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Se pone fecha al Auto de Fe. Nunca se había llevado a cabo en la Ciudad de los Reyes una ceremonia de tanta envergadura. Se esperan y desean efectos aleccionadores hasta los confines del Virreinato y que el poder del Santo Oficio crezca lo suficiente para cumplir con redoblada eficacia su sagrada misión. Los procesos están concluidos, sólo falta obtener algunos arrepentimientos de individuos que igualmente morirán, para gloria de la fe verdadera. Pero, además de estas razones entusiastas, los inquisidores necesitan el Auto para frenar —terror mediante— el desquicio económico que se ha desatado como secuela indeseada. En efecto, los mismos jueces ya han escrito a la Suprema que «con los prisioneros que se hicieron, comenzaron gran cantidad de demandas» y son muchísimos los pleitos que iniciaron los acreedores de los cautivos. La confiscación masiva ha interrumpido el fluir económico. «Está la tierra lastimada —reconocen— y ahora, con tanta prisión y secuestro de bienes de hombres cuyo crédito atravesaba todo el Virreinato, parece que se acaba el mundo» porque los acreedores saben que con el tiempo, el secreto inquisitorial y la muerte de testigos, sus derechos van a empeorar. «Y aunque nuestro negocio es la fe» —subrayan— la cantidad de riqueza confiscada y la cantidad de reclamos en aumento los obligan a descomprimir la tensión atendiendo varias causas «desde las tres de la tarde hasta la noche». «Hemos ido pagando y pagamos muchas deudas (de los reos), porque de otra suerte se destruía el comercio y hacía un daño irreparable». La Audiencia coincide con el Santo Oficio, pero en términos más rotundos[54]. El duro castigo a los reos aplacará la codicia de los acreedores —esperan los jueces.
Los preparativos del Auto de Fe son enrevesados. La primera diligencia que exige el protocolo es dar aviso al conde de Chinchón, virrey del Perú. Se encomienda la honrosa tarea al fiscal del Santo Oficio, quien se apersona al palacio y con ceremoniosa gravedad le informa que tendrá lugar el próximo 23 de enero de 1639, en la central plaza de Armas, «para exaltación de nuestra santa fe católica y extirpación de las herejías». El virrey envía respuesta al Tribunal estimando el aviso con muestras de «particular placer por ver acabada tan deseada obra». El mismo recado se cumple ante la Real Audiencia, los Cabildos (eclesiástico y secular), la Universidad de San Marcos, los demás Tribunales y el Consulado. Antes de publicarse la convocatoria a los habitantes de la ciudad los inquisidores encierran a todos los negros que sirven en el Santo Oficio para que no se enteren y avisen a los reos[55]. No obstante, dicho pregón se demora por un estúpido incidente. Se había decidido guarnecer las puertas de la capilla con clavazones de bronce. El ruido de los martillos, mazas y remaches se expandió por el laberinto de mazmorras como anuncio de una construcción excepcional. El correo de los muros la asocia con la erección del patíbulo. Los reos entran en estado de agitación, algunos revocan sus confesiones y otros, desesperados, testifican en contra de cristianos viejos con la esperanza de provocar un perdón general ante el aluvión de sospechosos. El Tribunal, no obstante, decide mantener la fecha del Auto y consumar todas las condenas.