no es todo. Los varones portadores de dos copias resultaban ser más remisos a contraer matrimonio; y en caso de estar casados, protagonizaban un mayor número de crisis maritales que los hombres que no tenían ninguna o una copia. Además, los científicos llegaron a la conclusión de que también el grado de satisfacción de la pareja estaba vinculado al alelo 334: las mujeres cuya pareja carecía del alelo se mostraron mucho más satisfechas que aquellas cuya pareja era portadora de una o dos copias. En resumidas cuentas, la intensidad con la que un varón se une o se puede unir a una mujer depende del número de copias del alelo 334 que albergue su cromosoma 12. Teniendo en cuenta que hay un gen que regula la producción de la cerradura en la que la hormona vasopresina encaja como una llave, queda demostrado que existe una relación directa entre la vasopresina y la conducta monógama del hombre. Mi pronóstico se ha visto confirmado, lo cual es siempre de agradecer.
Una copia más o menos de un simple alelo determina si el hombre será fiel o no a su pareja. Como era de esperar, la prensa estadounidense no tardó en hacerse eco del notición: enseguida se instauró la frase «la culpa es de mi vasopresina» para justificar cualquier desliz. Sobra decir que esta es una conclusión absolutamente ridícula y desproporcionada. De ninguna de las maneras los genes determinan la conducta por sí solos, sino que intervienen junto con otros factores. En algunas circunstancias pueden empujarnos hacia uno u otro comportamiento. Sin embargo, en última instancia y pese a ser portador de dos cromosomas 12 que albergan un copia del alelo 334 cada una, siempre cabe la posibilidad de hacer caso omiso de los genes y mantenerse fiel a su pareja. Y a la inversa: quien carece del 334, puede optar por tener más de una relación. Sin embargo, es cierto que los genes aumentan la probabilidad de que nos inclinemos por una u otra opción.
A estas alturas sin duda se estará preguntando qué ocurre con la mujer y la monogamia. Pues bien, la vasopresina no incide en la fidelidad femenina. En muchos aspectos, las mujeres son distintas —léase más complejas—. En ellas es la oxitocina la que desempeña un papel preponderante a la hora de establecer contactos sociales, pero ese es otro cantar.
Es bueno saber lo que acabo de exponer en este capítulo, ya que nos permite comprender que la selección natural ha moldeado nuestra conducta, también en el ámbito social y, más en concreto, en un asunto como la fidelidad a la pareja. La conducta social —y, muy en particular, la unión en pareja— ha sido siempre un factor clave en la evolución humana. De los estudios se desprende que, tras sufrir algunas mutaciones, los genes encargados de garantizar el correcto funcionamiento de la vasopresina —la hormona que durante millones de años ha ayudado a regular los flujos de agua de nuestro organismo— han contribuido enormemente al desarrollo del ser humano. Los elementos más pequeños pueden tener un gran impacto en la evolución, y en nuestro cerebro.
Es evidente que Nancy heredó sus dotes de cantante de su padre Frank, quien, todo sea dicho, andaba escaso de vasopresina. Ahora bien, si la niña se hubiera criado en una choza de paja en el desierto del Kalahari, con toda probabilidad jamás habría llegado a entonar «These boots are made for walking».