17

Lorenzo Valdés era el único hijo legítimo del capitán, pero tenía hermanos putativos y sospechaba que algunos mestizos y mulatos se le parecían. Una mancha rojo vinosa le cubría la mitad izquierda de su nariz y se extendía hasta el párpado inferior. Los entendidos atribuían la marca a un antojo que persiguió a su madre cuando estuvo embarazada. Era ocurrente y agresivo. Saltaba la cuerda al derecho y al revés, de costado, con un pie, en cuclillas y caminando hacia atrás. Trepaba los árboles como un gato y llegaba de un envión a las ramas más finas. Cuando su crujido anunciaba que iban a quebrarse, daba una vuelta en el aire y terminaba colgado de la siguiente. Lorenzo le prestó su cuerda a Francisco para que ensayara los saltos difíciles. Juntos recorrieron las calles brincan de el aro que formaban con la soga en movimiento. Le enseñó a subirse rápidamente al extendido algarrobo cercano a la plaza mayor. Sus piruetas aéreas asustaron a unos frailes que se persignaron y les ordenaron bajar. Primero hicieron bocina con la mano y después golpearon el tronco. Los muchachos huían por el tejido de ramas jugando a ser invisibles. Los frailes no toleraron tamaña insolencia y marcharon con el enojo concentrado hacia lo del capitán Valdés, quien prometió —para calmarlos— reprender a su hijo. Lorenzo escuchó la filípica pero contó después a Francisco que su padre le recomendó no volver a trepar ese algarrobo y, al mismo tiempo, se reía de la cara de los frailes.

El capitán de lanceros Toribio Valdés era un personaje admirado, odiado y temido. Para algunos, impredecible; para otros, de férrea coherencia. Francisco llegó a tener motivos para opinar de todas esas formas. Cuando joven, en su España natal, Toribio mató a cuchilladas al herrero de su aldea porque le había mancillado su honor. Contaba con orgullo cuán fornido era el herrero y con cuánta fuerza le hundió el puñal en el vientre y en el pecho hasta que su sangre formó una piscina espesa en la que se derrumbó mientras clamaba por un cura. Cuando llegó el cura, ya no podía hablar y se fue al otro mundo sin confesión. Así que ese hombre pasó del calor de su fragua al calor del infierno. Toribio Valdés tuvo ocasión de quedarse con la herrería, pero jamás iba a cometer el desatino de ponerse a trabajar. Ésa era una degradación de quienes no tenían sangre de hidalgo. De modo que abandonó su aldea cuando se enteró de que la columna que transitaba por el camino iba a unirse con regimientos militares. Estaba formada por vagabundos, putas y bufones que deseaban mejorar su suerte en la guerra de Flandes. Se mezcló con la soldadesca, repartió heridas, penetró en el campo enemigo y descubrió su vocación militar. Pronto vistió uniforme y cargó armas rotundas. Después se embarcó para luchar contra los sarracenos. Aprendió a manejar velas, cargar cañones y efectuar abordajes en alta mar. Conoció Venecia y casi llegó a Estambul. Perdió tres dedos de la mano izquierda y uno de la derecha en una prisión de África. Consiguió huir, primero por tierra y luego por mar. Comió carne de víbora y bebió en charcos infectas. Regresó a España condecorado de cicatrices y con las faltriqueras llenas de odio. Se ofreció para viajar al Perú: quería la riqueza que le negó el oriente. Pero Valdés tuvo que esperar un año. Mientras, mató a dos hombres por nuevas ofensas a su honor (tampoco recordaba estas ofensas, pero no le importaba porque, de todas formas, ya las había limpiado) hasta que un día le llegó la orden y corrió a embarcarse. La nave se balanceó locamente en las tempestades del Atlántico. Cerca de Portobello se produjo el temido naufragio en el que murió la mitad de la sufrida tripulación. Toribio Valdés pudo finalmente llegar a Lima. Buscó el oro que reclamaban sus talegas vacías pero descubrió, asombrado, que no se lo recogía en las calles. Así que pidió ser enviado a expediciones fundacionales o punitivas o lo que sea. Lo anotaron en la lista de voluntarios y tuvo la ocasión de dirigir acciones contra los pechos calchaquíes y las traicioneras flechas chaqueñas, por lo que el gobernador decidió premiarlo y nombrado capitán de lanceros de Córdoba, con casa, lugartenientes, servidumbres, sueldo y privilegios adicionales explícitos y tácitos.

El médico Diego Núñez da Silva lo saludó con una reverencia y le ofreció sus servicios profesionales a él, su familia, sus ayudantes militares, los indios y los negros de su propiedad. El capitán de lanceros, que se había puesto botas, calzones de seda, chaleco brillante y espalda al cinto para la ocasión, le agradeció la deferencia. Francisco y Lorenzo, que espiaban tras la puerta, sonrieron complacidos.

La gesta del marrano
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