Perdidamente borracha

La joven detiene el coche ante la señal de alto del policía, baja la ventanilla y esboza una amplia sonrisa. Ojos traviesos. Sonríe al agente con picardía y descaro:

—¿Puedo hacer algo por usted, guapetón?

Con gesto áspero, el policía le acerca el alcoholímetro.

—¿No habrá usted bebido?

—Sí —se ríe la muchacha ruidosamente—. Muchísimo. ¿Y usted?

Unos ojos fulminantes la miran desde debajo de la gorra.

—Tenga cuidado con lo que dice, señora. ¡Conducir ebria ya es lo suficientemente grave como para encima insultar a un guardián de la ley!

—Ay, querido guardián, ¿puede…? —gimotea, pero se ve interrumpida por un grito contundente:

—¿Cuánto alcohol cree que tiene en sangre, señora?

—¿Yo? Nada de nada. Sólo he bebido Coca-Cola light, y mucha feniletilamina. ¿Quiere un poco?

—¿Qué es lo que ha bebido? ¿Fenila…?

El pobre hombre no sabe qué hacer con la joven que, en efecto, está borracha, pero —muy a pesar de él— no de alcohol, sino de amor.

Al igual que el consumo de alcohol, el amor puede embriagar y socavar las facultades mentales y la racionalidad de cualquiera. A diferencia de la borrachera de verdad —que carece de utilidad biológica y no es sino una conducta anómala que hemos inventado porque queremos—, el enamoramiento es un sistema muy relevante formado a través de la evolución sin el cual se complicaría la reproducción. En el caso de la embriaguez de alcohol, es la molécula etanol la que provoca el estado de embriaguez, mientras que en el enamoramiento entra en juego un cóctel en el que la molécula feniletilamina —conocida también como PEA— es la principal responsable del estado de felicidad. Pero no nos precipitemos, no vaya a ser que nos salgamos de la curva con tanta borrachera.

La reproducción es un asunto peliagudo. Los hombres han de asegurar que uno de sus millones de espermatozoides dé con un óvulo, y las mujeres tienen que esforzarse para que uno de sus óvulos salga a recibir un espermatozoide. Si tenemos en cuenta que el ser humano siente una arraigada timidez, por no decir temor o agresividad, ante la cercanía de otras personas —un fenómeno que se estudia en la llamada proxémica (véase el capítulo «¡No te me acerques demasiado, por favor!»)—, no debe de ser nada fácil que un espermatozoide entre en contacto con un óvulo. No quiero perderme en detalles, pero conviene subrayar que la unión entre una célula sexual y otra requiere verdaderos malabarismos en los que el hombre y la mujer deben cooperar al máximo, sin recato ni irritabilidad. Para ello no basta con las reglas de conducta de uso común. De hecho, en condiciones normales, a nadie se le ocurriría tomar parte en semejante proeza, lo cual sería nefasto para la reproducción puesto que dejaría de haber seres humanos. La evolución diseñó un remedio para ese problema: sumerge al hombre y a la mujer en un estado anormal, en una embriaguez que les hace olvidar su recato y su irritabilidad, modifica su capacidad de observación y razonamiento, su percepción, su sensibilidad, su sistema de recompensa… A eso se le llama «enamoramiento». Este sistema funciona, porque el ser humano hace cosas que en otras circunstancias aborrecería. Ni siquiera los múltiples jugos corporales que se liberan para propiciar el contacto entre las células suscitan repugnancia, y todo ello gracias a este viaje alucinógeno. A fin de cuentas, el enamoramiento no es más que una astucia calculada y maligna de la naturaleza para garantizar la continuidad del flujo genético de una generación a otra.

Para la embriaguez más común se necesita alcohol, para el enamoramiento se precisan otras moléculas. La PEA es sin duda la más llamativa. Los norteamericanos gustan de llamarla love drug. Es una sustancia que excita a los enamorados: provoca una subida de la tensión e incrementa el contenido de azúcar en la sangre como fuente de energía. El intenso y prolongado esfuerzo que se realiza a la hora de practicar sexo exige un latigazo energético. Alcanza su punto más alto en el orgasmo, el clímax de la cooperación entre el hombre y la mujer. Más de uno estará pensando: «Lástima que se produzca en el estado de máxima embriaguez. Seguro que nos perdemos algo». Pues no. Más bien todo lo contrario. La embriaguez es imprescindible para poder disfrutar. Sin «borrachera de amor» no hay placer sexual. Del mismo modo que, después de beber un poco más de la cuenta, podemos reírnos de un chiste que en estado ebrio nos parecería tremendamente malo y ridículo.

Para completar la imagen hay que añadir que en el estado de enamoramiento intervienen más moléculas. La dopamina y las endorfinas nos causan una sensación de bienestar. La dopamina actúa sobre el denominado centro del placer —nucleus accumbens para los entendidos—. Se activa también cuando disfrutamos comiendo o bebiendo, y en otras conductas que encierran un premio. Quien considera el sexo como una recompensa —imagino que la mayoría— ha de saber que la dopamina desempeña un papel protagonista. Las endorfinas son analgésicos naturales fabricados por el cerebro que pueden aliviar el dolor, al igual que la morfina. Cuando realizamos grandes esfuerzos producimos endorfinas; nos hacen sentir bien. Tanto si salimos a correr como cuando hacemos el amor. Y luego está la oxitocina, una hormona magnífica pero compleja con múltiples funciones que se fabrica en grandes cantidades durante el contacto corporal. Y los contactos abundan en los esfuerzos por propiciar un encuentro entre un espermatozoide y un óvulo.

En suma, el sistema que la evolución ha ideado para incitar al hombre y a la mujer a que se reproduzcan tiene una sólida base química. Mucha gente se enfada cuando les hablas de la química del amor. Les parece demasiado materialista, reduccionista, biológico, frío. «¿Acaso se reduce el ser humano a un conjunto de reacciones químicas?» Pues sí. Soy un poco desagradable, ya lo sé, pero lo cierto es que los sentimientos que brotan a borbotones cuando uno se enamora —y lo siento para los que detestan estas verdades— están sujetos a la acción de las moléculas. Lo queramos o no. «¿Y qué hay de los sentimientos sublimes, de la belleza, objeto de tantas y tantas creaciones artísticas?», objetará usted. Lleva razón. No hay que olvidarse de ellos, aunque también son el resultado de los procesos eléctricos y químicos que se operan en nuestro cerebro. Las neuronas envían señales a larga distancia y las transmiten entre sí a través de las moléculas. La química está omnipresente.

¿Y el artista? ¿No le queda más remedio que dejar de cantar la belleza del amor? ¿No haría mejor en ponerse a estudiar las moléculas? ¡Qué va! Si el amor se nos antoja hermoso y placentero, pese a los designios terrenales que nos tiene reservados la naturaleza, podemos reforzar esa impresión regándola con ambrosía celestial y artística. Hablar, cantar, rimar, pintar, actuar…; todo ello contribuye a embellecer el amor. ¿Por qué no lo haríamos? La evolución jamás nos ha prohibido que incrementemos el placer por nuestros propios medios, con artilugios que podemos elegir libremente. Siempre y cuando nos reproduzcamos. ¡Artistas, manos a la obra! Con moléculas o sin ellas.

Mientras tanto, el agente de tráfico ha sacado un pequeño manual y busca bajo la B de borrachera y la F de fenilo… ¿cómo era que se llamaba? Sin embargo, no encuentra nada que le pueda ayudar.

—Señora, no sé qué debo hacer con usted. Confiesa estar borracha, pero no ha bebido ni una sola gota de alcohol. ¿Dónde se ha visto eso?

Y ella replica con picardía:

—¿Por qué no echa un vistazo a esto? —mientras señala con el dedo las páginas que usted acaba de leer.

Acto seguido le planta un beso en la nariz, se sube al coche y se aleja derrapando. Peligro de muerte.