El dolor: ¿un disparate evolutivo?
Según dictan las buenas costumbres, uno no debería escuchar las conversaciones de los demás, pero aun así lo hago sin querer. Un grupo de estudiantes se enzarza en un vehemente debate sobre el valor de los argumentos que se esgrimen para defender la teoría de la evolución frente a las ideas creacionistas. En concreto, se centran en el argumento de que el ser supremo —o quienquiera que haya construido la vida a juicio de los creacionistas— no ha llevado a buen término su cometido, pues existen muchas estructuras que no funcionan correctamente: sufrimos cáncer, hacemos la guerra, nos atragantamos al comer… De haber existido un creador todopoderoso que hubiera creado la vida —incluido el ser humano— con amor, habría aspirado a la perfección en lugar de hacer las cosas a medias. Por consiguiente, no se puede admitir la existencia de un ser supremo ni de la creación. Sólo cabe la evolución.
—Muy bien —afirma uno de los estudiantes—, pero ¿es la evolución realmente tan buena y tan fantástica? Pensemos un momento en el dolor. Hay personas que lo sufren durante años o incluso durante toda la vida. ¿Qué función tiene este mecanismo fisiológico? Y si no tiene, ¿por qué ha evolucionado? ¿No habría que desechar también la teoría evolutiva?
Merece la pena profundizar un poco más en este asunto, porque la utilidad del dolor suele ser motivo de controversia, tanto dentro como fuera del contexto evolutivo. ¿Tiene sentido el dolor? Si la respuesta es afirmativa, ¿por qué destroza el dolor la vida de algunas personas?
Quisiera decir a los estudiantes: «Me parece que no es demasiado difícil comprender que el dolor es una adaptación biológica». Encontramos un primer argumento en el hecho de que todos los seres vertebrados poseemos en el cerebro y en la médula espinal unas estructuras extraordinariamente sofisticadas para registrar el dolor. En segundo lugar, está claro que viviríamos menos tiempo si dejáramos de sentirlo. Los pacientes de una afección congénita que se caracteriza por la ausencia de dolor han de tener sumo cuidado con no hacerse heridas. Muchos de ellos mueren a una edad temprana. El dolor nos indica que nuestro cuerpo está en riesgo ante unos problemas que pueden impedir el correcto funcionamiento de nuestro organismo o hacer peligrar nuestra vida. Cuando nos torcemos el tobillo, el dolor nos incita a descansar hasta que el daño esté reparado. Se trata, por tanto, de una adaptación valiosa. Los genes responsables de su percepción fueron seleccionados positivamente a lo largo de la evolución y terminaron extendiéndose por toda la población. Por supuesto, ello ocurrió mucho antes de que naciera el hombre, hace cientos de millones de años.
Por otra parte, es cierto que el dolor tiene un alto coste: consume energía y socava otras actividades apreciadas por la evolución, como buscar alimentos, defenderse, cortejar a una posible pareja… Cuando el cerebro considera que basta, manda producir endorfinas para disminuir o detener el dolor. Son analgésicos similares a la morfina que fabricamos nosotros mismos. Sin embargo, esto no siempre es suficiente. En numerosas ocasiones, el dolor continúa, más allá de lo que es estrictamente necesario para advertirnos de cualquier peligro. Pienso, por ejemplo, en el caso extremo de una enfermedad que se eterniza y se acompaña de mucho dolor. ¿Tiene sentido? Podemos hacer dos observaciones al respecto.
En primer lugar, la enfermedad en sí carece de toda utilidad evolutiva. Es probable que, en tiempos de nuestros antepasados, las personas con cáncer —por poner un ejemplo— fallecieran con relativa rapidez: la dolencia las agotaba hasta tal punto que no les quedaba energía para recolectar comida, defenderse y tantas otras actividades. Finalmente, la enfermedad se cobraba un precio mortal. Sin embargo, hoy en día, gracias a nuestros conocimientos médicos y científicos, podemos sobrevivir al cáncer o, en todo caso, vivir con él mucho más tiempo que antes. Lo que tenemos que pagar a cambio es el dolor. Mantenemos de forma artificial la señal de alarma al mantener el daño.
En segundo lugar, el dolor nos preocupa porque resulta muy incómodo. No cabe duda de que es muy desagradable, pero ese es un rasgo inherente a su función: si fuera agradable lo buscaríamos y trataríamos de hacernos daño, y si produjera una sensación neutral nos dejaría indiferentes y no lo tendríamos en cuenta. Por eso, el dolor ha de ser a la fuerza molesto. ¡Aunque a nosotros nos pueda parecer insoportable, a la evolución le da lo mismo! La selección natural recompensa la función de alerta del dolor, pero se desentiende de la sensación desagradable. Simplemente no la toma en consideración. Además, el dolor suele manifestarse sobre todo hacia el final de la vida, en una agonía que puede eternizarse. Por frías y duras que puedan sonar estas palabras, en ese instante la selección natural ya se ha olvidado de nosotros hace tiempo, puesto que hemos dejado de reproducirnos. Si la selección natural no elimina el dolor inútil es porque está fuera de su control y, por tanto, puede seguir existiendo.
Esto no significa de ningún modo que nos hallemos ante una adaptación deficiente y que haya que poner en tela de juicio el proceso evolutivo, como sugiere el estudiante. También el dolor del parto resulta inútil. Hay quien sostiene que, en los animales, un parto sin dolor conduce a una falta de amor maternal, pero esta hipótesis jamás se ha visto confirmada. Los dolores del parto son un efecto colateral de una adaptación extremadamente importante: la reproducción. En el caso del ser humano, estos dolores se fueron agudizando en el curso de la evolución debido al aumento del tamaño de nuestro cerebro y de nuestro cráneo. ¿Por qué no se produjo una ampliación proporcional del conducto pélvico? Porque el ensanchamiento de la pelvis habría supuesto una carga excesiva para la mujer y habría dificultado sus movimientos. En lugar de eso, los niños empezaron a nacer antes —lo que exigía más cuidados por parte de la madre y del padre— y el parto se complicó un poco. En definitiva, el aumento del tamaño de nuestro cerebro logró equilibrar ventajas e inconvenientes. Si bien el dolor figuraba entre las desventajas, no era impedimento para la evolución.
Lo anterior es un buen ejemplo de cómo las adaptaciones evolutivas no siempre —o quizá sea preferible decir nunca— son perfectas. La selección natural recompensa la estructura o el sistema o la conducta que signifiquen una mejora con respecto a la situación anterior. Si un cambio en un órgano garantiza un funcionamiento más satisfactorio, el órgano corregido se verá compensado y seguirá existiendo en las futuras generaciones en detrimento de su antecesor. O para ser más precisos: los genes que se hallan en el origen del progreso son los que terminan propagándose. Aun así cabe siempre imaginar una modificación capaz de propiciar un funcionamiento todavía más apropiado. Si da la casualidad que la mutación previa a esta última mejora se hace esperar, la mejora tampoco se produce. Este fenómeno se aplica tanto a órganos y mecanismos fisiológicos como a pautas de conducta.
Nuestros ojos han sido descritos en muchas ocasiones como instrumentos perfectos, tan perfectos que sólo los puede haber ideado un creador inteligente. Por mucho que tengamos la impresión de que nuestros ojos sean unos órganos inmejorables, estamos equivocados. No somos capaces de ver tonos infrarrojos o ultravioletas, por la noche no distinguimos los colores, no podemos ver detalles de una décima parte de un milímetro…, lo cual nos obliga a recurrir a visores nocturnos, microscopios, prismáticos e instrumentos afines. ¡Sin hablar de los problemas de la vista, fuente de sustento de los oftalmólogos! ¡Cuánta gente lleva gafas! Pues no, nuestros ojos no son perfectos. Sin embargo, son lo suficientemente buenos para que el ser humano —tanto nosotros como nuestros ancestros— pueda funcionar correctamente en su entorno. El que la evolución premiara cualquier mejora en el ojo no quiere decir que exista una perfección del cien por cien. Del mismo modo, el mecanismo del dolor es un diseño evolutivo muy logrado, aunque sin duda es susceptible de mejora.
No quiero que los estudiantes me reprochen mi falta de decoro, así que no intervengo en la discusión que, al fin y al cabo, no debería haber llegado a mis oídos. Abordaré el tema aparentemente de pasada en una de mis próximas clases. Y explicaré que el dolor, por amargo que pueda ser, no está en pugna con la teoría de la evolución, sino que la ejemplifica. ¡Ay!