El chiste del vestido de verano

Misa de domingo. Emiel está sentado detrás de una mujer ataviada con un vaporoso vestido de verano. Al levantarse, la tela se le mete entre las nalgas; y Emiel, tan solícito como siempre, se apresura a soltarla. La mujer se vuelve hacia él y le propina una tremenda bofetada. Al domingo siguiente, Emiel está de nuevo sentado detrás de la mujer del vestido de verano. Al levantarse, la tela vuelve a metérsele entre las nalgas, pero Emiel ha aprendido la lección y ni la toca. Sin embargo, su vecino, que también se ha percatado del problema, se apresta a soltar el vestido. Emiel sabe que a la señora eso no le gusta y vuelve a meter el vestido en su sitio. La mujer se gira hacia él, blanca de pura rabia, y le estampa un tortazo que pasará a la historia.

Es posible que usted se haya reído al leer esta escena. Al igual que yo. Estas historietas son divertidas no sólo por sus ingredientes humorísticos, sino porque nos plantean un doble problema. En primer lugar, está la incógnita de por qué unos chistes nos hacen reír y otros no. En segunda instancia, surge una duda fundamental: ¿por qué nos reímos? A mi juicio, este último asunto merece un análisis más profundo. De hecho, en más de una ocasión he oído preguntas como: ¿en qué consiste la risa?, ¿por qué nos reímos?

Para el que esté interesado en los aspectos técnicos podemos describir la risa como un gesto compuesto por una docena de elementos: desde abrir la boca, estirar las comisuras, producir un sonido característico, echar la cabeza hacia atrás…, hasta dar patadas en el suelo. Aunque no todos estos componentes son necesarios para poder reconocer una conducta como risa, un mayor número de elementos revela un mayor grado de alegría. La risa suele ponerse en el mismo plano que la sonrisa, considerada esta como una variante más débil. Nada más lejos de la verdad. En realidad, estas dos conductas tienen muy poco que ver la una con la otra, aunque la risa puede desembocar en una sonrisa y viceversa. Es posible que esta confusión sea debida al parentesco que existe entre los términos «reír» y «sonreír». La mejor manera de comprender dónde estriba la diferencia pasa por comprobar cuál es el origen de una y otra conducta, tanto en la evolución de nuestros antepasados como en el desarrollo del bebé. Empecemos por nuestros antepasados.

Debemos remontarnos mucho en el tiempo para encontrar las raíces de la risa: están en los simios. Estos animales se caracterizan por dos expresiones faciales que desempeñan un papel importante en la génesis de la risa y la sonrisa. Cuando enseñan los dientes estiran las comisuras hacia atrás y desvelan la dentadura. Resulta interesante estudiar cómo la función de este gesto ha cambiado a lo largo de la evolución. En los simios menos evolucionados es señal de temor. Si subimos algunos peldaños en la escala evolutiva vemos cómo pasa a ser una forma de tranquilizar al otro: un animal dominante da a entender que no hay por qué temer ninguna agresión de su parte. «Tu rango es inferior al mío, pero no pienso hacerte daño.» En otras especies, el gesto va acompañado de un sonido de los labios con el que se expresa el deseo de establecer contacto. Así es como llegamos al ser humano. En nuestro caso, la señal se ha transformado en una sonrisa. Su principal función es mostrar amabilidad. Al sonreír, nos sometemos al otro y frenamos toda agresividad. Este asunto no nos ocupa aquí, sino que se explica en el capítulo «No hay ser humano sin sonrisa».

Los simios se caracterizan por otra expresión facial importante: la de la boca abierta y relajada. Es una conducta propia del juego. Los animales que abren la boca de par en par están diciendo a los miembros de su grupo que todos sus gestos han de interpretarse como un juego. «Acabo de propinarte una bofetada, pero no significa nada, ¡estoy jugando!» Esta expresión es la que ha dado lugar a la risa humana. Según los etólogos, el sonido correspondiente es la señal con la que algún miembro del grupo amenaza a un enemigo común y en cierto modo se burla de él. Para nuestros antepasados, echarse unas risas juntos debió de ser también una conducta que reforzaba la unión del grupo. Al igual que ahora. Desde luego resulta muy divertido desternillarse entre todos a expensas de un pobre diablo que ha cometido una idiotez. Sin embargo, a este último la situación no le hará demasiada gracia, porque queda excluido de las carcajadas comunales y del grupo como tal, y eso es una experiencia muy dolorosa, por breve que sea. El efecto de la risa sobre la solidaridad continúa sentando las bases para el carácter contagioso de la misma. Basta con ver a alguien reírse para que nos sumemos al jolgorio, aun sin conocer el motivo de semejante alegría. Ahora bien, lo que debemos tener claro es que la risa posee un componente agresivo. Si atribuyéramos de forma espontánea una connotación a la risa, diríamos que es un gesto positivo y social, pero no hemos de olvidar que se remonta a una conducta agresiva. Esto queda patente en la fuerza de la risa como insulto: es preferible recibir una bofetada que tener que soportar las burlas de los demás.

En resumen, la risa y la sonrisa no sólo tienen un origen distinto, sino que, además, desempeñan funciones dispares: la sonrisa frena la agresividad y se revela como un instrumento apropiado para los saludos; la risa, en cambio, se relaciona con el juego y tiene un componente agresivo, por lo que no conviene saludar a nadie riendo. Hasta aquí la génesis.

También resulta interesante ahondar un poco en el desarrollo ontogenético, un palabro que hace referencia al cambio individual desde el nacimiento. ¿Cómo se manifiesta la risa en los bebés? Saben berrear como nadie. Nada más llegar al mundo, comienzan a llorar como si la vida les fuera en ello. Sin embargo, la risa sólo entra a formar parte de su repertorio a los cuatro o cinco meses de nacer. Usted ya estará sacando conclusiones: el bebé conoce la tristeza antes que la alegría. Pues no. Puede que mis continuas rectificaciones empiecen a cansarle un poco, pero he de decir que la risa de los bebés no es lo que pueda parecer a primera vista. ¡Está muy próxima al llanto! Verá, los bebés lloran cuando sienten dolor o miedo, en fin, cuando están a disgusto. Y tan pronto como experimentan una sensación agradable, hacen gorgoritos, lo contrario de llorar. Curiosamente, cuando sienten miedo y agrado a la vez, lloran y hacen gorgoritos al mismo tiempo, y esa mezcla es lo que conocemos como risa. La madre arroja a su hijo al aire y lo atrapa: el niño vive una combinación de temor y placer y echa a reír. Esto explica por qué es tan fácil confundir el llanto con la risa en los bebés. Y también en los adultos, cuando lloran de alegría.

En el niño, la risa transmite una experiencia de «temor controlado»: «tengo miedo, pero no pasa nada». Todos recordamos las sensaciones vividas en las ferias de nuestra juventud: la mayoría de las atracciones están pensadas para infundir miedo —a veces tanto que parecen instrumentos de tortura—, al tiempo que ofrecen la certeza de que todo saldrá bien. ¡Qué carcajadas! La mezcla física de terror y divertimento nos hace reír. Vayamos ahora un paso más allá y cambiemos la palabra «física» por «ficticia», es decir, entremos en el mundo de la fantasía. Si nos imaginamos un peligro del que sabemos que no es tal, cabe la posibilidad de que prorrumpamos en risas. ¿No cree que sea su caso? Pues yo creo que sí, porque esa combinación imaginaria entre el terror y la conciencia de que no pasará nada grave es lo que denominamos humor. Los chistes tienen siempre un componente desagradable —a la señora del vestido de verano no le hace ninguna gracia que le toquen ciertas partes del cuerpo—, al tiempo que nos dan la certeza de que no nos pasará nada —que se lleve la bofetada el solícito Emiel, nosotros nos limitamos a observar la escena—. Esa mezcla nos proporciona un sentimiento placentero que se revela en la risa. Y si todo esto lo regamos con un chorrito de salsa social, quedará claro que nos reímos aún más de aquel pobre diablo cuando estamos con amigos, incluso si no hay cerveza de por medio.

La combinación entre placer y temor o agresividad se pone de manifiesto cuando el placer prevalece sobre el temor y acaba monopolizando nuestros sentimientos. En ese instante, la risa desaparece. Al gozar de una buena comida o al practicar el sexo no nos reímos, a excepción quizá del momento inicial, cuando existe todavía cierta tensión. Sin embargo, cuando ya sólo hay disfrute, se nos quitan las ganas de reír. ¡Atención con las parejas que caen presa de la risa floja en pleno orgasmo! Puede ser un indicio de que por fin han pillado el chiste del feligrés solícito y servicial que entabla la lucha contra un vestido de verano indomable.