Sobran chicas en la calle

¿Le parece que este título es una exageración? ¿De veras hay demasiadas chicas en la calle? Con independencia de que su respuesta sea afirmativa o negativa, lleva usted razón. Las chicas tienen derecho a estar en la calle, al igual que los chicos, pero no me refiero a eso. Vemos más mujeres en nuestro entorno de las que hay realmente, y eso no sería ningún problema si no fuera porque en general son demasiado hermosas para ser de verdad. Por supuesto, no estoy diciendo que todos veamos fantasmas o espejismos. Desde luego que no. Ahora bien, nuestras calles —y también los periódicos, las revistas y otros medios— se adornan con anuncios publicitarios protagonizados por atractivas mujeres. No necesitamos buscar mucho para poder contemplar alguna belleza. ¿Y qué tiene eso de malo? ¿Acaso le molesta a alguien? Sí y no. Puestos a elegir, pocos se opondrán a que nuestro entorno se embellezca de esa manera. Sin embargo, no somos conscientes del problema subyacente. Un problema que puede llegar a adquirir unas dimensiones considerables. Me explico.

Aunque nos cueste creerlo, la contemplación de tanta belleza a nuestro alrededor no nos sienta demasiado bien. Incide negativamente en las mujeres y también —en contra de lo que pudiera esperarse— en los hombres. Empecemos por las mujeres. Sus congéneres de las vallas publicitarias son hermosas; si no lo fueran, no estarían allí. Son incluso más hermosas de lo que permite la realidad. Armado con recursos informáticos y otras técnicas, el fotógrafo las ha dotado de un refinamiento mayor del que ya poseen de por sí. A las modelos se las selecciona por su juventud, belleza, elegancia, atractivo sexual…, pero el software —no el de ellas, sino el del ordenador— lleva todos esos bonitos rasgos femeninos a un extremo supranormal, hasta el punto de que Claudia Schiffer ya ni se reconoce. Ello hace que las mujeres de carne y hueso se vean obligadas a competir con unas rivales intangibles. Jamás podrán emular aquellas cualidades exuberantes. El maquillaje y la vestimenta no pueden con el software que confiere a las adversarias virtuales un carácter sobrenatural. Aunque ninguna mujer lo admitirá, la competencia tiene un efecto oculto, y es que hunde un poquito a cada una de ellas. Esta no es una base ideal para sentirse a gusto consigo misma.

La explicación radica en el hecho de que, durante cientos de miles de años, nuestros antepasados vivieron en comunidades mucho más pequeñas que las nuestras. Los grupos solían tener entre un centenar o dos de miembros, de los cuales la mitad pertenecía al otro sexo. Por lo tanto, las mujeres tenían relativamente pocas competidoras a la hora de ganarse el favor de los varones. Imaginemos a un grupo de 150 personas. Entre ellas habría unas 75 mujeres. Hay una que quiere probar suerte. Si descontamos a las niñas y las abuelas, le quedan 40 rivales potenciales. La mitad son más feas que ella, de modo que en la lucha por un marido competirá a lo sumo con 20 adversarias. En esas condiciones, basta con esforzarse un poco; unas ganarán y otras perderán. Sin embargo, hoy en día hay miles de rivales, algunas de ellas de una belleza inalcanzable que las vuelve imbatibles. Eso hace que las mujeres se sientan desagraciadas, inútiles y fracasadas… Afortunadamente no en exceso, pero sí lo justo para ver empañada su felicidad. En algunos casos, este fenómeno aparentemente inocente cobra proporciones alarmantes que pueden desembocar en un sentimiento de inferioridad o incluso en anorexia.

Pasemos ahora a los hombres. ¡Cómo van a tener problemas con esas hermosas mujeres! ¡Cuantas más, mejor! Pues no se crea. Recientemente, ha quedado demostrado que los varones reaccionan de forma negativa a las imágenes irreales del sexo contrario. La contemplación de mujeres bellísimas y extraordinariamente atractivas produce una disminución de la autoestima. Parecería lógico que sucediera lo mismo que en el caso del sexo femenino: como la publicidad no sólo retrata a mujeres exageradamente guapas, sino también a varones muy apuestos, sería de esperar que perturbara el espíritu de competencia masculino. Nada más lejos de la verdad. A los hombres no les afectan los modelos publicitarios de su mismo sexo, pero sí la inaccesibilidad de las bellezas femeninas. A la hora de elegir pareja, suele ser la mujer la que toma la iniciativa. Ella decide quién puede cortejarla y quedarse luego con la impresión de haberla conquistado. Una mujer hermosa elegirá a un hombre que tenga mucho que ofrecerle en términos de apariencia física, estatus, prosperidad y demás. En otras palabras, una mujer bellísima se decidirá por un varón maravilloso. Y ahí está el quid de la cuestión: ningún hombre considera que reúna este criterio y, por tanto, no se atreve a competir con tipos maravillosos, aunque no los vea por ningún lado. Resultado: la autoestima cae en picado.

Esta conclusión se ha comprobado experimentalmente. Cuando la bella mujer del anuncio publicitario iba acompañada de un hombre normal y corriente, la autoconfianza del sujeto masculino que la contemplaba iba en aumento. «Si este lo consigue, yo también puedo conseguirlo.»

La evolución de nuestra conducta constituye una base sólida e interesante para comprender mejor nuestro comportamiento actual. Hacemos cosas que ahora ya no son relevantes, pero que sí lo fueron en su día, en un pasado lejano. No está mal recordarlo. Y estos conocimientos hasta pueden llegar a tener alguna aplicación práctica: cuando los anunciantes embellecen la enésima fotografía de Claudia Schiffer para tratar de vender su producto harían bien en acompañarla de una imagen masculina —mía, por ejemplo— sin retoques.