¡Socorro! ¡No existo!
A veces me atrae la idea de escribir sobre el ser humano desde un punto de vista ajeno al mío, el del etólogo. Entonces me digo: ¡zapatero, a tus zapatos! Sin embargo, cada cierto tiempo hay que darse ese gusto. La última vez que me entraron unas ganas rabiosas de cambiar provisionalmente de oficio fue durante las últimas vacaciones. Me había repantigado en una tumbona junto a la piscina de un hotel y no paraba de mirar a mi alrededor. Había veraneantes por todas partes. Jóvenes y mayores. Mujeres y hombres, niños silenciosos y alborotados, pálidos y rojos. Barrigas y barrigones… Todas ellas personas. En mi cabeza comenzó a proliferar un pensamiento filosófico, relacionado con el ser humano. Con el «yo». ¿Quién soy yo realmente? Una cuestión filosófica, aunque bien mirado tenía también bastante interés biológico, por tratarse del cuerpo y del cerebro.
Nuestro organismo no es muy estable. Sólo hay que fijarse en la sangre. Se renueva continuamente: las células sanguíneas no paran de desintegrarse para luego volver a producirse. Ocurre lo mismo con la piel. Las células de la capa exterior están muertas. Se descaman por decenas de miles cada minuto y pasan a engrosar el polvo que hay por casa. Transcurridas unas semanas, toda nuestra piel está dentro del aspirador. ¡Me despellejo! ¡Mi sangre y mi piel no son las de hace una semana, ni mucho menos las de hace un mes! Aunque el esqueleto nos dura varios años, tampoco es estable. Se estima que anualmente una décima parte del tejido óseo se descompone y es sustituido por materia fresca. Es decir, al cabo de un tiempo, tenemos un esqueleto nuevo. Así es como la mayor parte de nuestro cuerpo se renueva una y otra vez. Sin embargo, hay algunos tejidos que se niegan a entrar en este juego, entre ellos el cartílago, lo cual puede llegar a ser muy molesto. Por ejemplo, si se nos rompe el menisco, estará roto para siempre. El tejido nervioso también se halla al margen de este proceso de desintegración y reconstrucción. Resulta muy peligrosa cualquier lesión a este nivel, porque la recuperación siempre será mínima. En los últimos años ha quedado demostrado que las células del cerebro —a diferencia de lo que llevo enseñando desde hace decenios— pueden seguir dividiéndose y de ese modo reparar zonas dañadas, aunque a una escala muy reducida. Nos pasamos la vida con prácticamente el mismo cerebro. En suma: en vísperas del otoño de mi existencia tengo otro cuerpo que en mi juventud. Mi «yo» material se ha enajenado del «yo» que nació, creció, fue adolescente, anduvo de juerga, trabajó duro… ¿Quién es mi yo corporal? ¿El de ahora, el de poco después de nacer, el de mi treinta y dos cumpleaños?
El «yo» no está vinculado a la materia, me dirá usted, lo moldea la personalidad, el carácter, el conocimiento, la consciencia, o sea, el cerebro. Usted defiende la postura clásica según la cual continuamos siendo en todo momento la misma persona, con el mismo «yo». Esta visión parece corresponderse con el hecho de que nuestro cerebro apenas varía a lo largo de nuestra vida. Sin embargo, la personalidad y la consciencia no se dejan explicar a través del tejido cerebral sin más. Un fragmento de hígado puede funcionar como tal, una taza de sangre posee propiedades sanguíneas, pero una porción de cerebro no hace nada. El funcionamiento del cerebro —mandar ejecutar movimientos, generar sentimientos, despertar interés, crear consciencia…— se origina en una vasta red de millones de neuronas repartidas por un gran número de zonas cerebrales. Las neuronas transmiten señales entre ellas a través de unos circuitos muy complejos, las difunden por varias células y luego concentran el output neuronal en una única célula, reforzando aquí, frenando allá, etcétera. De este modo, nace una interacción que a día de hoy todavía no aprehendemos del todo, aunque sabemos que no permanece invariable en el tiempo.
Resumiendo, la postura clásica del «yo» constante basada en el cerebro no es correcta. Los circuitos cerebrales y los miles de millones de conexiones neuronales cambian continuamente bajo la influencia del entorno. Cada vez que aprendemos algo, ya sea mucho o poco, se establecen nuevas conexiones. Y a lo largo de nuestra vida aprendemos de todo, no sólo el teorema de Pitágoras, sino también cosas como que el precio del pan integral de la panadería del barrio acaba de aumentar en cinco céntimos. Nuestro cerebro tiene siempre las antenas puestas: se caracteriza por una insaciable sed de información y no se cansa de integrar todos los datos obtenidos en circuitos nuevos o ya existentes. Si fuera una biblioteca con miles de volúmenes, un proceso de aprendizaje equivaldría a una nota al margen de una página de un solo libro. En el curso de nuestra vida se llevan a cabo tantas anotaciones que terminan por conformar nuevas obras, es decir, la biblioteca se va ampliando. En otras palabras, si bien el tejido cerebral permanece en buena parte constante a lo largo de nuestra existencia, la estructura microscópica de las conexiones entre células cambia con la misma frecuencia que la piel.
El entramado de los circuitos neuronales constituye un todo intangible que se conoce como consciencia, personalidad, carácter y demás. Hay quien prefiere llamarlo alma. El hecho de que esos miles de circuitos estén sujetos a cambios permanentes implica que también se altera el conjunto. Habida cuenta de todo lo anterior, no podemos sino concluir que el «yo», basado como está en la personalidad y la consciencia, varía continuamente. Poco a poco, las experiencias cotidianas, registradas en conexiones neuronales de nueva formación, van forjando mi «yo» a un nivel microscópico. Finalmente, la suma de todas esas alteraciones microscópicas origina un cambio en el conjunto. Si todas las gotas del mar se transforman, el mar ya no será el mismo. Es lo que ocurre también con nuestro cerebro, siempre cambiante.
¿Resulta difícil aceptar esto? Para muchos de nosotros quizá sí, aunque las modificaciones son claramente perceptibles, pese a que no somos conscientes de ellas. Podemos ver cómo se reestructura nuestra personalidad y nuestra consciencia si nos lo muestra alguien. En este caso, yo. Conforme envejecemos, tenemos más facilidad para observar la evolución de nuestro cerebro desde la distancia. Mis intereses actuales guardan escasa relación con los de hace treinta y cinco años. Algunos —por ejemplo, el interés por el darwinismo— continúan existiendo, aunque en una versión aumentada y corregida. Otros han sufrido un cambio radical o son totalmente nuevos. Antes no quería saber nada de las ciencias económicas, que se me antojaban áridas e insulsas. Ahora trato de evitar cualquier lectura al respecto por temor a ser engullido por una temática apasionante capaz de absorber toda mi energía. También mis gustos se han visto alterados: colores, comida, arte, humor, aficiones, gente, vacaciones y muchas cosas más. ¿Cuántas personas de edad avanzada conservan las convicciones políticas y religiosas que abrigaban con veinte o treinta años en su loca juventud? «¡Pero los recuerdos sí persisten!», objetará usted. En efecto, aunque año tras año se tiñen de nuevos valores y sentimientos. Al fin y al cabo, no son más que reminiscencias heredadas de personalidades anteriores, reescritas una y otra vez. Ni siquiera esa parte de nuestro cerebro es invariable.
Conclusión: soy otro «yo» que hace unos decenios. Simplemente soy otro hombre, otra persona, otro individuo que en mi juventud, aun cuando sigo llevando el mismo nombre.
Imaginemos que los cómics tuviesen razón y que existiese una máquina para regresar en el tiempo. Imaginemos que esa máquina me llevase a mi adolescencia y que me reencontrase conmigo mismo. No le revelaría al joven que soy su «yo» mayor y marchito aunque más sabio. Él me miraría con impertinencia y quizá diría que me parezco a su padre. Que lo oiga el buen hombre, que en paz descanse. ¿Me llevaría bien con ese muchacho? ¿Qué pensaría él de un viejo como yo? Es muy probable que entre nosotros hubiese química. Sin embargo, me hallaría cara a cara con otra persona, un tocayo. ¡No existo! Sólo existen o han existido diferentes «yo». He de tener cuidado con esta clase de razonamientos. Implican que no puedo valerme de mis títulos académicos, porque no los conseguí yo; debería volver a presentarme a todos los exámenes que superé en su día. Y mi mujer ya no es mi mujer; se ha casado con ella otro hombre que lleva mi alianza; tenemos que volver al salón de bodas del Ayuntamiento. Además, he dejado de ser padre, abuelo, hermano… No hago más que aprovecharme de los méritos de otros hombres anteriores a mí: el que estudió y buscó novia, el que se casó con ella, el que procreó, el que trabajó. ¿Y mi casa? ¿Continúa siendo mía? ¿Por qué heredo siempre el nombre de mis «yo»? ¿Y si adopto uno nuevo? Sólo faltaría que me dijeran que se trata de un caso de reencarnación. Que cada «yo» hace renacer al anterior.
¿No le parece una historia apasionante? Saber que su persona, tal cual nació, sencillamente ya no existe. Pues bien, ha llegado la hora del desengaño, como cuando un aguafiestas cualquiera se pone a desvelar la trama narrativa de una película privándola de todo el suspense. El aguafiestas de mi relato ha permanecido invariable desde que nacimos: la base genética, los genes. Haciendo omisión de algunas mutaciones insignificantes que no alteran la esencia de nuestro patrimonio genético, seguimos portando los genes que heredamos de nuestros padres. En realidad, los genes son meros portadores de información. Indican cómo un rasgo de nuestro cuerpo o conducta puede desarrollarse en determinado entorno. Dictan que los tejidos han de ser sustituidos y que el cerebro ha de ser reprogramado continuamente en función de las circunstancias. Y cuando está desgastado por completo, el cuerpo se desecha, por supuesto después de haber engendrado nuevos cuerpos —es decir, descendientes— capaces de preservar y transmitir la información de los genes.
Recapitulemos. El cuerpo, es decir, nuestra apariencia física y nuestra conducta, se desecha una y otra vez. Sólo importa a corto plazo. El interés de los genes, en cambio, es duradero: su objetivo final —inconsciente, por supuesto— es continuar transmitiendo la información genética a lo largo del tiempo, generación tras generación. Y para eso sirve nuestro cuerpo. El cuerpo es un instrumento que permite a los genes proclamar y difundir su mensaje, del mismo modo que el papel puede ser copiado como portador y distribuidor de una idea. El papel puede quemarse; la idea, no. Ya lo explicó Richard Dawkins en 1976 en su obra maestra The Selfish Gene [El gen egoísta, trad. de Juana Robles Suárez, 1988], en la que sostiene que los cuerpos son los vehículos de los genes. Esta afirmación no tuvo una buena acogida entre el gran público, que la recibió como una ducha fría. Desde luego no es agradable tomar conciencia de que existimos, trabajamos, amamos y morimos con el único fin de preservar la información de un grupo de genes. No cosechó aplausos, pero llevaba razón. Cuerpos de usar y tirar y cerebros al servicio de la información genética. Mi apasionante historia ha quedado reducida a un auténtico desengaño.
Menudo chasco. Esta clase de filosofía no conduce a nada. Es contraproducente. No pienso volver a sentarme a cavilar al sol junto a una piscina en mi vida. En adelante me dedicaré a holgazanear y a mirar a las muj…, quiero decir, a la gente. Sin dar lecciones a nadie.