¿Es la paranoia una anomalía?
El matemático llama a su médico de cabecera; está enfermo. Ha introducido el termómetro en uno de los orificios de su cuerpo y lo ha mantenido en esa posición durante diez minutos, tal y como indican las instrucciones de uso, porque para un matemático diez minutos son diez minutos.
—¿Qué le pasa? —pregunta el doctor.
—¡Tengo fiebre! —reza la respuesta.
—¿Mucha?
—37,3 ℃ para ser exactos —precisa el paciente.
—¿Y me hace venir para eso? ¡37,3 ℃ no es fiebre!
El matemático pasa a exponerle su análisis de la situación:
—La fiebre se define como una temperatura corporal superior a la normal, ¿verdad? La temperatura corporal normal es de 37 ℃, ¿no es así? Y 37,3 es más que 37, ¿verdad? Así que tengo fiebre y por eso he marcado su número.
El médico suspira y dice:
—Empezamos a hablar de fiebre a partir de los 38 ℃…
—A partir de los 37 ℃ —refuta el matemático.
Y, acto seguido, se desata una acalorada discusión.
¿Quién de los dos está en lo cierto? Sin duda usted tomará partido por el médico. Aun así tendemos a razonar demasiadas veces como el matemático: en blanco o negro. Estamos sanos o enfermos, tenemos fiebre o no tenemos, nuestro cuerpo —o nuestra mente— funciona de forma normal o anormal, una persona es heterosexual u homosexual… Sin embargo, la disputa entre el matemático «enfermo» y el médico irritado demuestra que entre el blanco y el negro existe toda una escala de grises. Con 37,3 ℃ no presentamos ningún síntoma, de modo que no estamos enfermos. El paso de «sin fiebre» a «con fiebre» es gradual. Por trivial que pueda parecer, no solemos pensar en términos de gradaciones, sino que acostumbramos a adoptar una visión blanca o negra. La transición gradual es un fenómeno común en el que se pasa progresivamente de un estado —sano— a otro —enfermo—. También es aplicable a nuestra conducta y a los estados mentales.
Contemplada a través de unas gafas biológicas, la transición progresiva de lo normal a lo anormal resulta fácil de explicar. Nuestro cuerpo y nuestra mente carecen de naturaleza digital y no se definen en términos de «uno / cero» o «encendido / apagado». Obedecemos a criterios absolutamente analógicos —si me permiten seguir con la terminología informática—; funcionamos a base de transiciones y pasos intermedios. Ilustraré esta tesis a partir de un estudio reciente dedicado a la paranoia. A un biólogo de la conducta le resulta interesante abordar esta afección desde una perspectiva darwiniana. La paranoia suele considerarse como un estado anormal de la mente que sólo se produce en personas con un trastorno mental: miedo excesivo a ser perseguido o criticado por los demás. Ahora bien, ¿se trata de veras de una enfermedad psiquiátrica? ¿Es lícito verlo en blanco o negro? Me parece que no, porque nos asaltan más pensamientos paranoicos de lo que estamos dispuestos a admitir. A muchos de nosotros la paranoia nos ronda la cabeza. En el estudio que acabo de mencionar se demuestra, en efecto, que la «manía persecutoria» es un fenómeno común. De los resultados se desprende que una de cada tres personas sufre alguna forma de paranoia en la vida cotidiana. ¡Qué susto! ¿Quiere esto decir que una tercera parte de los seres humanos padecemos una enfermedad mental? ¿O indica más bien que tenemos una idea equivocada de nuestra conducta racional y de nuestra capacidad de razonamiento? La última opción parece ser la más plausible, puesto que la razón interviene poco en el día a día. Si nos observáramos a nosotros mismos minuto a minuto quedaría de manifiesto que nos guiamos mucho más por las emociones y los sentimientos, siempre tan activos en un nivel inferior de nuestra consciencia. Analizando nuestra rica variedad de emociones, sólo podemos concluir que los pensamientos paranoicos no resultan tan extraños.
También nos interesa echar una ojeada a las investigaciones experimentales que apuntan a una manera novedosa de afrontar el estudio de la conducta. Me he tomado la libertad de poner estos experimentos como ejemplo, porque, al ser tan originales y rompedores, es probable que en el futuro consigan el respaldo de otros etólogos. Acuérdese de estas palabras proféticas: de aquí a diez años veremos aparecer una gran cantidad de estudios de la conducta, todos ellos cortados por el mismo patrón. ¿Qué patrón? El de las imágenes virtuales. A los sujetos que participaban en la prueba se les entregaban unos cascos de última generación que llevaban incorporadas una suerte de anteojos. El aparato les mostraba un mundo virtual por el que podían caminar libremente. Podían recorrer, por ejemplo, una serie de vagones de metro en cuyo interior se encontraban a «personas» —o mejor dicho avatares— que exhibían un comportamiento normal: algunos leían tranquilamente el periódico, unos miraban al sujeto y otros no, los había que obstruían el paso, etcétera. Un tercio de los sujetos afirmó sentirse observado e incluso amenazado…, lo cual significa que abrigaban pensamientos paranoicos, pese a hallarse en un entorno familiar, por muy virtual que fuese. Antes de la prueba, los participantes fueron sometidos a unos tests psicológicos destinados a medir el grado de ansiedad y a captar la imagen que tenían de sí mismos. Según el análisis de los resultados, los sujetos que mostraron reacciones paranoides en el metro ya sentían ansiedad previamente o tenían la autoestima por los suelos.
Pues bien, si consiguiéramos comprender los fundamentos biológicos de nuestras emociones, tal y como han sido esculpidas y modeladas a lo largo de la evolución, podríamos predecir a partir de una base meramente teórica que la manía persecutoria está presente en la especie humana en general, no sólo en algunos tipos excéntricos y extravagantes. Es gratificante comprobar que el experimento con los avatares confirma este pronóstico. ¿Cómo podemos lograr este propósito y qué hemos de saber sobre las emociones?
En primer lugar, la ansiedad es una emoción básica que nace en un viejo núcleo cerebral que funciona a gran velocidad al margen de nuestra consciencia. Aun antes de que nos demos cuenta de haber visto algo terrible, la amígdala ya está generando ansiedad. Esta es la razón por la que puede aparecer un sentimiento de miedo ante un objeto que, desde un punto de vista racional, no nos quitaría el sueño. Pensemos, por ejemplo, en una manguera tendida en la hierba. Nuestra percepción consciente la clasificará entre los objetos inocuos de caucho útiles para el trabajo en el jardín. Sin embargo, la amígdala puede anticiparse a este registro racional: identifica la manguera con una serpiente y desata una reacción de miedo. Este fenómeno tiene fácil explicación: hace poco que las mangueras han hecho su aparición en la historia de la especie humana; cuando nuestros antepasados se encontraban con algo que se semejaba a una serpiente solía ser realmente una serpiente. Era, por tanto, imprescindible que la amígdala reaccionara de inmediato. Ello hace que la menor perturbación de este núcleo cerebral, por ejemplo la presencia de una hipersensibilidad, pueda afectar seriamente a nuestra conducta produciendo un exceso o una falta de miedo. Los cobayas humanos que en los experimentos arriba mencionados registraron el mayor número de pensamientos paranoicos ya sentían ansiedad antes de participar en la prueba. Cabe la posibilidad de que su amígdala fuera algo más sensible que la del ser humano medio, pero no por eso se trata de excepciones.
En segundo lugar, la amígdala no tiene carta blanca, sino que se halla bajo el mando del cerebro moderno, en concreto el neocórtex. Esta parte, más racional, se encarga de pisar el freno. Es bueno que exista semejante medida de control, porque una amígdala que no dejara de dar la voz de alarma nos impediría funcionar con normalidad. Sin embargo, la supervisión ejercida por el neocórtex también puede desbocarse o quedarse corta, según frene mucho o poco. Un leve defecto del control racional puede dar lugar a un aumento de la sensación de miedo. Es posible que este fuera el caso de los sujetos más ansiosos. A diferencia de la amígdala, el neocórtex ayuda a relativizar las miradas o la actitud de los otros pasajeros, despojándolas de cualquier contenido amenazante. Ahora bien, desde el momento en que falla la comunicación con la amígdala pueden surgir sentimientos paranoides.
El tercer punto está relacionado con una hormona: la oxitocina. Originalmente, en términos evolucionistas, era la hormona del parto y de la lactancia, pero con el paso del tiempo se ha convertido en una hormona social: disminuye la desconfianza innata hacia el otro. El aumento de la confianza refuerza la tendencia a buscar el contacto con la gente. Sin embargo, conviene señalar que la cantidad de esta hormona en la sangre no es constante. El nivel está sujeto a cambios circunstanciales o cíclicos. Además, pueden darse diferencias individuales: no todo el mundo produce la hormona en la misma cantidad. Es de esperar, por tanto, que las personas con un contenido en oxitocina más bajo de lo normal presenten un menor nivel de confianza y detecten antes muestras de hostilidad en las miradas o la conducta del otro. Son especialmente proclives a los pensamientos paranoides.
Resumiendo, la amígdala puede funcionar mejor o peor, la razón puede tensar o aflojar el control y el contenido de la oxitocina en la sangre puede ser mayor o menor. Debido a todas estas fluctuaciones corporales existe la posibilidad de que adoptemos un comportamiento paranoide cuando se produce un cúmulo fortuito de «debilidades». El experimento con los vagones de metro y los pasajeros virtuales corrobora esta predicción. Entre el blanco y el negro hay un mar de gris normal y corriente.
El doctor abandona la casa del matemático sin que la discusión se haya zanjado. «Claro que 37,3 es superior a 37», masculla enfadado mientras se sube al coche, «pero los seres vivos son demasiado complejos como para dejarse encerrar en fórmulas, señor Matemáticas». Ha recetado una píldora a su paciente, un placebo. Tan pronto como el termómetro baje unas décimas de grado, habrá quedado demostrado matemáticamente que la medicina ha surtido efecto. Y todos tan felices.