No hay ser humano sin sonrisa
Por la puerta del restaurante entra una pareja joven. Ante el protocolario «¿Han reservado?», el chico se disculpa contestando que no. Se muerde el labio inferior mientras sacude la cabeza de izquierda a derecha más tiempo del estrictamente necesario. ¿Acaso se reprocha a sí mismo no haberse atenido a las normas convencionales inherentes a la visita al restaurante? Los ojos de la dueña del local recorren las mesas en busca de una solución.
—Veré qué se puede hacer.
La mitad femenina de la pareja inclina levemente la cabeza, deja caer los hombros y mira la punta de sus zapatos. Como una niña cogida en falta de sopetón. En su cara asoma una mueca temerosa.
La anfitriona se vuelve hacia los jóvenes y, con una amplia sonrisa, les anuncia:
—¡Acompáñenme!
Los tres se dirigen a una mesa junto a la mía. Tras apartar discretamente el cartelito «Reservado», la mujer le hace un guiño a la pareja y los invita a sentarse. El muchacho le lanza una mirada un tanto cohibida, dobla un poco las rodillas, se rasca la cabeza y toma asiento, seguido de su novia. Inclinados el uno hacia el otro como si quisieran unirse por encima de la mesa, miran a su alrededor por el rabillo del ojo. ¿Alguien se habrá enterado de lo que acaban de hacer? ¡Ocupar una mesa reservada sin haber reservado!
Le estoy muy agradecido a la anfitriona. Además de brindarles una solución a los dos jóvenes, me entretiene con un espectáculo divertido mientras espero mi segundo plato. Cada paso, cada movimiento, cada mirada de los muchachos ilustra uno de los elementos básicos de nuestra conducta social: el esfuerzo por mitigar comportamientos agresivos. La sonrisa y el encogimiento del cuerpo —al inclinar la cabeza, doblar un poco las rodillas o dejar caer los hombros— son señales pequeñas pero claras del repertorio de nuestros gestos con las que damos a entender a los demás que no tenemos intenciones agresivas.
Sí, también la sonrisa. Usted creerá que es una muestra de afabilidad, y de hecho lo es, pero más que eso se manifiesta como un indicio de control de la agresividad. Cuando alguien se equivoca al hablar, deja caer algún objeto, le da con el codo a un transeúnte en la calle, siempre esbozará una sonrisa. Como si quisiera decir: lo siento, acabo de hacer una tontería, algo que va en contra de las reglas, algo que usted no se esperaba, al menos no de mí, pero sepa que no tengo malas intenciones y que no busco problemas. En realidad, no iba usted tan mal encaminado, puesto que la afabilidad puede interpretarse como un mecanismo de control de la agresividad. Desde luego, resulta imposible mostrarse afable y agresivo a la vez. Por esa razón, es aconsejable transmitir una señal de amabilidad si no queremos que nuestro comportamiento se malinterprete. ¿Somos tan calculadores siempre? Claro que no. Se trata de un sistema de conducta innato que se halla en buena parte codificado en nuestros genes. Pero antes de centrarnos en este asunto, volvamos por un momento a mis vecinos del restaurante. ¿Por qué muestran esas señales? Al fin y al cabo, sólo han venido a cenar.
A la joven pareja le asalta un sentimiento de culpabilidad: no sólo no han reservado, sino que, además, se sientan en una mesa reservada. Aunque es un sentimiento leve, está ahí, y nuestro cerebro es muy sensible a los cambios de ánimo, de humor, de motivación, etcétera, por inapreciables que sean. Los chicos piensan que han infringido las normas y quieren dar a entender a los demás que no tienen intención de hacer daño a nadie, que no causarán más problemas, que no perpetrarán ningún robo, sino que se limitarán a terminar obedientes y dóciles su plato. Los indicios de control de la agresividad que emiten son mínimos, casi imperceptibles. Podríamos decir que no son más que microseñales acordes al microfallo que acaban de cometer.
El camarero les comunica la mala noticia de que aquello que han pedido se ha agotado.
—Lo siento, pero el escalope a la milanesa se ha terminado. No me queda ni uno. Puedo recomendarles esto —sugiere mientras señala el menú con un ligero temblor de la mano.
Siguen unos cuantos «Lo siento». Estamos ante otra muestra de control de la agresividad. El camarero también infringe las reglas. Cuando un cliente pide un escalope a la milanesa, se sobreentiende que hay que servírselo. En otras palabras, los genes del camarero le llevan a poner en práctica el control de la agresividad. No me regañen, sé que está mal, pero no irá a peor. «Lo siento» es un mecanismo muy común para poner freno a la posible agresividad del otro. Adquiere la forma de una seña verbal. Lo que está determinado genéticamente no es la palabra ni la pronunciación sino el motivo de la disculpa, porque pedir perdón es lo mismo que frenar la agresividad. Una vez más, la cultura completa una conducta dirigida por los genes: estos nos dicen «la disculpa sirve para controlar la agresividad», y la cultura le pone nombre, es decir, una expresión que hemos aprendido a utilizar en este contexto.
Usted objetará que todos estos pequeños incidentes, tan habituales en la vida cotidiana, tienen poco que ver con la agresividad. Debe de llevar un buen rato pensando que el término puede aplicarse a unos energúmenos que tiran bombas o se pelean en plena calle, pero no a la visita a un restaurante. Pues se equivoca. La agresividad está omnipresente y puede salir a la superficie en cualquier momento, aunque es tan usual que ni siquiera la percibimos. Sólo nos llaman la atención las formas más extremas, como una refriega o un conflicto armado. Afortunadamente, se trata de manifestaciones excepcionales. La agresividad es inherente a nuestro sistema social desde hace millones de años, y nosotros nos hemos encargado de desarrollar refinados sistemas para encauzarla. Me explico.
El ser humano es el más social de todos los animales. Espero no aburrirle demasiado con mis repeticiones. «Ser humano» y «sociabilidad» son casi sinónimos. La vida en unas comunidades bien estructuradas constituía un caldo de cultivo ideal para que naciera un sistema sublime que acabaría culminando en la cultura: la cooperación. Si bien existen otras especies animales que se caracterizan por un alto grado de cooperación, ninguno es tan sofisticado como el del hombre. Es algo que damos por supuesto porque nos encontramos sumidos, aquí y ahora, en una sociedad en la que cada cual aporta de un modo u otro su granito de arena a un enorme engranaje. Todos, incluidos usted y yo, formamos parte de él. Como no conocemos otra cosa, nos parece muy natural. Sin embargo, desde el punto de vista biológico, estamos ante un fenómeno nada evidente. Es fácil que este engranaje extraordinariamente sutil de individuos que colaboran entre ellos se vea alterado por cualquier fricción entre sus miembros. Usted y yo podemos desplazar una mesa pesada agarrándola por sus extremos y moviéndola al compás, en la misma dirección y a la misma altura. Ahora bien, si llegamos a enfadarnos porque uno de los dos opina que el otro avanza demasiado deprisa, el mueble no se moverá mucho. Figúrese que la mesa pesa tanto que hacen falta cuatro porteadores. En ese supuesto bastaría que dos de ellos discutieran para que el proyecto fracasara. A mayor número de implicados, más vulnerable se vuelve la cooperación. Las personas que colaboran entre ellas deben estar muy compenetradas. No resulta difícil imaginar que algo así como la edificación de un rascacielos requiere una refinadísima organización social.
La importancia de la cooperación data de hace decenas e incluso cientos de miles de años. Nuestros antepasados precisaban de una sólida organización para salir a cazar, construir refugios y enseñar a los hijos. El tan necesario equilibrio era muy frágil, porque ahí donde convive mucha gente está siempre al acecho la tensión, por no decir el conflicto. Aunque la convivencia ofrece numerosas ventajas, entre ellas protección, facilidad para la recolección de alimentos y cooperación, también tiene inconvenientes, como es el caso en todas las especies animales sociales superiores. Cuanto mayor sea el número de miembros del grupo, más intensa será la lucha por la comida, los contactos sociales, los favores… Tarde o temprano esa lucha degenerará en conflicto. Esta es la paradoja de la sociedad: costes y beneficios. Para reducir los costes, el ser humano —y también las demás especies sociales— desarrolló un sistema de frenado. Cualquier roce, cualquier agresión potencial ha de ser sofocada. El precio de coste de la agresividad es muy elevado, ya que los beneficios de la sociedad son tan grandes que difícilmente podemos prescindir de ellos. El sistema de frenado consiste en un conjunto de señales de conducta que permite a los diferentes miembros del grupo hacer ver a los demás que no se tienen malas intenciones y que no se piensa interrumpir la cooperación. El observador experto capta multitud de señales que cumplen esta función. No sólo en un restaurante.
En el ámbito del comportamiento extralingüístico y por tanto no verbal, el repertorio de mecanismos de control de la agresividad es muy antiguo y muy vasto. Si tratáramos de agruparlos bajo un denominador común, podríamos decir que todos ellos ayudan a empequeñecer el cuerpo. Dicho de otro modo, son contrarios a los gestos de superioridad, que el ser humano pone en práctica para agrandarse al máximo. Cuando pretendemos mitigar la agresividad dejamos caer los hombros, doblamos levemente las rodillas e inclinamos un poco la cabeza con los ojos clavados en el suelo para no dar la impresión de estar mirando fijamente al otro. En todos los primates, incluido el ser humano, la mirada directa puede llegar a interpretarse como una señal de agresividad. Nuestra cultura ha completado ese patrimonio biológico de mecanismos de control de la agresividad con palabras. «Lo siento», «Disculpe», «Uy, ha sido sin querer», etcétera. Le propongo que haga el cálculo: ¿cuántas veces incorpora a su discurso una interjección de este tipo a lo largo del día?
Y luego está la sonrisa. Su primera función es la de poner coto a los roces y los conflictos. Cuando nos presentan a alguien, nuestra boca dibuja una sonrisa, por pequeña que sea, para tranquilizar al desconocido. Es como si le dijéramos: «Aunque no te conozco, no te voy a propinar una bofetada». Cuando al estrecharle la mano a una persona de expresión agria esta no cambia la cara, caben dos posibilidades: o bien tiene malas intenciones o bien es un amargado nato al que ni se le pasa por la cabeza dar una muestra de amabilidad para relajar la tensión. Esto me lleva a sacar una osada conclusión: ¡quien no sonríe no es un ser humano! La cooperación resulta imprescindible para nuestra especie y esa cooperación sólo se mantiene a través de un flujo continuo de mecanismos de control de la agresividad, entre los cuales la sonrisa es el más importante. Por consiguiente, sonreír es un rasgo propio del ser humano. Puede que sea una conclusión exagerada, pero nadie podrá tacharla de errónea.
Por supuesto, hay determinadas circunstancias en las que simplemente no queremos poner freno a nuestra agresividad. Pondré un ejemplo. Un hombre acaba de sufrir un mal trago: su mujer se ha fugado con un compañero de trabajo. Este tiene la audacia de llamar a la puerta del marido con intención de recoger la lencería de la mujer. Al hombre que ha sido abandonado no se le ocurre nada mejor que propinarle un puñetazo en la cara al otro. ¡Ni hablar de poner coto a la agresividad! No voy a profundizar en esta cuestión, porque rebasa los límites de este capítulo, pero pensemos por un momento en la guerra: se ha vuelto tan impersonal que los soldados ya no pueden ser receptivos a los potenciales mecanismos de control de la agresividad del adversario, por lo que esta no disminuirá en ninguna de las partes implicadas.
Después del postre, vuelvo a fijarme en la joven pareja. El muchacho le está hablando al camarero, con el dedo puesto firmemente en la factura y los ojos encendidos en cólera. No me cabe la menor duda de que ha habido un error: la dolorida sonrisa y la mirada de disculpa del otro hablan por sí solas. A fin de sofocar de entrada cualquier posible muestra de agresividad, decido ni siquiera pedir la cuenta. La evolución me ha salido barata.