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Bajaron el caudaloso torrente por una cuesta. A los lados se extendía una apolillada alfombra de rancheríos con sementeras de cebada. Un baquiano tuerto, contra el óbolo de rutina, los guió hacia el vado. Anunció que, de todas formas, era peligroso atravesar y aconsejó proveerse de más ayuda. Unos mestizos permanecían acuclillados en las márgenes a la espera de la demanda que formulasen los viajeros. Sevilla se acercó a la oreja de Francisco.
—Ellos mismos se ocupan de hacer pozos en el vado para que se hundan las mulas. Así tienen ganancia asegurada. Ya los conozco.
—¿Hará lo que propone el baquiano?
—¿Pedir más ayuda? Por supuesto. Dependemos de ellos. Una mula arrastrada por el río costará más que arrojarles un puñado de monedas a cinco o seis de esos gandules.
Francisco palpó su equipaje, reconoció las piezas del instrumental y tiró del freno para que la mula entrase en el río.