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El alcaide redistribuye prisioneros para desocupar una hermética mazmorra en uno de los fosos que se reserva para castigo. Es tan angosta que no cabe ni mesa ni escabel, sino un poyo donde tienden el colchón de Francisco y una vieja arqueta en la que amontonan el resto de sus pingajos. En lugar de ventanilla sólo existen tres agujeros por donde sólo pasaría una naranja por vez y cierta luz natural. La puerta tiene doble tranca, el corredor es vigilado noche y día por los ayudantes del alcaide y un abnegado fraile dominico tiene la obligación de visitarlo semanalmente para quebrarle la perseverancia, vigilar su alimentación y descubrir a tiempo algún nuevo delito en contra del orden y la fe. El prisionero sufre la severidad del encierro como si el nudo de la horca se cerrase en torno a la garganta. Le sofoca la falta de espacio y la vigilancia perpetua; aunque su olfato ya ha encallecido, se le hace intolerable la nauseabunda humedad de este pozo como si estuviera hundido en una sentina.

A pocas manzanas de la fortaleza, el arzobispo Fernando Arias de Ugarte resiste las tentativas de la Inquisición para llevarse a su capellán y mayordomo, sospechoso de haber cultivado la amistad de los principales judíos presos. El arzobispo había residido en La Plata, donde conoció a ese hombre reposado y confiable que luego de enviudar estudió teología, brindó elocuentes pruebas de devoción y se ordenó sacerdote. Es de origen portugués, vivió en Buenos Aires y Córdoba, labró una razonable fortuna y desea vivir y morir como cristiano. Se llama Diego López de Lisboa y había viajado en la misma caravana de Francisco Maldonado da Silva hasta la ciudad de Salta; ya entonces estaba decidido a borrar su memoria y asumirse como un cristiano pleno. Pero cuando se produjo la detención masiva de judíos, un grupo de agitadores reclamó en el atrio de la catedral que «arresten a ese judío». El aturdido anciano fue a refugiarse en su casa, pero la multitud se concentró ante las ventanas del arzobispo: «Eche Vuestra Señoría al judío de su casa». El prelado resolvió protegerlo; no obstante, el bufón Burgillos, viendo entrar a Diego López de Lisboa en la iglesia llevándole la falda al arzobispo, se mofó con unas palabras que adquirieron popularidad en Lima: «Aunque más le agarres de la cola, la Inquisición te ha de sacar». Los inquisidores presionan ante el dignatario y piden que les entregue «ese sujeto, muy íntimo amigo de los más esenciales» ya en los calabozos. El prelado pone en riesgo su propia vida y honor: demora. Mientras, en el Tribunal se sustancian los juicios que desembocarán en el Auto de Fe de 1639. Los cuatro hijos de Diego López de Lisboa renuncian definitivamente al comprometedor apellido paterno y, desde entonces en adelante, firman León Pinelo[53].

Meses antes del acontecimiento con el que el Santo Oficio sacudiría al Virreinato, Isabel Otañez llega a Lima con varias cartas de recomendación y el asustado deseo de entrevistar a los señores jueces. Medrosa, recorre las interminables paradas de su vía crucis. Averigua ante la madre superiora del convento, se entrevista con dos familiares, por último se aventura hacia la plazoleta de la Inquisición. El severo edificio le arroja su aliento helado, y ella se paraliza ante la alta puerta. Se dirige a la guardia y pide audiencia; muestra las cartas, explica su desamparo. La hacen esperar. Debe volver al día siguiente, y al siguiente. Hace años que espera. Le sacaron el marido durante la noche, después se llevaron el dinero en efectivo, las pocas joyas, algunos muebles. Progresaba su embarazo y estaba sola con la pequeña Alba Elena y dos esclavos fieles. El teniente Juan Minaya, receptor local del Santo Oficio que arrestó a su esposo durante una pesadilla, volvió para llevarse otros muebles, dos cofres llenos de libros, instrumental quirúrgico y los cubiertos de plata. Nació su hijo varón, pero tenía prohibido intentar contacto alguno con su esposo. Impotente en el remoto Sur de Chile, llegó a desear que los feroces indios araucanos asaltasen la ciudad de Concepción y pusieran fin a su desgracia. No recibía noticias de Lima ni las habría de recibir: el comisario la ayudó a reconocer la granítica realidad de su tragedia: era preciso aceptar el golpe del cielo y acostumbrarse a vivir como un cactus en el yermo. Su marido difícilmente saldría en libertad y, de ocurrir, tendrían que pasar muchos años. Con el tiempo, no obstante, el mismo comisario se apiadó de la buena mujer. Había advertido que en la «Carta de dote» el finado Cristóbal de la Cerda había tomado precauciones en defensa de su ahijada: el dinero que él aportó para ella, así como el dinero que su futuro marido entregaba en la ocasión, probablemente no eran confiscables. Si los recuperaba desahogaría su apremio económico, podría criar mejor a sus dos hijos y esperar con más alivio el incierto retorno de su esposo. La fue preparando para asentar su reclamo en el único sitio del que obtendría fruto: Lima. Era engorroso costearse el pasaje y abandonar a los niños por muchos meses, pero en julio de 1638, con casi doce años de angustia, se aproxima al lugar donde tienen encerrado a su Francisco. ¿La dejarían verlo?, ¿hablarle? Se conformaría con escucharle la voz a través de una puerta cerrada, leer una hoja de papel con su letra menuda o mirarle un segundo el diamante de las pupilas. En Concepción la habían perseguido los malos sueños implacablemente, repitiendo la escena del arresto, pero después comenzaron a predominar las evocaciones agridulces, nostalgiosas, cuyos mordiscos no son menos dolorosos que las pesadillas. ¿Qué puede hacer para ayudarlo? Ya le han dicho y repetido y gritado: ¡nada! El Santo Oficio está en un lugar donde la voluntad o el deseo de los humanos no llega. Sólo cabe reclamar aquello que legalmente pudiera corresponderle y, rogando a Dios, esperar el milagro.

La prolongada espera y las cartas de recomendación llegaron al inquisidor Juan de Mañozca, quien se ha avenido a recibirla en su imponente despacho. La mujer se pone de pie y luego de rodillas, sin saber qué postura adoptar ante la grandiosa aparición. Un alguacil la invita a sentarse y, tras el frío ademán del inquisidor, lee con voz temblorosa el pedido que escribió y corrigió esmeradamente desde que inició su largo viaje. Es la esposa legítima del doctor Francisco Maldonado da Silva y, «conforme a derecho», solicita le sean restituidos los bienes secuestrados que no pertenecían a su marido, sino a su propia dote, «contenidos en esta escritura que presento con el juramento necesario». «A Vuestra Señoría pido y suplico se sirva hacer según y como tengo pedido, porque soy pobre y estoy padeciendo muchas necesidades sin tener más bienes que los que me pertenecen por dicha dote». Mañozca disimula con su puño el eructo que le rememora el sabor del chocolate que acaba de beber, y ansioso por sacarse de encima este trámite menor, dicta al secretario que nombra a Manuel de Montealegre «defensor de estos bienes», para su estudio. Isabel solloza conmovida: el juez la ha escuchado con afecto y ha decidido ayudarla.

En pocos días, con una celeridad inusual, Manuel de Montealegre eleva su dictamen a Mañozca. Pero es negativo: «se ha de denegar lo que pide». Se limita a enfatizar que no hay pruebas de que hubiera ingresado el dinero ofrecido como dote y que, por otra parte, aún no ha terminado el juicio principal, es decir, el de Maldonado da Silva. Mañozca lee el escrito y lo arroja sobre la mesa con una sardónica mueca: Montealegre es un buen funcionario que sabe mutar un argumento neblinoso en réplica cabal: el juicio de Maldonado da Silva ha terminado hace un lustro con su condena a muerte (sólo falta la muerte) y el dinero de la dote no sólo ha ingresado, sino que ya pertenece en su casi totalidad al Santo Oficio (falta gastarlo). Andrés Juan Gaitán se entera de que Mañozca ha ocupado a Montealegre para satisfacer a la esposa del luciferino Maldonado da Silva y en la primera reunión privada del Tribunal le expresa su disgusto. Mañozca no pierde la calma y dice que ha cumplido con sus deberes de cristiana piedad. Su adversario le recuerda que la piedad no debe confundir a un soldado de Cristo. Mañozca replica que no está confundido y que ha dispuesto otorgar otra audiencia a dicha Isabel Otañez (lo dispone en ese momento) para resolver su pedido «de acuerdo a derecho».

Es así como, gracias a la satisfacción que a Mañozca le produce contradecir al áspero Gaitán, la frágil Isabel Otañez puede entregar otro escrito de insistencia. Dos meses más tarde el inquisidor logra que Castro del Castillo lo apoye para autorizar que algunos bienes «se vendan en pública almoneda en la dicha ciudad de Concepción de Chile y de su procedido se lleve la doña Isabel Otañez doscientos pesos para que use en sus alimentos y los de sus hijos; además, se le entregue la casa en depósito para que vivan en ella».

Al finalizar la última audiencia Isabel permanece clavada de rodillas ante la tarima descomunal. Los jueces se retiran, el resultado de su gestión ha sido pobre en demasía. Y no ha podido aún expresar lo más importante. El secretario la mira desdeñosamente mientras recoge los pliegos y le ordena con voz gélida que regrese a Chile. Pero Isabel necesita preguntar. Aquí saben, aquí pueden, aquí son árbitros de bienes y vidas. Se muerde los labios mientras llora sin consuelo. Junta las manos en oración e implora como se implora a Dios y a los Santos que le diga una palabra sobre el estado de su esposo. La cara del secretario es cruzada por un viento oscuro; lentamente, como si su cuello fuese una rueda dentada, gira hacia el alguacil y le transmite una seña; después desaparece como por arte de magia. Isabel se siente perdida. Un garfio la iza rumbo a la calle. Mientras recorre como un trasto inútil las huidizas baldosas, aparece el comisario de Concepción para recordarle que no ofenda al Tribunal preguntando por el reo. Las baldosas corren hacia atrás y le hablan, infructuosamente. Le dicen que sobre ellas caminó Francisco y que en ese mismo lugar ha hecho oír su voz desafiante. Le dicen que a sólo veinte metros de distancia, en su estrecha mazmorra, consumido y avejentado, prepara febrilmente la última embestida. En la plazoleta nadie la asiste porque es riesgoso acercarse a quienes salen llorando de la Inquisición. Sus pies ciegos la conducen hacia la cercana plaza de Armas. Choca con hidalgos, mercaderes, sirvientes y carruajes que reclaman se fije por dónde camina. La súbita ampliación del espacio la sobrecoge. Está derrotada. No sabe —lo sabrá años después— que está mirando hacia el ángulo donde pronto se erigirá el patíbulo.

Lorenzo Valdés irrumpe a la cabeza del regimiento real. Ha engrosado su cintura, pero no ha perdido elegancia sobre el espigado corcel que reluce medallones y lentejuelas. En su camino cruza Isabel, temulenta. Es hermosa aun bajo sus túnicas de luto. Si no fuera por la tristeza que ella irradia, Lorenzo averiguaría quién es y dónde vive. Tironea las riendas y, caballerosamente, la hace esquivar por el sonoro regimiento como si le ofreciera una colectiva reverencia.

La gesta del marrano
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