La raza blanca, salida de la nada

—Buenos días, señor. He leído su última columna sobre la configuración estándar del ser humano. Usted nos compara con unos parámetros informáticos que se pueden revertir a la configuración por defecto. No me lo tome a mal, pero me parece una afirmación bastante grosera. Somos algo más que eso, ¿no cree? Aun sin pretender que presente disculpas, quería comentárselo.

La señora que se sentó frente a mí en el tren me había reconocido. Me entraron ganas de responderle con hosquedad y espetarle vocablos como «metáfora» y «broma», pero al final mostré mi lado más encantador, desplegué una sonrisa e intenté explicarle amablemente que no debía tomárselo «al pie de la letra» o algo por el estilo. A juzgar por las arrugas que le surcaban la cara, tenía ya unos cuantos años a sus espaldas. Y a las personas de cierta edad —como yo— hay que tratarlas con deferencia.

—Vamos a ver —empecé, pero ella me interrumpió de inmediato. Ay, con las mujeres…

—Terminó su texto con una pregunta: ¿por qué nosotros somos blancos y no tenemos el pelo encrespado? Pero antes formuló todo un alegato sobre el hecho de que, en esencia, el ser humano es negro. ¿Piensa escribir su próxima columna sobre este asunto? Me gustaría saber… ¿Qué es lo que va a escribir? Y ¿cuándo se publicará? Y…

Sus frases atravesaban el paisaje a la misma velocidad que el tren, con la diferencia de que este se detenía de vez en cuando en alguna estación. Fiel a las leyes del monólogo femenino, la mujer profirió una cascada de palabras tras otra. Me di cuenta de que, en realidad, repetía mi razonamiento con bastante precisión. Unas veces haciendo memoria «¿Cómo era eso?», otras criticando mi visión reduccionista que volvía a salir a flote cada cierto tiempo, sin dejar de hablar de sexo (¡de modo que también había leído mis otras columnas!), y dándome lecciones siempre. Afortunadamente, viajábamos solos en el vagón. Si quiere saber por qué se sentó frente a mí habiendo tantos asientos libres le recomiendo que lea el capítulo «¡No te me acerques demasiado, por favor!».

Aproveché una fracción de segundo en la que le faltó aliento para decir algo:

—Mire, aunque la cuestión de la piel blanca continúe levantando muchas dudas…

—Sí, sí, siga usted —me interrumpió.

—… estamos cada vez más convencidos de que Darwin iba bien encaminado…

En ese instante, la mujer se reveló como una entrevistadora de primera, como nuestro vagón.

Ella: Empecemos por el principio. Sostiene que nos desprendimos del pelaje hace uno o dos millones de años y que por entonces teníamos la piel negra para protegernos del sol —melanina se llamaba la sustancia, ¿verdad?—, pero ¿cuándo pasamos a ser blancos?

Yo: No se sabe con seguridad, puesto que el color no deja restos fósiles. Con toda probabilidad, el cambio se produjo después de que el ser humano abandonara África, nuestra cuna, decenas de miles de años atrás. Aquella migración tuvo lugar en dirección norte, lejos del sol abrasador. El Homo erectus se desplazó con anterioridad, pero ignoramos cuál era el color de su piel. Por tanto, me limitaré a nuestra especie. En las últimas decenas de miles de años, el ser humano se ha repartido por todo el mundo. Todavía no existe consenso sobre la datación exacta. Se están aplicando diferentes técnicas científicas. Pero bueno, eso no importa. El caso es que el ser humano se mudó a zonas menos soleadas.

Ella: ¿O sea que ya no necesitaba melanina para protegerse?

Yo: Al menos no de forma continua. El mecanismo de protección contra los rayos solares, es decir la presencia de un colorante en la piel, continuó existiendo. Prueba de ello es la gente que se pone morena en la playa. Ahora bien, la falta de necesidad no es razón suficiente para explicar la pérdida del color negro. Una de las teorías más citadas —yo mismo la transmití a mis estudiantes durante años— establece que la tez oscura comenzó a ser un problema en las zonas nórdicas, y por tanto menos soleadas, porque nos aislaba del sol. La excesiva protección dificultaba la producción de vitamina D que, por definición, resulta imprescindible para el correcto funcionamiento de nuestro organismo. Por consiguiente, la evolución nos dotó de una piel blanca, desprovista de barrera contra el sol, para proporcionarnos suficiente vitamina D. Esta tesis se vio confirmada recientemente por la constatación de que la población negra de Bélgica tiene dificultades para producir vitamina D.

Ella: ¡Ajá! Gracias por sus aclaraciones. ¿Piensa escribir una columna sobre este tema?

Yo: Espere, aún no he terminado, en realidad no he hecho más que empezar. Aquella tesis acaba de ser refutada. Así es como funciona la ciencia. Las certezas pueden venirse abajo de un día para otro. Resulta que el argumento de la vitamina se sobredimensionó. El problema de la piel negra no es para tanto. Hay que buscar la explicación en otra parte. Probablemente debemos retomar la idea de nuestro querido Darwin, que en su obra más tardía postuló que las especies humanas son fruto de la selección sexual.

Ella: ¿Ya estamos de nuevo con el sexo? ¡Para una vez que usted se había puesto serio!

Yo: ¡No es lo que piensa! ¡Disculpe! La selección sexual es un mecanismo de la evolución, similar a la selección natural, pero con otras fuerzas motrices.

Ella: La selección natural me la sé al dedillo: los seres vivos se distinguen unos de otros en multitud de aspectos. Algunos están mejor adaptados a su entorno, por lo que tienen mayores probabilidades de sobrevivir y de reproducirse, y por tanto de transmitir sus genes de buena calidad. Por consiguiente, esos genes se propagarán con más fuerza por las generaciones venideras y así es como la especie va cambiando poco a poco. ¿Correcto?

Yo: (aplauso) ¡Enhorabuena! Sólo que yo no hablaría sólo de «especie», sino también de «población»: todo grupo de organismos puede modificarse paulatinamente si la selección natural incide en sus miembros durante un tiempo prolongado. Pues bien, en el sistema de la selección natural, el entorno, el ambiente, es la fuerza motriz: la temperatura, los rayos solares, los alimentos, el agua, los parásitos, etcétera, cualquier elemento presente en el entorno de un ser vivo que a lo largo de cientos de miles de años haya determinado la dirección de los cambios en una población o especie. En la selección sexual, en cambio, es el otro sexo el que marca el rumbo. Aunque en esencia se trate del mismo fenómeno, presenta diferencias suficientes como para ser estudiado por separado.

Ella: ¿Podría poner algún ejemplo? Todo esto me resulta un poco vago.

Yo: Ejem… piense en el gorrión. El macho de esta simpática especie se distingue claramente de la hembra. Él tiene plumas negras en la cabeza, la garganta y el pecho; ella es discreta y de un color uniforme. La superficie negra, es decir, el número de plumas oscuras, varía de un macho a otro, los hay más y menos negros. Está comprobado que las hembras prefieren a los machos más negros como padres de sus polluelos. Sin embargo, esto no ha sido siempre así. Hace muchísimo tiempo hubo gorriones —o al menos hermanos de la misma familia— cuyos machos carecían de adornos oscuros. Por entonces las hembras se regían por otros criterios desconocidos para nosotros a la hora de decidirse por una u otra pareja. Aunque había machos de color algo más oscuro, esa diferencia no tenía importancia; entraba dentro de la categoría de la variedad, un rasgo consustancial a todos los seres vivos. Y después se produjo un hecho curioso, así de repente, como salido de la nada.

Ella: ¡Qué apasionante!

Yo: Apareció una hembra que, por una simple jugada del azar, mostró una preferencia genética por los machos algo más negros. Le atraían los tipos oscuros y no hacía caso a los paliduchos. Cada vez que incubaba unos huevos, el padre resultó ser de rasgos oscuros, con más plumas negras que sus congéneres. Este acontecimiento no habría llegado a los libros de historia si no fuera porque los polluelos que salían de aquellos huevos daban muestras de correlación genética.

Ella: ¿Cómo? No, si al final será mejor que me hable de sexo…

Yo: Significa que heredaron dos propiedades de sus progenitores: por una parte, las plumas negras y, por otra, la predilección por esas plumas negras. Es un dato relevante, porque en lo sucesivo los genes responsables de esas características se vincularon el uno al otro: el gen de las plumas en los machos y el gen de la preferencia en las hembras. El cambio incidental, salido de la nada, que se operó en la madre terminó por propagarse: todos los polluelos hembra se sentían atraídos por tipos oscuros y todos los polluelos macho nacían con plumas negras. Unos y otros procrearon a su vez, transmitiendo los genes vinculados entre sí a sus nietos, y estos a los bisnietos, y así sucesivamente.

Ella: O sea, la peculiaridad de aquella madre se propaga hasta que… hasta… ¿hasta cuándo?

Yo: Hasta que la preferencia por los machos con plumas negras se convierta en algo común y la selección acabe eliminando la ausencia de esa predilección.

Ella: Me parece magnífico, pero creo que me he perdido un poco. ¿Y las hembras que no se sentían atraídas por los tipos oscuros? ¿Ellas también se reproducen, verdad?

Yo: Claro que sí, aunque de una generación a otra van perdiendo terreno ante las hembras que poseen el gen de la preferencia por las plumas negras. Este fenómeno tiene su explicación en el hecho de que la unión entre los dos genes (color negro y preferencia por el color negro) tiene mayores probabilidades de éxito debido a que se trata de una selección dirigida. Dirigida en el sentido de que persigue la aparición de plumas negras en los machos. En realidad, es una forma de favoritismo: las hembras que poseen el gen de la preferencia buscan a los machos de plumas negras. En cambio, los ejemplares que carecen de estos genes se reproducen de manera arbitraria, sin dirección alguna, y a la larga esto se castiga: son arrollados por los demás.

Ella: Aunque se me escapan algunos detalles, las líneas generales me han quedado claras. Ahora comprendo, además, por qué se habla de selección natural: la selección se lleva a cabo a través de la elección de la pareja. Son las hembras las que empujan a los machos en una dirección determinada, y no el clima, los alimentos u otro factor externo. Entendido, pues. Lamento haberle tomado por un obseso sexual. Debo admitir que es una bonita historia, con un final fantástico, aunque el comienzo no acaba de convencerme. ¿Por qué una hembra salida de la nada comenzaría a desarrollar una preferencia por los machos de plumas negras? Usted lo atribuye al azar, pero de ese modo podrían generarse centenares de preferencias diferentes. Puede haber una hembra que se sienta atraída por las plumas verdes; otra, por las patas rojas; otra, por yo qué sé…

Yo: Muy buena observación. Es un punto importante con el que la biología luchó durante mucho tiempo. La gran diferencia entre las plumas negras y las plumas verdes o las patas rojas radica en que el color negro es un indicio del contenido en testosterona de la sangre del macho. Cuanto mayor sea la tasa de esta hormona masculina, tanto más dominante será el macho y tanto menos le costará imponerse sobre los demás y apoderarse de gran cantidad de alimentos, es decir, mayor será la calidad de los genes que transmitirá a sus descendientes. En este caso, el color negro es sinónimo de un progenitor más fuerte, más sano y por tanto mejor. Al carecer de este vínculo genético, al menos en los gorriones, las plumas verdes tendrían menos probabilidades de ganar la batalla.

Ella: Ya veo. Quisiera, sin embargo, señalar que empezamos hablando de personas y, más en concreto, de personas que perdieron su color negro a lo largo de la evolución. Empalidecieron, al contrario que los gorriones.

Yo: El principio es el mismo. En algunas de nuestras antepasadas se originó una preferencia incidental —permítame que lo repita una vez más—, «salida de la nada», por las parejas menos pigmentadas. Y lo más importante: esa preferencia estaba determinada genéticamente. De no ser así, estaríamos ante un fenómeno cultural, una moda, podríamos decir. Al tratarse de un rasgo perdurable, la predilección debió de estar en los genes y, dado que la evolución es un proceso prolongado, existe una probabilidad real de que semejante gen llegue a manifestarse. En nuestros lares, la preferencia por las parejas con un bajo contenido en melanina en la piel fue creciendo generación tras generación. En África, esa tendencia no pudo prosperar a causa del sol abrasador, pero aquí sí. Se produjo por pura casualidad. Podría no haberse producido. En ese caso usted y yo seríamos negros.

Ella: ¿También tiene que ver con las hormonas?

Yo: (Me quito un sombrero imaginario y finjo apretarlo contra el pecho.) Una vez más, debo ser sincero y reconocer que aún es una incógnita. ¿Tenían nuestros antepasados alguna ventaja al elegir una pareja paliducha? ¿Qué ventaja? Podemos aventurar varias conjeturas, por ejemplo, que alguien con menos melanina produce más vitamina D y por tanto está en principio más sano. Como ya he explicado antes, se trata de un efecto inapreciable. Aun así, y habida cuenta de que los cambios introducidos a lo largo de la evolución se operan con lentitud, esta propiedad puede ser suficiente para puntuar. En ese caso, una piel blanca sería indicio de mejor salud y podríamos suponer que, en virtud de ello, la preferencia por la palidez comenzara a propagarse por nuestras latitudes. En cualquier caso, nuestros antecesores se volvieron pálidos a lo largo de un período de miles de años. Necesitamos pruebas para poder aceptar como válido el factor sanitario. Esperemos que los científicos las encuentren.

Ella: ¿Podemos aplicar este mismo razonamiento a otros rasgos raciales distintivos?

Yo: Por supuesto. Cito algunos: la forma de la cara, el color y la estructura del cabello, la talla… Dentro de una población determinada, todos estos elementos pueden verse alterados como consecuencia de la selección sexual. La probabilidad de que esto ocurra aumenta si los parámetros sujetos a variación están ligados a algún gen o a la salud. Esto nos permite explicar por qué los blancos no solemos tener el pelo crespo, por qué los asiáticos tienen el cabello negro y lacio y los ojos rasgados, etcétera.

Ella: Pero entonces, ¿tiene sentido que sigamos hablando de razas?

Yo: Sí, por supuesto, las razas existen, aunque actualmente van surgiendo voces que defienden lo contrario. Es cierto que las diferencias genéticas no son muy grandes, pero las que hay son suficientes para establecer una distinción. Todo depende de lo que se entienda por el concepto de «raza». En principio, tiene que haber diferencias físicas y genéticas. Y las hay: una persona negra se distingue de una blanca por el color, la forma de la nariz, el cabello, y todos estos rasgos están en los genes. Aun así las divergencias genéticas son inferiores a la variedad que pueda existir dentro de un grupo de blancos o un grupo de negros. Por eso hay quien afirma que no hay razas. En cualquier caso, no tiene mucho sentido distinguir entre razas como si se tratase de especies diferentes, porque semejante enfoque conduce a la discriminación. Y así volvemos a la visión de Darwin: en su opinión, la selección sexual demostraba que todos los seres humanos constituían una única especie y eran todos iguales. Esa afirmación resultaba imprescindible para poder aducir argumentos en contra de la esclavitud. Obviamente, Darwin tenía razón.

Ella: ¿Piensa incluirlo todo en su columna?

Acto seguido, la buena mujer volvió a subirse a su locomotora de palabras; había tenido que escuchar demasiado rato. Repitió mi exposición, añadió algunas observaciones de su propia cosecha y pasó revista a su familia al completo. ¡Venga a parlotear! Me bajé antes de tiempo.