Antes de irnos a la cama…

«Antes de irme a la cama miro dentro de mi corazón / si del alba al anochecer he causado desazón.» Contoneándose con algo de timidez, la frágil niña del tutú rosado recita el poema en lo alto del resplandeciente escenario. Se ha aprendido de memoria las palabras —o quizá tan sólo los sonidos—, pero el significado se le escapa por completo. El hombre que se halla a mi lado en la cuarta fila de la oscura sala sisea a su mujer: «Ñoñerías y antiguallas, como siempre»; a lo que ella replica: «¡Pero qué dices! ¡Cómo que antiguallas! ¡Ojalá estas palabras te hagan reflexionar un poco, guapo!». Yo le doy la razón, sin abrir la boca, porque hay que guardar silencio. Versos centenarios de la poetisa flamenca Alice Nahon… Con independencia de que la calidad poética pueda ser discutible, tienen más de verdad que de antigualla.

Me gustaría decirle a mi vecino —pero no quiero importunar a la niña del tutú— que es algo que deberíamos proponernos más a menudo: volver de vez en cuando la vista atrás y pararnos a pensar en lo que hemos hecho. ¿Hemos actuado bien? ¿Acaso hemos causado desazón a alguien? Para poder aprender de nuestros errores tenemos que contemplarlos desde la distancia, ¿no cree, señor? Sólo así podremos detectar el origen de nuestros fallos y evitarlos en el futuro. Me gustaría advertir al buen hombre que habría que tomarse un tiempo para estas reflexiones.

La clave está en la contemplación desde la distancia. ¡Desde la distancia! No podemos analizar nuestros errores —y mucho menos comprenderlos— en el mismo momento de incurrir en ellos. No en vano acostumbramos a consultar nuestros problemas con la almohada, ¿verdad, señor?

En mi imaginación le susurro al oído que quien tiene el valor de analizar sus traspiés con objetividad, como si los hubiera cometido otra persona, no sólo logra evitarlos, sino que, además, se siente mejor. Tomar conciencia de los propios errores resulta reconfortante, no doloroso. Miro fugazmente a mi vecino en la oscuridad. Me devuelve la mirada en el acto, con la salvedad de que sus ojos dicen: «Señor profesor, ¿no haría usted mejor en ocuparse de los asuntos que son de su competencia?». Incómodo, me centro de nuevo en el escenario… «Si he hecho llorar a ojos ajenos o he cubierto de melancolía a la gente / si me he abstenido de dedicar una palabra amorosa a quien ante el amor se muestra indiferente…» Aunque mi vecino esté en lo cierto, las palabras de Alice Nahon me llevan a donde quiero llegar.

No se trata únicamente de errores y traspiés. De vez en cuando habría que examinar todo lo demás, porque también resulta reconfortante. Cuanto mayor sea el conocimiento de nosotros mismos y cuanto mejor sepamos por qué hacemos unas cosas —ya sean grandes o pequeñas— y otras no, tanto más a gusto estaremos. Somos una especie de extraordinario interés, digna de observación. Tanto es así que cualquier marciano que se pusiera a ver documentales televisivos sobre la conducta del hombre terrestre se volvería adicto. Sin embargo, nosotros no nos damos cuenta de ello, porque estamos plantados con los dos pies en nuestra propia conducta. Al estar dentro del espectáculo, no conseguimos verlo, del mismo modo que el actor no disfruta de la belleza de una escena que él mismo está interpretando. Ajena a su adorable timidez, la frágil niña no ve más que una sala oscura. Hay que tomar distancia, insisto. Y por una vez esa distancia no pasa por consultar el problema con la almohada, sino que tiene que ver con que hemos de ponernos sobre la nariz unas gafas para poder distinguir detalles en los que, de lo contrario, no repararíamos. Unas lentes a modo de visor nocturno, o uno de esos trastos que atraviesan la ropa y permiten contemplar el cuerpo desnudo, como en las películas.

Las gafas a las que me refiero no son ciencia ficción. Existen de verdad: nos las facilita Charles Darwin. Hace relativamente poco que la obra y los descubrimientos de este hombre se valoran en su justa medida. También, y sobre todo, fuera de la biología. Él nos enseñó cómo los seres vivos se adaptan a su entorno y cómo, al introducirse un cambio en este, acaban transformándose ellos mismos, generación tras generación. Este fenómeno tiene su origen en el proceso de selección natural, que conduce a la evolución. Darwin veía el mismo mundo que todos nosotros, pero lo observaba a través de unas lentes que le ayudaban a percibir y a comprender mucho más que cualquier otra persona. Gracias a que nos regaló sus gafas, tenemos ahora la oportunidad de aprender a observar por nuestra cuenta y de percibir cosas que no están a la vista de cualquiera. Podemos contemplar el mundo vivo como si estuviéramos viendo una apasionante película en 3D. Y si echamos una ojeada al reparto, el filme nos resultará aún más asombroso: ¡actuamos todos! ¿Acaso no formamos parte de ese mundo vivo? ¿Por qué no abandonamos un momento el plató, nos repantigamos en un cómodo sillón y observamos nuestra conducta «antes de irnos a la cama»?

Este libro no pretende ser una densa obra académica, pues no es recomendable ver películas pesadas antes de acostarse. Se trata más bien de un texto liviano, entretenido y fácilmente digerible en el que, sin embargo, se explica lo que se tiene que explicar. No por omitir términos académicos se han de vulnerar los fundamentos científicos. Expondré mi relato por partes, concebidas como fragmentos independientes, poniendo el estilo en todo momento al servicio de la legibilidad. En compañía de Darwin, nos aventuraremos por el paisaje de la conducta humana, en el que unas veces cogeremos una minúscula flor y otras una gruesa rama. Ello se debe a que las escenas versan sobre temas grandes y pequeños, que van desde los detalles más nimios —¿por qué nos cruzamos de brazos al mantener una conversación?— hasta cuestiones de enorme trascendencia —¿sigo siendo la misma persona que cuando nací?, ¿por qué debo morir?—. Mezclo todas estas piezas a propósito, saltando de flor en rama y de rama en flor. Al fin y al cabo, así es como reflexionamos sobre nosotros mismos en la vida cotidiana: pensamientos que surgen sin orden ni concierto y que vamos sometiendo a reflexión. Lo mismo ocurre en estas páginas. Espero que el lector acabe haciendo suya esa forma de pensar en su recorrido a través de esta antología darwiniana.

Los capítulos pueden leerse en cualquier orden. Su sucesión no es sistemática. A veces se repiten elementos ya comentados para garantizar una correcta comprensión de cada una de las historias leídas por separado.

Las pequeñas narraciones vieron la luz en circunstancias y lugares muy diversos. Cada vez que me venía una idea a la mente, como si de un pop-up se tratase, me ponía a escribir. Esta introducción la tecleé en mi iPhone en una playa de la Camarga; quizá tenga aún sabor a arena. A veces me sentía llamado a empuñar el bolígrafo en el tren, o en una terraza o un hotel, pero donde más se imponía esa necesidad era en las reuniones de trabajo.

La variedad temática tiene fácil explicación: dondequiera que esté, en la calle, en el autobús, en el supermercado, el etólogo se siente intrigado por el ser humano y su conducta. Basta con abrir los ojos para encontrar material más que suficiente. Ese no es el problema. Lo difícil es no sucumbir a la tentación de disecar cualquier conducta observada. De vez en cuando debo consentir que mis lectores y yo actuemos libremente, sin apresurarme a sacar el bisturí.

Los fragmentos aquí recogidos se han publicado con anterioridad como blogs o columnas en el portal Scilogs.be de la revista científica Eos. Expreso mi más sincero agradecimiento a Raf Scheers y a Reinout Verbeke por haberme brindado la posibilidad de reunirlos en un libro. Es para mí un honor poder contribuir con una revista que hace de la divulgación de la ciencia su bandera. Los conocimientos científicos se mueven a una velocidad que desata la envidia de la luz, pero por eso mismo se vuelven cada vez más inaccesibles para el profano. Es una verdadera lástima, porque la historia de la ciencia es tremendamente emocionante pese a su creciente complejidad. Gracias a Eos, cualquier persona tiene ocasión de saborearla.

Durante siglos, la conducta fue objeto de imposición antes que de estudio. Se dictaba lo que se debía hacer, y sobre todo lo que no se debía hacer, en materia de religión, política, filosofía… La conducta no se veía como un sistema biológico funcional propio de cada especie, sino que la elaboraba y la prescribía el ser humano, un ser humano suprarracional que estaba por encima de lo terrestre. En una fase posterior fue arraigando la conciencia de que nuestro comportamiento existe por sí solo y que puede y debe ser estudiado para alcanzar una mayor comprensión de nosotros mismos. Fue entonces cuando la conducta entró a formar parte del hombre. En un principio, se tomó como pauta el «espíritu» humano: el hombre es racional y superior; su mente logra cotas elevadas, muy superiores a lo meramente terrenal. Por suerte, hoy en día contamos con la etología, o teoría del comportamiento, que ofrece una perspectiva más amplia y realista: ¿cuál es el origen de todo? Darwin nos ha legado el instrumento que nos permite abordar esta pregunta. En las páginas que siguen trataré de contarles algo sobre este asunto. Les propongo que cada día lean un capítulo antes de irse a la cama. Poco a poco, noche tras noche, irán descubriendo nuestra verdadera naturaleza y comprenderán mejor quiénes somos realmente. Les deseo un feliz paseo por esta antología del paisaje de la conducta humana.

Deslizo una nota con el título de este libro en la mano de mi vecino de butaca.

—¿También es de Alice Nahon? —me pregunta.

—No, es…, bueno, da igual —contesto.

Mientras el hombre, aturdido, examina el garabato, el tutú rosado hace una profunda reverencia antes de abandonar el escenario en medio de un atronador aplauso. Ahí queda su invitación a mirar dentro del corazón de uno mismo. Ahora es mi turno.

MARK NELISSEN