11

Reanudaron la marcha poco después de las cuatro. El rodeo se desovilló en una larga hilera de veinte carretas fofas. Adelante, como siempre, marchaban los postillones en sus ágiles caballos; avanzaban para explorar el terreno y retrocedían con la información. Los bueyes tiraban a ritmo constante. No se detendrían hasta la hora de cenar.

Durante un buen rato se habló del heroico burro. Cómo defendió a sus compañeros. Cómo se dejó montar para después quebrarle la columna al puma con su peso. Cómo soportó el dolor de las garras y los colmillos. Cómo terminó por darle muerte con sus dientes. Cómo luchó a pesar del miedo.

—¡Pero lo degollaron! —reprochó Francisco.

Su padre le revolvió la cobriza cabellera y dulcemente recordó que de todos modos se iba a morir; más cruel hubiera sido abandonado en esas condiciones. Francisco no pudo contener el llanto. Su madre se estiró hasta la botija sosteniéndose de una estaca y llenó un jarrito de agua temblorosa. Se había cometido una injusticia.

El campo se despoblaba de árboles. A medida que se alejaban de la montaña y su hirviente selva, se imponía el vacío. La alfombra de pasto amarillento con islotes glaucos era matizada por bosquecillos transparentes. Bajo la carreta cruzó un zorro. En algunos tramos se acercaban las avestruces provocando el súbito despegue de lo pájaros. El peón conductor, balanceándose sobre su agrietada petaca, extendió el índice hacia un círculo de cuervos que se hacía oblongo hacia un lado: celebraban la muerte de un animal con su arcaico rito; pronto caerían sobre el cadáver para hundirse en sus entrañas.

Fray Isidro calculó que llegarían a Santiago del Estero durante la tarde siguiente.

—¿Le gusta volver a Santiago? —preguntó Felipa.

El fraile se encogió de hombros.

—Hace tantos años que me fui de allí.

—Por eso. ¿Le gusta volver?

—Había llegado con mucho entusiasmo —se rascó una oreja—. Era joven. El rey de España, con el debido permiso del Papa, había establecido allí la primera diócesis[11] de esa Gobernación. Era un sitio alejado e importante.

—Próximo a la Ciudad de los Césares —acotó Francisco.

—No me movía la busca de oro —replicó el fraile.

—La aventura, entonces.

—¿La aventura? —se extrañó, volvió a rascarse la oreja y se miró el dedo, como si hubiese arrancado la cera que le molestaba—. Puede ser, pero una aventura especial —elevó entonces sus protuberantes ojos hacia el ovalado y tambaleante techo—. En lugar de acercarme al peligro, alejarme. En lugar de meterme en incertidumbres, descansar. Evangelicé en Paraguay, recorrí el Chaco, casi me mató una flecha. Quería y buscaba paz, abrigo, rutina.

—No lo consiguió.

—No lo conseguí —reconoció—. Y por eso me fui.

—¿Quiere decir que en Santiago no hay paz? —conjeturó Aldonza.

—No la había para mí.

Miró hacia la abertura. El cielo se coloreaba con el atardecer. Una bandada de patos se elevaba desde una pequeña laguna; se alcanzaba a distinguir el nácar de su borde. Fray Isidro no tenía deseos de hablar.

—¿Lo irritaba el obispo? —conjeturó Francisco.

—¿Tú, qué sabes? —a su madre no le gustó la impertinencia.

—¿El obispo? —se asombró Isabel.

—El obispo Francisco de Vitoria —aclaró Francisco con aplomo—. Fray Isidro me contó, ¿no es cierto?

—No era exactamente así —corrigió el anciano.

—Usted me dijo que él era muy caprichoso, que tenía mano pesada y… y que excomulgó varias veces al gobernador.

Los demás lo miraron azorados.

—Era un hombre de carácter fuerte, rara mezcla de príncipe y demonio —fray Isidro trató de aminorar el impacto—. Imagínense: asumió como titular de la diócesis luego que sus cuatro antecesores no pudieron hacerlo por quedarse en el camino.

—¿Era arrogante?

—Tal vez. Chocó en seguida con Hernando de Lerma —añadió.

—El fundador de Salta —explicó don Diego—. Y gobernador del Tucumán.

—El mismo. Vitoria solía evocar su primer choque con estas palabras: «Saludarle y reñir con él, fue todo uno». Parece que Lerma se entrometió en asuntos deja Iglesia y maltrató a los clérigos; hasta quiso darles palos. El obispo decidió hacerle frente e invocó en forma exagerada sus poderes de inquisidor ordinario[12]. Hernando de Lerma amenazó colgarlo de un algarrobo.

—Horrible —exclamó Aldonza.

La situación se agravo cuando el gobernador regresó a Santiago, que era también capital diocesana, y Vitoria lo desairó negándose a recibirlo. El gobernador Lerma, en represalia, prohibió todas las visitas al obispo. Y el obispo publicó un Auto en que enumeró las censuras en que incurren los pecadores que violan las inmunidades eclesiásticas. Hernando de Lerma, en lugar de arrepentirse, aumentó su rabia y puso sitio de hambre al obispado.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Francisco.

—Que prohibió darles «ni un jarro de agua». Eso quiere decir.

—¿Entonces? —se impacientó Felipa.

—Francisco de Vitoria logró escabullirse durante la noche con dos clérigos, fue a Talavera y de allí a Charcas en cuya Real Audiencia[13] formuló su acusación. Pero Hernando de Lerma presentó en seguida los descargos.

—¿Quién triunfó?

—Francisco de Vitoria, por supuesto —sonrió fray Isidro—. ¿No les dije que era una mezcla de príncipe y demonio? Lerma fue condenado y desterrado y terminó sus días en la cárcel.

—Y excomulgado…

—Las excomuniones las aplicó al gobernador siguiente, a Francisco de Velasco.

—¿Siguió la guerra? —se asombró Aldonza.

—Siguió. Desde Charcas el obispo fue a Lima para tomar parte del Tercer Concilio Provincial. Un Concilio muy importante que convocó el arzobispo Toribio de Mogrovejo. Allí Francisco de Vitoria tramitó la venida de los jesuitas su diócesis. Realmente es a él a quien la Compañía de Jesús debe la iniciativa de instalarse en estas tierras. Y también allí, en Lima, esto es curioso, pidió permiso para elevar su renuncia al Papa.

—Lo agotaron las peleas.

—Fue aislado acceso de debilidad. Si bien la diócesis era demasiado extensa y muy pocos los sacerdotes y los diezmos, pronto regresó con bríos. Tantos bríos, dicen, que más parecía el gobernador que un pastor de almas.

—Eso estaba bien —opinó Francisco, entusiasmado.

—No para el nuevo gobernador. Francisco de Vitoria ordenó cavar zanjas y abrir acequias antes de que lo pensara el alcalde. Tendió calzadas, reclutó indios y formó haciendas. Pronto sus frutales coloreaban enormes superficies, así como sus plantaciones de cebada y maíz. Cobraba los diezmos de la Iglesia y a veces se quedaba con los novenos del rey porque, aducía, esos novenos no llegarían al monarca y serían malgastados por sus inservibles representantes. El gobernador se enfureció, lógicamente. Se enfureció muchísimo y quiso matarlo con su propia espada.

—Al obispo se le iba la mano… —sonrió Felipa.

—Él no pensaba así: amonestó a Ramírez de Velasco por su atrevimiento y le zampó una excomunión. Su enfrentamiento no era sólo personal, sino el de dos grandes poderes. El poder civil y el poder religioso. La respuesta alzada del gobernador llevó a que Francisco de Vitoria aprovechase la misa del domingo para anunciar solemnemente que ese hombre estaba más lejos del cielo que cualquier otro mortal porque acababa de aplicarle la excomunión por segunda vez.

Aldonza se persignó. Sus hijas la imitaron.

—¿Y qué hizo el gobernador?

—Transformado en una tempestad, lo denunció con palabras durísimas ante el virrey en Lima. La carta tenía de todo. Decía que Francisco de Vitoria era un íncubo, un azote. Hasta permitía el concubinato si le pagaban el favor con jugosas dádivas. Y que él mismo llevaba una vida lujuriosa e indecente.

—¡Jesús y María Santísima! ¿Castigaron al obispo?

—A la inversa. El obispo volvió a excomulgar al gobernador. Lo aplastó. Lo pisoteó con brasas.

—¡Era puro demonio! —exclamó Aldonza—. ¿Qué tenía de príncipe?

—Sus grandes emprendimientos. Y su agresividad, su agresividad imbatible. No retrocedía aunque la lógica lo exigiera. El gobernador, por ejemplo, quiso desquitarse ordenándole que cumpliese con una cédula real. Según ella, el obispo debía pagar a cada indio ocupado en sus haciendas un real por día más la adecuada alimentación. El obispo lo hacía, me consta que lo hacía. Pero en lugar de explicárselo al gobernador, lo contraatacó por invadir asuntos de su propiedad, que eran también propiedad de la Iglesia. Y como broche le arrojó otra excomunión. Era la lucha entre dos poderes, como les dije.

—Un demonio, un demonio —exclamaba Felipa, entre indignada e insolente.

—Usted hizo bien en alejarse de ese lugar —consoló Aldonza al fraile.

El clérigo asintió con la cabeza.

—Se habrá sentido muy aliviado al apartarse de tanto jaleo.

—Sí —contestó dubitativamente.

—¿No está seguro, acaso?

—Me viene un malestar cuando sólo evoco una parte de su vida, de sus acciones —volvió a picarle la oreja; se rascó enérgicamente—. Peco por omisión.

—¿Acaso la otra parte, la buena, es tan notable como la mano?

—No puedo juzgarlo.

—¿Por qué no? Fue un pendenciero, un codicioso. Amancebado… —Aldonza se expresaba con infrecuente dureza.

—Hay otra parte —insistió fray Isidro.

—¿La del príncipe? —musitó Diego—. ¿Se refiere a la parte del príncipe?

—Príncipe, y mucho más. Era un hombre muy complejo era un grande.

El convoy inició su conocida curva y se empezó a formar el rodeo. Había llegado la hora de cenar. Y había que cumplirla antes de la caída de la noche.

La gesta del marrano
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