¡Ay, mamá!

¿Se le ocurre algo más aburrido que esperar en una sala de espera? A mí no. Hoy me toca. La literatura obligada —revistas viejas y baratas— no me atrae. De modo que me dedico a observar a la gente, porque es difícil estar solo en un lugar como este. Frente a mí está sentada una madre con dos hijos pequeños que parecen ser fotocopias el uno del otro. Deben de tener unos tres años y sospecho que son mellizos. La espera se les hace larga. Empiezan a dar la lata. La madre trata de calmarlos hasta que el médico venga a liberarla. Pone en práctica todos los trucos que se saben las madres: reprimendas, maniobras de distracción, carantoñas. Esto último me interesa, así que saco mi bolígrafo y cojo una revista manoseada. Trazo una línea vertical en la cubierta y comienzo a poner marcas: las de la izquierda hacen referencia al niño de la izquierda y las de la derecha a su hermanito. Tomo nota de cada arrumaco, besito, mimo, palabra cariñosa… Debo actuar con la máxima discreción, porque la madre se siente observada por el viejo profesor y se está poniendo nerviosa ella también. La abuela acompaña a la mamá y a los dos niños. Pregunta en voz baja:

—¿El médico tiene que ver a los dos?

—No, sólo a Jasper. El pobre está otra vez enfermo.

Dado que tanto uno como otro continúan haciendo de las suyas, ignoro cuál de los dos es Jasper, pero lo descubriré antes de que el médico venga a buscarlos. Sólo es cuestión de seguir añadiendo marcas. A los veinte minutos oigo que alguien se acerca por el pasillo y hago el balance: a la izquierda hay dieciséis marcas; y a la derecha, trece.

«Muy bien», pienso para mí. «Jasper es el de la derecha.» El médico abre la puerta de la sala de espera, la madre se levanta con el niño de la derecha y pide al hermanito que se quede un momento con la abuela. Cierro el puño y recojo el brazo con gran velocidad como si tirase del freno de emergencia:

Yes!

Todos me miran con enojo. Pero se confirma una vez más.

¿Qué es lo que se confirma? Primero ruego a las madres que no continúen leyendo. Esto no es para mamás que adoren a sus retoños, porque lo que sigue es horrendo. Voy a hablar de la discriminación de los hijos por los padres. Y ahora las mamás que no me han hecho caso ponen el grito en el cielo y barajan la posibilidad de llevarme ante los tribunales. «¡El amor maternal es sagrado! ¡Las madres no discriminan a sus hijos!» ¡Tranquilícense, señoras, no disparen al mensajero! Sólo pretendo exponer al lector algunos datos científicos que pueden contribuir a comprender mejor la evolución de nuestra conducta.

Según la famosa hipótesis del bebé sano, la madre prestará especial atención a sus hijos sanos. Los colmará de mimos y jugará más con ellos que con los hermanos que tienen la mala suerte de tener peor salud. Si bien el razonamiento subyacente es de una gelidez escalofriante, resulta absolutamente comprensible desde un punto de vista evolutivo. Descendemos de nuestros antepasados remotos porque lograron reproducirse con éxito. No basta con tener hijos, también hay que tener nietos. En caso de que los hijos se queden sin descendencia, el éxito reproductor a gran escala es nulo. En un pasado lejano, los niños más débiles tenían menos probabilidad de sobrevivir. Cubrirlos de atenciones era una mala inversión, por no decir a fondo perdido. En cambio, los hijos sanos y fuertes ofrecían mayores garantías: ellos sí podrían dar nietos a sus padres. En resumen, los progenitores que invertían sobre todo en sus hijos sanos, en detrimento de los más débiles, tenían por término medio más nietos, y por tanto también más posibilidades de ser nuestros antepasados. Los sistemas de conducta evolutivos se siguen transmitiendo de generación en generación hasta el día de hoy. Por eso se puede predecir que los padres invertirán más en un niño más sano. Así es como nació la hipótesis del bebé sano.

Ya lo sé, usted me aborrece y opina que la etología y la psicología evolutiva son unos perfectos disparates. Pero antes de que me crucifique definitivamente quisiera presentarle con toda tranquilidad algunos resultados científicos. De unas mediciones llevadas a cabo en Estados Unidos se desprende que el abandono, la adopción y el internamiento (sin motivos médicos) se producen con mayor frecuencia entre niños discapacitados —cuyas posibilidades reproductoras son menores— que entre niños sanos. Este argumento sin duda no le convencerá, porque argüirá que los niños discapacitados constituyen un caso extremo más bien excepcional. Por eso le ofrezco los resultados de un estudio comparativo detallado y muy minucioso de una muestra de gemelos. La comparación se establece en virtud de dos criterios: estado de salud y atención recibida de la madre. Las conclusiones son asombrosas. Con cuatro meses, la mitad de las madres prestaba especial atención al bebé más sano, en tanto que la otra mitad trataba a los dos niños por igual. Con ocho meses, todas las madres dispensaban un trato preferencial al bebé más sano. Estos resultados corroboran la hipótesis, por escalofriantes que nos puedan parecer.

Después de tanta crudeza conviene relativizar unas cuantas cosas. Afortunadamente, las diferencias entre la inversión en un hijo sano y otro más débil suelen ser mínimas. Hay que llevar a cabo unas observaciones rigurosas y esmeradas para poder medirlas. Ahora bien, conviene saber que existen. Podríamos seguir analizando toda una serie de estudios científicos que apuntan en la misma dirección, pero eso no nos aporta nada nuevo. Los comentarios anteriores bastan para comprender que en no pocas ocasiones tenemos una idea equivocada acerca de nuestra conducta. Solemos atribuirnos un exceso de racionalidad o amor, sin tener en cuenta los móviles a menudo desconocidos e inconscientes, heredados de un pasado remoto, que nos empujan en tal o cual dirección.

Ahora voy a enemistarme con los abuelos. ¡Ay, ay, ay!, ellos también discriminan a sus nietos. En su caso, la distinción no gira en torno a la salud, sino que tiene que ver con quién les ha dado los nietos, el hijo o la hija. Le advierto de que también es un asunto muy desagradable. Verá, en los animales cuya fecundación se produce por vía interna, como nosotros, el macho jamás tiene la certeza de ser el padre de la cría —el hijo en la especie humana— que crece en el vientre de su pareja. Tal vez el padre sea otro macho que haya depositado su semen dentro de ella. El adulterio no constituye ninguna excepción en el reino animal, incluida nuestra especie. A lo largo de toda la evolución, la llamada «incógnita de la paternidad» ha influido en la conducta masculina. ¡Inconscientemente, claro está! Aun así el hombre tenía interés en ayudar a sus hijos, porque sin ellos no habría reproducción. De todas maneras, merecía la pena no invertirlo todo en la familia. Había que guardar parte de la energía y los recursos para incrementar su prole con otra mujer. Era una manera de incrementar el rendimiento. No hace falta precisar que no se trataba de actitudes meditadas, sino de móviles inconscientes. Las madres, en cambio, tenían la certeza de que sus hijos salieron de su vientre. A ellas no les corroía la duda. Con independencia de quién fuera el padre, sabían quién era la madre. Por eso se volcaban de lleno con la prole. Hasta hoy. Esto explica por qué las madres cuidan más de los hijos que los padres en cualquier parte del mundo. A fin de cuentas, no es más que el resultado de un principio económico: invierte más en valores seguros.

¿Y los abuelos? En el caso del abuelo, las dudas sobre el parentesco genético con los nietos por parte del hijo se duplican. ¿Es él el padre del hijo? Y de serlo, ¿es el hijo el padre de los nietos? La abuela ocupa una posición diametralmente opuesta: está cien por cien segura de las relaciones biológicas con los hijos de su hija. Es de esperar pues que los nietos reciban un máximo de inversiones —en forma de dinero de bolsillo, regalos, atención, educación, afecto, etcétera— de la madre de su madre y un mínimo del padre de su padre. La madre del padre y el padre de la madre se encuentran a mitad de camino entre los dos. ¡Ahora todos los abuelos estarán enfadados conmigo! De todas maneras, varios estudios llevados a cabo en miles de abuelos y nietos han demostrado que esta discriminación previsible desde una óptica evolutiva es un hecho, además en los términos que acabo de exponer: la madre de la madre es la que más da y el padre del padre el que menos. Los otros abuelos se sitúan entre un extremo y otro. Una vez más, las diferencias son pequeñas, pero reales. «¿Y si no me cabe la menor duda acerca de mi paternidad y la de mi hijo?», objeta el abuelo. «¿No influye eso en mi inversión?» No, porque se trata de motivaciones inconscientes heredadas de nuestros antepasados. Ellos no tenían esa certeza. Por entonces no se podía mandar analizar el grupo sanguíneo ni el ADN.

Nos guste o no, nuestra conducta en el seno de la familia continúa estando bajo la influencia de la evolución, cuyos rasgos sólo podemos detectar si nos ponemos las gafas de Darwin. No tiene sentido buscar una explicación racional a nuestro comportamiento ni ensalzar el amor de los padres y los abuelos. Durante millones de años, los mecanismos destinados a garantizar el éxito de la reproducción han sido una de las fuerzas motrices de nuestra conducta y ese hecho no se puede borrar así como así.

Jasper y su mamá pasan a recoger al hermano y a la abuela. El crío considera que merece un helado para reponerse del examen médico. Pone carita de pena para enfatizar su ruego. La madre frunce el ceño. Duda de si la inversión vale la pena.

—Cuando sea mayor te daré muchos nietos —alega Jasper, y con ese argumento se gana a mamá para la causa.

—Venga, un helado para ti y otro para tu hermano.

O de cómo la cultura puede corregir los genes.