78
Caminaron por la orilla del mar, alejándose del Callao y su ruidoso puerto. Ambos querían desprenderse de la vigilancia ubicua que los aherrojaba día y noche. En el hospital no podían hablar porque un barbero, el boticario, un fraile, un sirviente, podrían malinterpretarlos y pronunciar la frase que operaría como relación. Se pondría entonces en movimiento la maquinaria que rueda hacia un funcionario del Santo Oficio. La delación es una virtud; y don Diego era un penitenciado, un sospechoso vitalicio; como dice el refrán: «Quien peca una vez, peca dos». El Tribunal apreciaría a quien se acercase para contar que dijo esto o aquello. Su vivienda tampoco era segura: en las casas de los penitenciados se instalaban orejas invisibles de gran poder. En la cárcel muchos reos decían haberlas logrado identificar.
Francisco conocía la playa: aquí había venido antes de reencontrarse con su padre; había necesitado hacerle una reverencia al océano e impregnarse de eternidad antes de poner a prueba su fortaleza espiritual.
Las olas se estiraban como lenguas. Dibujaban una línea ondulada, inestable. ¿Eran otro alfabeto de Dios? Quizá ese trazo móvil era el relato maravilloso de otra vida tan compleja como la que se desarrolla sobre la tierra. ¿No sería la inconmensurable loza azul de superficie marina el cielo de otra humanidad que respira agua y recibe el hundimiento de los barcos como blandas caídas de meteoritos?
Diego Núñez da Silva caminaba con esfuerzo. Sus pies habían quedado dañados definitivamente.
Llegaron hasta los acantilados: una muralla de rocas y canela construida por las olas en milenios. Don Diego se quitó el sambenito y lo enrolló prolijamente hasta convertirlo en un cilindro delgado. Lo afirmó bajo la axila. Desprovisto de esa prenda humillante, a Francisco le pareció más alto. El lejano Callao se convirtió en una cresta que, por momentos, desaparecía tras las anfractuosidades. Estaban libres. Sólo se oía el rodar de las aguas y los chillidos de las gaviotas. El cielo eternamente encapotado era una gruesa lámina de cinc. El viento le abrió la camisa a don Diego que disfrutó el amistoso masaje en torno al cuello. También le abrió tules íntimos. Pudo hablar de su miedo al dolor físico. Nadie lo escuchaba, sino Dios, Francisco y la naturaleza.
—Desde niño me ha aterrado el dolor, ¿sabes, Francisco? Crecí escondiéndome en sótanos y tejados cuando asaltaban el barrio judío de Lisboa; sufría palizas en la Universidad; presencié un Auto de Fe; envolví mi cabeza con mantas para no escuchar el clamor de quienes eran quemados vivos.
Disminuyó la marcha; los recuerdos agitaron su respiración; inspiró varias veces por la boca y, sonriéndole apenas a Francisco, se impuso concluir el dramático panorama.
—Apenas pude sostener a mi amigo López de Lisboa cuando ejecutaron a sus padres. ¿Había consuelo? Estudié medicina para matar el dolor en los otros, con la secreta ilusión de que así eliminaría el mío, tan agudo. Fue entonces —se desvió hacia la medicina, necesitaba oxígeno— cuando descubrí a Ambrosio Paré. ¿Sabes quién fue ese cirujano genial?
Francisco negó con la cabeza.
Le contó sobre la habilidad de Paré para ligar los vasos sangrantes en vez de cauterizarlos bárbaramente con una antorcha o el hierro al rojo. El enfermo, además de sufrir la herida —explicó—, debía aguantar las quemaduras del tratamiento. Eso no tenía lógica.
—Yo mismo no tenía conciencia del monto de pavura que me producía el dolor —insistió sin empacho.
Recordó el instante en que los inquisidores ordenaron enviarlo a la cámara de torturas. Era su primera referencia frontal sobre el tema. Francisco se tensó. Don Diego, como si hubiera logrado atravesar el muro que le impedía expresarse, siguió narrando mientras caminaban.
—Hasta ese momento, en la prisión había mantenido una relativa serenidad. Pero cuando empezaron a sugerirme la tortura imaginé golpes, quemaduras, retortijones, calambres y puntadas. Transpiré, se me nublaba la vista. Los inquisidores exigían nombres, delaciones. No bastaba arrepentirse, volver a ser un buen cristiano y cargar para siempre el estigma de una falta; debía aportar, como ofrenda insoslayable, el nombre de otros judaizantes. La Inquisición no cumple su sagrada misión limitándose a enmendar a los extraviados: tiene que aprovechar cada extraviado para atrapar muchos más. Así depura la fe.
El majestuoso paisaje contrastaba con la lúgubre evocación. Era un marco demasiado bello para una pintura demasiado oprimente. Rememoró la noche atroz.
—Me revolcaba en la celda como un niño. Gemía, temblaba. Nunca había descendido a tanta indignidad. Esperaba que vinieran a buscarme. Cada ruido me sobresaltaba. Me quebré estas uñas arañando los muros. Tiritaba de frío. ¡Ah, qué espantoso! A la madrugada sonaron las trancas metálicas; era el sonido que aguardaba minuto tras minuto. Los esbirros me palparon el sayal: como si hubieran visto cuando me oriné y vomité encima. Me entregaron otro. Yo no tenía fuerzas ni para preguntar. Dejé que me arrastrasen por los pasillos siniestros hasta una cámara vasta, iluminada por antorchas. El resplandor sacaba brillo a extraños aparatos. A la vera de cada uno había una mesa y una silla. Eran escritorios donde un notario de la Inquisición tomaba nota de cada palabra que se pronunciase. El acto cruel estaba revestido de minuciosa legalidad y obedecía a una secuencia pautada. Todo perfectamente organizado. Los funcionarios procedían de acuerdo a normas.
Francisco le aferró el antebrazo para transmitirle su aflicción y, al mismo tiempo, alentarle a continuar hablando: debía sacarse esos bloques de oprobio. Don Diego le devolvió la viril caricia.
—La luz reverberaba en el sudor de los verdugos —evocó cabizbajo—. Los cuerpos de los pecadores se retorcían como lagartijas. Había orden: un notario, un verdugo y algunos ayudantes para cada reo. Oí aullidos entre las sombras. Y entre los aullidos y el pánico se filtraba una voz imperiosa reclamando a las víctimas que hablen, que hablen, que hablen; si no lo hacían aumentaba la intensidad. Decía «intensidad» a secas. Pero se refería a la intensidad del feroz descoyuntamiento, de los vergazos, del suplicio del agua, de las mancuernas con púas.
—Yo tenía los ojos velados por el terror y sólo captaba parcialidades, sólo las captaba —decía— porque aún no se dedicaban a mí, aunque me dejaban ver y oír para ablandarme. Unos hombres destrozaban a otros con parsimonia.
Se detuvo nuevamente para inhalar bocanadas de aire. Francisco lo miraba como a un prodigio sobrecogedor: la misma cara que en Ibatín narró historias edificantes, aquí desovillaba una descripción del infierno.
—De súbito percibí una seña —continuó—. Se me heló la sangre. Rogué y caí de rodillas. Con diabólico entusiasmo me quitaron el sayal. Mi desnudez y vergüenza aumentaron mi parálisis. Me tendieron sobre un tablón. Alguien me tomó el pulso, me tocó la frente mojada. Era el médico. La Inquisición usa médicos para controlar las torturas. Lo miré intensamente y en mi mirada corría la súplica al colega, al esculapio que estudió a Hipócrates e hizo suyo el mandato de Primun non noscere. Pero este médico cumplía la tarea que le habían encargado y no se impresionaba por mi castañeteo, ni mi taquicardia, ni mi vasoconstricción. Dijo con indiferencia: «Pueden empezar». Me habían instalado en el potro de descoyuntamiento. Ataron mis muñecas y tobillos a cuerdas que se conectaban a un timón. El notario, un fraile dominico, untó la pluma en el tintero y aguardó los nombres que yo debía aportar. El verdugo empuñó el timón y lo hizo girar. Sentí el tironeo asesino. Aullé: me arrancaron los brazos y hacharon las ingles. Se detuvo la tracción, pero sin ceder. Los tendones del pecho eran brasas. Que diga los nombres. No pude hablar. Otra vuelta de timón y me desmayé.
»En el calabozo fui atendido por un barbero, quien me aplicó paños húmedos en las articulaciones desgarradas y me practicó una sangría. Se me formaron vastos hematomas. La Inquisición era paciente y aguardó a que me recuperase para seguir con otros tormentos.
»Supuse que me someterían a la garrucha —continuó don Diego—; era peor que el potro. Atan los brazos a la espalda y enganchan las muñecas a una polea; de la ligadura en las muñecas izan todo el cuerpo en esa forma antinatural. Los hombros se tuercen y sus tendones se van cortando de uno en uno con rapidez. Si la contextura física es resistente, cargan pesas a los tobillos. Y si aun así el reo continúa pertinaz, lo dejan caer de golpe. Calculé que no saldría vivo de esta prueba. El verdugo, sin embargo, había preparado otro tormento. Me acostaron sobre el nefando tablón, me ataron las extremidades y el cuello con ásperas correas y metieron un embudo en mi boca que me produjo arcadas; rellenaron su alrededor: con trapos. Aumentaron las arcadas. Ni podía respirar. Pero eso era principio. El notario untó su pluma y aguardó. Era excepcional que alguien no se persuadiera de confesar en estas condiciones. Al método lo llamaban cariñosamente «cantar en el ansia». El verdugo empezó a vaciar un barril de agua en el embudo. Yo tragaba, me ahogaba, tosía, tragaba de nuevo, sentía que por fin llegaba la muerte. El médico ordenó interrumpir la prueba. Sacó la larga tela, me puso boca abajo y golpeó brutalmente mi espalda. La consecuente congestión pulmonar duró semanas. Traté de conseguir un veneno para suicidarme. No sé, Francisco —sus conjuntivas estaban rojas— cómo te digo esto sin rodeos. No sé.
Francisco volvió a oprimirle el antebrazo.
—Llegó el día del oprobio, hijo mío —levantó la cabeza hacia el colchón de nubes como si pidiera a Dios que también lo escuchara—. Tirité toda la noche. No existía la clemencia. Yo era una oveja en el matadero. A madrugada los esbirros hicieron sonar las trancas y me ofrecieron el sayal limpio: había vuelto a orinar y vomitarme encima. ¿Qué me esperaba ahora? ¿El cepo y los vergazos? ¿Las mancuernas? ¿Cilicios? ¿Más potro, más garrucha, más suplicio del agua? Me tendieron sobre otra mesa. Me ataron las extremidades en cruz: abiertos los brazos y juntas la piernas. Así mataron a Jesucristo, pensó, sólo que a Él lo pusieron vertical y a mí me mantienen acostado. Los pies sobresalían en el aire; aún no entendía para qué. El dominico untó la pluma y reiteró que esperaba los nombres. En mi cabeza revoloteaban los nombres de personas que no podía entregar. Quería espantarlos para que no se enganchasen a mi campanilla y afloraran a mi lengua. Terrible. Mencionarlos era condenarlos para siempre. Pensé en animales. Decía puma, víbora, pájaro, mirlo, gallina, vicuña, cordero, para que no dejasen espacio al nombre de una futura víctima. Pero me aterré: un hombre de Potosí se llamaba Cordero y quizá ni era cristiano nuevo. Cometería un crimen. Entonces empecé a llamar con exasperación a los grandes ya fallecidos: Celso, Pitágoras, Herófilo, Ptolomeo, Virgilio, Demóstenes, Filón, Marco Aurelio, Zenón, Vesalio, Euclides, Horacio. Mientras fluía ese torrente, el dominico acercó la oreja para atrapar la valiosa declaración… Me engrasaron pies con manteca de cerdo. Después instalaron por debajo, casi tocándome los talones, un brasero desbordante. El calor, incrementado por la manteca, atravesó mi piel. Intenté recoger las piernas, pero no pude. Ésta era la tortura que me haría hablar: lenta, penetrante, insoportable.
»—Los nombres —reclamaba el inquisidor.
»—Plinio, Suetonio, Lucanor, Eurípides —contestaba desesperado. El verdugo apantallaba las brasas. La manteca encandecía los pies y goteaba ruidosamente.
»—Los nombres.
»—David, Mateo, Salomón, Lucas, Juan, Marcos, San Agustín, San Pablo —y acudieron a mi mente desequilibrada los animales que prefería evitar: hormiga, rata, sapo, luciérnaga, perdiz, quirquincho.
»—Los nombres…
»El dolor me atravesaba el hueso. La quemadura lenta era peor que el potro, la garrucha, el cepo y el agua. «Has caminado el sendero del pecado», dijo un fraile. «Si no hablas, no podrás caminar siquiera el de la virtud». Me desmayé y me concedieron varias semanas para curarme. La Inquisición tiene tiempo: es hija dilecta de la Iglesia y participa de su inmortalidad. Pero la curación no fue satisfactoria. El fuego produjo lesiones irreversibles. Ya ves: camino igual que un pato —estiró los índices hacia sus botas—. Mientras aplicaban ungüentos en contra de mi voluntad pues, como ya te dije, creo en la regeneración espontánea de los tejidos, me siguieron insistiendo en la obligación de aportar el nombre de otros judaizantes. Yo tenía una esperanza inconfesable: mis heridas se infectarán, contraeré gangrena y entonces terminará el suplicio. No esperaba el golpe artero que cambiaría ese rumbo.
Don Diego desenrolló el sambenito y lo tendió como una alfombra sobre la arena. Se sentó con las piernas recogidas. Francisco lo imitó. Tras una pausa, entró en el cubo más doloroso de sus recuerdos.
—Me visitó mi abogado defensor, que es un funcionario del Santo Oficio cuya tarea consiste en convencer a los prisioneros de que sólo existe un camino para recuperar la libertad: someterse. Hasta ese momento pude evitar que mis labios me traicionaran. Pese al terror y al desamparo, no mencioné los rostros que acudían a mis sueños y duermevela: Gaspar Chávez, José Ignacio Sevilla, Diego López de Lisboa, Juan José Brizuela. El abogado me informó que Brizuela ya había sido arrestado en Chile y se comportó con más virtud: reveló nombres. Y uno de esos nombres era Diego, mi hijo mayor. Te aseguro, Francisco, que nunca sentí un golpe más atroz. Quedé atontado.
Contrajo el rostro y sacudió la espalda doblada. Francisco se levantó, se quitó la capa y rodeó con ella los hombros anchos de su padre. ¡Cómo quería a este hombre! ¡Cuánto le dolía verlo sufrir! Su padre le agradeció con unas palmaditas en la mano, después se frotó rudamente las órbitas mojadas.
—En la siguiente sesión fui acostado nuevamente para el suplicio del fuego —prosiguió en voz muy baja, casi inaudible—. La manteca en los pies me produjo una convulsión, Francisco. Enloquecía. El inquisidor fue preciso esta vez.
»—Tu hijo Diego ha judaizado; lo sabemos. Testifícalo —susurró a mi oreja.
»—¡Es un pobre retrasado mental! —gemí—. Es un inocente.
»—¿Ha judaizado?
»—Ni sabe qué es judaizar, es un tonto —seguí mintiendo; en ese instante no se me ocurría otro recurso.
»—¿Ha judaizado? Testifica esto con un sí —su boca enrojecía mi oreja.
»—No sabe nada —sollocé.
»—¿Ha judaizado?
»—Es como si no hubiera, porque, ¡es tonto! —grité—. ¡Es inocente! ¡Es idiota!
»—Entonces ha judaizado. Retiren el brasero.
»La pluma del notario rasgó en el papel las frases confirmatorias. El inquisidor sabía que bastaba una ranura para que se abriera el torrente. Yo había testificado en contra de mi propio hijo, también pecador. Trataría de salvarlo, por supuesto, pero en mi discurso torpe aparecían los datos que transformaron la sospecha en certeza.
»No podía sentirme más despedazado. La brusca suspensión de la tortura no me aportó alivio, sino pavor. Era la prueba de que habían conseguido lo que se proponían, y que yo había condenado al pobre Diego. Perdí entonces las últimas amarras: era una basura que flotaba en el abismo. No había ya nada que hacer, ni defender, ni rescatar. Nada. El Santo Oficio, en cambio, aprovechaba en ese momento su infinita ventaja: la basura que era yo obtendría la misericordia de algo real y poderoso si me entregaba en sus brazos. Debía cancelar toda resistencia y toda discreción: debía confesar hasta las heces.
—¿Lo… hiciste? —dudó Francisco. Don Diego asintió.
—Lo hice —inhaló una profunda bocanada de aire—. Yo era cadáver; mi alma se había despegado, enloquecida, y vaya a saber por dónde penaba. Conté que había instruido a Diego en el judaísmo. Conté la verdad: se había herido un tobillo y aproveché el clima íntimo para explicarle quiénes éramos. Conté que Diego se sorprendió, se asustó, no era fácil aceptar que uno desciende de judíos.
»—¿Qué más? —me preguntaron.
»—Le prometí enseñarle nuestra historia, tradiciones, festividades —confesé—. Lo hice en Ibatín y continué enseñándole en Córdoba.
»—¿Qué más? —insistieron.
Don Diego se inclinó hacia adelante y borró con la mano los dibujos que fue haciendo en la arena mientras reconstruía su viaje al infierno.
—Lo que ahora no puedo borrar —cambió de tono y meneó la cabeza blanca— es aquel lejano momento: cuando en la penumbra, en Ibatín, expliqué por primera vez al pobre Diego que teníamos sangre judía. ¡Qué cara puso! Creo que lo asaltó la premonición de su tragedia.
Francisco asintió.
—Hace tantos años… No me pude contener, entonces. Estábamos solos en su cuarto. Completamente solos. Él, con su pierna vendada; yo, sentado a su vera. En penumbras. En silencio sobrecogedor, casi sagrado.
Francisco giró la cabeza y recorrió con mucha lástima los pliegues de ese rostro cortajeado por arrugas.
—No, papá. No estaban solos.
Don Diego se sobresaltó.
—¿Qué quieres decir?
—Yo fui testigo.
—Pero… —tartajeó el padre— ¡eras muy pequeño!
—Y curioso. Los espié desde las sombras.
—¡Francisquito!… —se le anudó la garganta al evocar la criatura que había sido—. Me ofrecías la bandeja de bronce con higos y granadas. Me reclamabas cuentos e historias —se quitó la capa que puso en sus hombros y se la devolvió—. Toma: estás desabrigado.
—Quédatela; por favor, papá.
Recordaron la tarde en que abrió el estuche forrado en terciopelo rojo y les explicó el maravilloso magnificado de la llave española. Recordaron las clases en el patio de los naranjos. El viaje a Córdoba y el robo de su cofre con libros en medio de las salinas. Recordaron el escaso tiempo que vivieron juntos en Córdoba, en la casa que les había dejado la familia de Juan José Brizuela. Y después recordaron los brutales arrestos.
—Me ilusioné, Francisco. La desesperación hace que uno se mienta a sí mismo —lamentó su padre—. En la mazmorra, después de confesar, es decir entregarme a los «clementes» brazos del Santo Oficio, supuse que el pobre Diego y yo recuperaríamos la libertad. Actué como indicaba mi abogado «defensor». Imploré con lágrimas la misericordia de la Inquisición. Expresé mi arrepentimiento. Abjuré repetidas veces de mi inmundo pecado. Insistí en que deseaba vivir y morir en la fe católica. Rogué ser admitido a reconciliación. Pedí por mi hijo, a quien llevé por la mala senda, aprovechándome vilmente de su corta edad y su débil entendimiento. Quería vivir para enmendarlo, enseñarle a comportarse como buen católico, ser merecedor de la gracia divina y convertirme en un soldado de Jesucristo. Dije e hice todo eso, Francisco. Nunca me quebré tanto.
Volvió a dibujar signos en la arena.
—Me comunicaron que también abjuraba mi hijo. Pero ambos debíamos aguardar el próximo Auto de Fe para recuperar la libertad. Nuestro mantenimiento en la cárcel no era problemático porque se pagaba con los bienes que oportunamente me habían confiscado. Era duro seguir esperando sin una fecha en el horizonte. Yo caminaba con ayuda de muletas. No me dejaron ver a Diego. A pesar de mi mansedumbre, con frecuencia volvían a lastimar mis muñecas y tobillos con los grilletes de hierro para recordarme que seguía preso y que mi falta había sido muy grave.
Abrumado, Francisco se levantó, caminó hasta el borde del mar y se arremangó los pantalones. Avanzó en el agua hasta que le llegó a las rodillas. Se lavó la cara y permaneció absorto en la rectitud del horizonte. Las gotas salobres y frías resbalaban por su piel. No sólo escuchaba el deseado relato de su padre: lo sufría. Regresó junto al encanecido médico, le acomodó la capa sobre los hombros y volvió a sentarse a su lado.
—¿Cómo fue el Auto de Fe, papá?
Don Diego arrojó un trozo de conchilla hacia el festón de espuma y se reconcentró. Faltaba expulsar este hueso de su garganta.
—El día anterior al Auto de Fe vinieron a leerte la sentencia. Recibí en mi estrecha mazmorra a oficiales y clérigos que hacían cortejo al inquisidor, quien traía en la mano grandes pliegos. Su cara parcialmente iluminada por la luz vacilante de un blandón estaba ausente. Me comunicó fríamente la sentencia. El abogado defensor me hundió su codo en el tórax y tuve que caer de rodillas y agradecer la clemencia del Señor y del justo Tribunal. Las horas que faltaban para el inminente Auto debían ser consagradas a la oración. Me acompañó un piadoso dominico. Ese tiempo se parecía al velatorio de un muerto. Antes del amanecer sonaron hierros, gritos, tacos y escudos. Me pusieron este sambenito —lo acarició—. Fíjate: una prenda tan ordinaria que reúne tanto desprecio. Apenas un escapulario de lana, ancho como el cuerpo, que llega sólo hasta las rodillas; su cortedad lo diferencia del que usan los frailes, claro. Su color amarillo debe relacionarse con algo feo y sucio, porque evoca la condición judía. Felizmente carece de pinturas en forma de llamas: yo no era un condenado a la hoguera. Cuando reunieron a los penitenciados para iniciar la marcha hacia el Auto de Fe, vi a tu hermano Diego con otro sambenito igual. ¿Te imaginas mi turbación? Lo miré con ganas de abrazarlo, besarlo, y pedirle perdón. Necesitaba pedirle perdón. Pero tu hermano Diego, Francisco, no quería mi perdón. Desvió los ojos. La cárcel y la tortura lo alejaron de mí para siempre. Le pusieron una vela verde en la mano y procedieron de la misma forma conmigo. Nos ordenaron avanzar por los lúgubres corredores. Pegado a mi hombro caminaba el fraile dominico insistiendo en sus plegarias. Yo no dejé de mirar a Diego, quien parecía huir de mí, con susto y vergüenza.
Se interrumpió. Las brasas del recuerdo le secaban los pulmones y necesitaba inspirar grandes bocanadas de aire.
—Cruzamos las altas puertas del Santo Oficio rumbo a la plaza de la Inquisición. Fuimos recibidos en la calle con hiriente júbilo. Éramos monstruos que poníamos color a la rutina. En torno desfilaban caballeros y órdenes religiosas con gran boato. Estaban las compañías armadas del virrey; hacían ruido los arcabuceros; delante de la Audiencia iban los maceros de la Corona; entre los funcionarios caminaban los pajes. Nos hicieron caminar delante del palacio, como animales exóticos, para que nos disfrutara la virreina oculta tras las celosías. No sé por qué el acto se demoraba mucho y los condenados desfallecíamos. Parece que se había producido un enredo de protocolo. Finalmente fuimos conducidos al patíbulo. Éramos criaturas lamentables, atrozmente cómicas. En la cabeza llevábamos un cucurucho de cartón pintado y en la mano una vela verde. De pie, atravesados por las miradas despreciativas de la muchedumbre, debíamos escuchar los largos sermones. Y tras los sermones, las pormenorizadas sentencias. Cada reo era tratado en forma separada. Los relajados pasaban al brazo secular para que éste les diera muerte con horca y luego hoguera, o directamente hoguera. Los penitenciados éramos castigados públicamente: algunos con azotes, otros con diversas condenas: salvábamos la vida gracias al arrepentimiento. Yo fui penado a confiscación de bienes, sambenito, castigos espirituales y cárcel por seis años. La sentencia de mi hijo fue menor: confiscación de bienes, hábito por un año, penitencias espirituales y seis meses de reclusión absoluta en un monasterio para su reeducación. Luego me avisaron que, por pedido del virrey Montesclaros y la bondad de los ilustrísimos inquisidores, debía radicarme en el Callao y trabajar en su hospital portuario. De esta forma, Francisco —hizo una irónica mueca—, recuperé mi libertad y me hicieron volver a la religión del amor.