El darwinismo nos hace felices
Hace unos años vi la luz en Amsterdam. Acababa de dar una conferencia sobre el darwinismo. Ya había recogido mi portátil y apagado el proyector de vídeo y estaba a punto de marcharme. No quedaba nadie, salvo un hombre entrado en años y de baja estatura que me esperaba al fondo de la sala. Se me acercó no sin cierta timidez y me preguntó si tenía un minuto. En cada conferencia hay gente que no se atreve a hacer preguntas ante los demás, pero estaba claro que este señor tenía otras razones para hablar un momento conmigo en privado.
—Sólo quiero comentarle una cosa —me dijo con gran tranquilidad—. Sus libros me han dado… paz interior.
Sinceramente, me quedé perplejo y no supe qué contestar.
—Ejem… ¿a qué se refiere? Mis libros tratan sobre… la evolución y la conducta, pero no sobre… la fe ni la filosofía —tartamudeé.
—Pues aun así me ha hecho feliz conocer la visión de Darwin y comprender cómo funciona nuestra conducta —precisó—. Antes creía que había que atenerse a unas normas prescritas para no ser castigado y acabar en el infierno. Ahora entiendo que somos el producto de un proceso evolutivo y que nadie vigila nuestra conducta para luego castigarnos o premiarnos. Gracias a Darwin, he perdido muchos miedos y he encontrado la paz interior.
El hombre justificó su experiencia con numerosos ejemplos, sin darse cuenta de que sus palabras daban un giro a mi pensamiento, para bien.
Jamás había contemplado mis libros desde esa perspectiva, ni mucho menos el darwinismo con D mayúscula. La evolución suele considerarse como un paradigma frío, a diferencia de la religión, que promete atractivas recompensas si uno cumple con una nutrida colección de normas y reglas. Personalmente, siempre he encontrado sosiego en la teoría de la evolución, pero lo atribuía a un extraño rasgo mío personal. El buen hombre me alegró la tarde y me hizo ver la luz.
Al igual que usted, recibo cientos de mensajes electrónicos a la semana, muchos de ellos correo basura, y los demás no suelen contener noticias espectaculares. La verdad es que me paso el día borrando mensajes. Pero qué le voy a contar a usted. Sin embargo, también ocurre que mi buzón de correo me da una alegría. De vez en cuando contiene un mensaje afectuoso o divertido que no me canso de leer. Por ejemplo, de personas que me transmiten una experiencia similar a la del hombre de la conferencia.
«Muchas gracias por divulgar la ciencia», me escribió un día una señora. «He aprendido que podemos vernos como hijos de la evolución y que no hay nada malo o terrorífico en ello, sino todo lo contrario…» El máximo denominador común que queda de manifiesto en estas reacciones es la tranquilidad interior. Todas estas personas me han enseñado que la teoría de la evolución ofrece mucho más que un asidero científico y que ese valor añadido les ayuda a hallar una respuesta a la pregunta de cuál es el sentido de la vida —aunque a mí esa duda me parece superflua—. ¿A qué se debe esto? ¿Qué es lo que tiene el darwinismo para que permita «hallar la paz»? Veamos.
La ciencia nos muestra que la vida surgió por casualidad. Las reacciones accidentales entre moléculas que se produjeron durante muchísimo tiempo generaron sistemas vivos. Puede que esta frase suene a ciencia ficción, pero disponemos de argumentos científicos más que suficientes para demostrar que esos cientos de millones de años bastaron para que pudieran darse todas esas casualidades. ¿No le parece apropiado que hablemos de la esencia de la vida en términos de «improbabilidad» y «azar»? Pues pongamos otro ejemplo que todavía va más lejos: también usted y yo somos el resultado de una casualidad extraordinariamente improbable. La probabilidad de que su padre y su madre se conocieran fue muy remota; y la probabilidad de que este espermatozoide paterno penetrase en aquel óvulo materno, todavía mucho más. En definitiva, somos el resultado de una ínfima probabilidad. Y aun así estamos aquí. Fantástico, ¿verdad? Esto implica que no hay ningún ser omnipotente que decida nuestra suerte, que pueda sacarnos de esta fiesta terrenal, que atormente a unos con un cáncer y a otros con una guerra sangrienta… Significa que debemos cuidar de nosotros mismos y que podemos y debemos tomar la vida en nuestras manos. Ya que estamos aquí por pura suerte, podemos y debemos construir nuestra propia felicidad. Sin infierno ni paraíso. ¿Acaso no es magnífico?
El estudio de la conducta humana demuestra que a lo largo de la evolución nos hemos convertido en el ser más social de todos. Es un hecho que se ha comentado una y otra vez en este libro. Aunque las termitas y las abejas también destacan por su pronunciado carácter sociable, nuestra especie se caracteriza por una continua interacción individual con otros miembros del grupo. Nuestra sociedad —léase grupo— constituye una parte integrante de nuestra biología, hasta tal punto de que no podemos vivir sin ella. Por eso es tan importante que el grupo funcione bien. Cada individuo aporta su granito de arena ajustando su conducta lo mejor posible a la cohesión del grupo. Esto se regula mediante un sistema biológico que tiene su origen en la selección natural y que está arraigado en la naturaleza humana. Dicho de otro modo, el amor al prójimo y la solidaridad están dentro de nosotros y no hay necesidad de buscarlos en ninguna ideología, como si fueran fruto de la reflexión de algún filósofo o teólogo. Sobran las directrices, nos basta con la naturaleza. ¡Qué reconfortante!
La empatía es uno de los mecanismos que facilitan y refuerzan nuestra sociabilidad. Ya sé que es una palabra que se ha puesto muy de moda. De hecho, está en boca de todos los políticos, dirigentes y gurús, pero no la emplean con propiedad. La usan como sinónimo de simpatía, de ponerse en la piel de los demás. Sin embargo, la empatía va mucho más allá. No depende de nosotros. Es un mecanismo biológico que nos permite adoptar los estados de ánimo del otro, experimentar los mismos cambios conductuales y fisiológicos que él, de modo que acabamos sintiendo la misma emoción, a veces de forma inconsciente. Las emociones —como el miedo, la alegría, el asombro, el orgullo, la repugnancia— existen desde hace millones de años y resultan ser unos sistemas de conducta muy valiosos, capaces de optimizar nuestra vida y nuestra convivencia. La evolución nos ha dotado de empatía para brindarnos la posibilidad de transmitir emociones en el seno del grupo de modo que todos los miembros puedan beneficiarse de los efectos de las emociones del otro. En otras palabras, no hemos de aprender a actuar con empatía; sólo tenemos que asegurarnos de no reprimirla. Este regalo de la evolución nos permite afianzar la sociabilidad en nuestras empresas, escuelas, clubes deportivos, etcétera, para así obtener mayores rendimientos.
—Hay algo más… —me susurra el hombre, titubeante—. Ya no me da miedo manifestar abiertamente mi homosexualidad. Usted afirma en sus libros que no es una conducta anómala… Es algo que ya sabía, pero aun así resulta reconfortante leer que tengo razón.
Supuso para él un gran alivio poder desahogarse conmigo, y yo le comprendí perfectamente. La homosexualidad es uno de los sistemas de conducta en los cuales el conocimiento de la naturaleza humana puede ser fuente de sosiego. Durante siglos ha sido considerada como un comportamiento anómalo, una enfermedad que había que evitar y castigar. Y continúa siendo así a día de hoy. Se lo confirmarán los innumerables hombres y mujeres homosexuales que sufren a causa de su orientación sexual y que en algunas culturas son víctimas de represión y maltrato. «El sexo sirve para procrear y la homosexualidad no aporta descendientes, de modo que es una anomalía, un cáncer que hay que extirpar.» Error. La etología y la psicología nos enseñan otra cosa. Es cierto que, en un principio, el sexo nació para engendrar hijos y nietos con el fin de garantizar que los genes se transmitieran de una generación a otra. Sin embargo, con la aparición de los grandes simios, hace millones de años, el sexo asumió una segunda función. Este es un fenómeno que se produce con frecuencia en la evolución: los sistemas que funcionan satisfactoriamente terminan por adquirir un nuevo papel. El bonobo, nuestro primo cercano, descubrió que el sexo también sirve para relajar la tensión, para reforzar los vínculos entre individuos y, sobre todo, para pasárselo bien: la mayoría de los actos sexuales de nuestros primos los bonobos no están relacionados con la procreación. En resumidas cuentas, la conducta homosexual se originó hace millones de años. Surgieron dos sistemas: la heterosexualidad, propia de la mayoría de los seres humanos, y la homosexualidad, que se manifiesta en una minoría. Del mismo modo que hay personas diestras y zurdas. ¿Acaso hay que castigar a alguien por ser zurdo? ¿No es maravilloso saber que la homosexualidad es una conducta humana normal desarrollada a lo largo de la evolución? Aquí no hay dios ni ideología que valgan.
Los estudios más recientes nos hacen comprender mejor la esencia de la homosexualidad en el ser humano. He expuesto estos nuevos hallazgos en el capítulo «Un tanto homosexual y un tanto heterosexual»: no somos ni heterosexuales ni homosexuales, sino algo intermedio, de la misma manera que entre el blanco y el negro hay muchas tonalidades de grises. Poseemos una mayor o menor base genética para la homosexualidad. Si la balanza se inclina hacia un lado, la persona en cuestión será marcadamente heterosexual, en tanto que los seres humanos que disponen de una base genética más pronunciada en el sentido contrario serán marcadamente homosexuales. Entre un extremo y otro existe un continuo de estados intermedios, y es ahí donde se concentra el mayor número de seres humanos. Así las cosas, ¿es legítimo hablar de enfermedad o conducta anómala? El darwinismo nos muestra que la homosexualidad es una conducta humana normal. Y punto.
Podría seguir aportando ejemplos, pero dejémoslo aquí. Ha quedado claro que el conocimiento de la evolución de nuestro comportamiento nos proporciona una sensación de paz, porque nos hace ver que nuestra vida no será condenada. Las sanciones por conducta impropia —es decir, en detrimento del prójimo— emanan de nosotros mismos o de los miembros de nuestro grupo, no de un ser virtual e inaprensible. Conviene recordar en todo momento que el conocimiento del darwinismo y de las raíces evolutivas del ser humano puede ser una fuente de apoyo capaz de competir con cualquier ideología o filosofía e incluso de ganarle la partida.
Dije adiós al hombre que me había confesado su más íntima experiencia con el darwinismo y me adentré en la noche, rumbo a la estación de trenes. Aunque en el exterior reinaba la oscuridad, dentro de mí brillaba una pequeña luz de satisfacción por haber contribuido a que uno de mis congéneres hubiera alcanzado la paz. De camino a casa decidí redoblar mis esfuerzos por difundir el conocimiento biológico del ser humano. ¿Dónde está mi bolígrafo? ¡Qué lujo!