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¡Hipócritas! —maldijo por lo bajo el virrey—. El inquisidor Gaitán dedicó su sermón a condenar la vanidad y la soberbia mirándome fijo. Citó el capítulo VI de San Mateo: Cuando oras no seas como los hipócritas, pues ellos aman orar en las sinagogas y en las calles, en pie, para ser vistos por los hombres; de cierto os digo que ya tienen su pago. ¿Quiénes son los que gustan exhibirse ante los hombres y recibir sus honores sino los inquisidores mismos?

A poco de mi llegada ya tuve que soportar sus insolentes reclamos. En el primer domingo de Cuaresma se iba a leer el edicto de fe en la iglesia mayor, tal como era la costumbre. Los alcaldes fueron a buscar y escoltar a los inquisidores directamente a la sede de la Inquisición y no a sus residencias. ¡Para qué diablos se les ocurrió innovar en esta ridícula materia! Los inquisidores se sintieron agraviados por el cambio de protocolo y, al organizarse el cortejo, no permitieron que los alcaldes se pusieron a su lado: les ordenaron pasar adelante como Funcionarios inferiores que abren paso y anuncian a los superiores. Los alcaldes se sorprendieron por la dureza del trato y, con palabras respetuosas, expresaron que debían conservar sus lugares en razón de su investidura. Los inquisidores les hablaron con odio, los insultaron y amenazaron. Los alcaldes tuvieron miedo, pero creían que aún estaban en condiciones de llegar a un acuerdo. Los inquisidores se manifestaron más ofendidos aún y mandaron prenderlos y encarcelarlos con grillos. Los alcaldes azorados, abandonaron la comitiva y corrieron a mi palacio. Yo les brindé protección porque, de lo contrario, perdía mi autoridad y los inquisidores pondrían la bota sobre mi cabeza. Esto no terminó ahí, por cierto: ahí empezaba.

Escribí a los inquisidores (con halagos y cortesías de introducción, ya que si entre hipócritas estamos…) diciéndoles que, mi juicio, los alcaldes al defender su jurisdicción y preeminencias no habían cometido desacato. En cambio (no podía frenar mi gozo de hundirles la espada), dije ellos sí se excedieron al mandar prender a los alcaldes, uno de los cuales era digno caballero de Calatrava. Les infligieron insultos, los hicieron derribar del caballo y amenazaron ponerles grillos, medida que sólo se usa para delitos graves. Por todo ello les proponía olvidar el caso.

El Inquisidor Verdugo (acertado apellido para un hombre tan piadoso) contestó al día siguiente. Relampagueaba cólera. Pero con fina ironía (ya que entre hipócritas estamos…) elogió mis esfuerzos por fortalecer la autoridad del Santo Oficio, a la cual estaba obligado (también me hundió la espada) como particular, como virrey, y para cumplir la voluntad de Su Majestad (de paso me recordaba que soy un subordinado). Verdugo calificaba el hecho (de no haber ido los alcaldes a buscarlos a sus casas sino a la sede de la Inquisición) como gravísimo y escandaloso. Según su punto de vista, la actitud de los alcaldes revelaba subversión contra la autoridad del Santo Oficio, deseos de obstruir su sagrada obra y un mal disimulado odio. El comportamiento de los alcaldes tuvo el agravante de humillarlos públicamente por abandonar la comitiva sin autorización ni dejarse prender. En consecuencia —concluía su carta—, yo debía limitarme a permitir que el Santo Oficio hiciera lo suyo y sólo brindar mi auxilio cuando me lo solicitasen.

La insolencia del inquisidor me puso los pelos de punta y, sin calcular el riesgo que implicaba para mi cargo y mi vida, respondí en el acto, sin las corteses mentiras de estilo. Dije que no podía consentir se metiera en mi jurisdicción porque aquí, en Lima, el representante de Su Majestad era yo. También le dije, con todas las letras, que en este caso era difícil separar lo esencial de lo generado por el amor propio. Le volví a clavar la espada pero hasta el mango (y se la revolví en las tripas), expresándole que era posible amar y respetar al Santo Oficio aunque no se acompañe a los ilustrísimos inquisidores desde el zaguán de su casa para un acto tan ordinario como la lectura de un edicto de fe. Y que me parecía una exageración calificar la conducta de los alcaldes como desacato, escándalo público, oposición y odio al Santo Oficio. Propuse remitir el asunto a Su Majestad.

El inquisidor tardó en contestar esta vez y evaluó cada palabra. Escribió que el caso de los alcaldes pertenecía al Santo Oficio (el muy perro tenía como norma no ceder nunca) y que si yo hubiese permitido el arresto de los alcaldes, todo ya se habría solucionado. Que gustosamente pondría la causa en mis manos, pero se lo impedían sus obligaciones.

Consulté con la Real Audiencia, naturalmente, y algunos oidores opinaron que no había razón para ceder. Fue entonces cuando tuve noticia de los cargos que los perros iban a levantar en mi contra, fabricando calumnias que llegarían oblicuamente a la Suprema de Sevilla. Decidí aflojar (contra mis convicciones y sentimientos), no vaya a ser que una estulticia de protocolo se convirtiese en mi irrefrenable desgracia. Sentí tanto asco que escribí al Rey: dije que estos venerables padres (me esforzaba por mantener las formas) eran muy celosos de su jurisdicción; tras las críticas de protocolo se escondía un celo en ascuas por el espacio de poder. No sólo compiten conmigo y toda la jurisdicción secular: también con la Iglesia. Me alivió enterarme poco después de que el arzobispo Lima pensaba igual. Escribió —¡el arzobispo, no yo!— que los inquisidores pretenden gozar de las mismas preeminencias que el virrey.

¡Menos mal que el arzobispo se llama Lobo Guerrero! No es un hombre que se acobarde. Pero uno de los inquisidores se llama Francisco Verdugo… ¿Qué ha pretendido Dios de mí al ponerme entre un Lobo Guerrero y un Verdugo? No debe ser simple casualidad.

La gesta del marrano
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