53

Abundaba tanto la piedra suelta que las mulas y el caballo de Lorenzo ya no podían trotar. La Puna producía dolor en el estómago, mareos y fatiga. A cada rato bebían agua o sorbían un poco de caldo con ají. De a ratos caminaban junto a las cabalgaduras para que no se empacasen. Sólo el indio José Yaru tenía aspecto saludable a pesar de su permanente hosquedad; estas tierras eran su patria y esta atmósfera le sentaba bien. Marchaba al encuentro de sí mismo; una progresiva armonía acomodaba su relación con el mundo. Su bienestar se asociaba a hechos terribles —pero también grandiosos— que no podía comunicar a nadie.

Francisco miraba con atención el paisaje espectral. Estaban más cerca del cielo y quizá de Dios. Por aquí había venido su padre cuando era joven, escapando de Portugal y del Brasil. Lo imaginaba viniendo del Este, a través de selvas feroces, y encontrándose de súbito en esta meseta elevadísima y árida rumbo a la legendaria Potosí cuyos cerros manaban la plata. Ya entonces se decía que en diez años ordeñaron a estos cerros más metales preciosos que los indios en dos mil. Decenas de millares de hombres fueron empujados a las minas por el sistema de la mita[22]. El trabajo compulsivo se fue haciendo cruel e insalubre a medida que se agotaban los filones y debían perseguidos en las entrañas del suelo. Francisco penetró en las calles bulliciosas de Potosí. Los muros no eran de plata ni las tejas de oro. Pero circulaban carruajes fastuosos, los hombres y las mujeres usaban ropas coloridas. Los ricos destinaban algo de sus ganancias a la vanagloria y el grueso a los arcones. Predominaban dos entretenimientos: los prostíbulos y los titiriteros. A los primeros los condenaba la Iglesia y a los segundos la Inquisición.

Sermón de por medio era destinado a condenar el pecado de la carne. Insistían que en los lenocinios se regodeaba Satanás atrapando almas. Los sacerdotes acusaban y amenazaban en su lucha desigual. Desde el púlpito miraban con reproche a los varones irresponsables y a las mujeres desvergonzadas —porque todos concurrían a los servicios, incluidas las administradoras de burdel—, pero no conseguían enderezar sus conductas. La Inquisición, en cambio, concentraba sus ataques contra los titiriteros. Sostenía que era arte maligno hacer hablar a muñecos. Las mentes débiles confundían la materia inerte con el espíritu y podían creer en el poder de una imagen profana. Hacía poco toda la región había sido conmovida por una plaga: la enfermedad del canto. Miles de indios se habían entregado a canciones y danzas esotéricas porque se les inculcó el regreso de las huacas, ridículos dioses de la naturaleza: lagos, montañas, piedras, árboles. Peor aún, se les inculcó que los dioses ya no permanecían en los objetos, sino saltaban a la boca de los indios y se introducían en sus entrañas, cabeza, piernas y brazos. Los hacían danzar frenéticamente durante días y noches. Sus inmundos predicadores decían que retornaban para combatir a Cristo. La enfermedad del canto —Taki Onkoy— convulsionó la montaña. Hubo que mandar expediciones para reprimida. Se descubrió un gran número de hechiceros, hechiceras y curacas[23] comprometidos en la nefasta rebelión idolátrica. Hubo que castigar y matar hasta restablecer el orden.

Pero la Inquisición no se ocupaba únicamente de la idolatría. Los titiriteros eran, sobre todo, unos insolentes que pretendían hacer reír y ganar dinero a costa de los dignatarios. En forma oblicua se referían a los pecadillos de un corregidor, los sobornos de un juez, las desventuras de un alguacil o las tentaciones de un sacerdote. Espantoso. Los títeres mostraban cómo hombres de fortuna solían caer en las trampas de un pícaro, así como un obispo podía entregarse a los brazos de una hermosa mujer. Estas historias arrancaban carcajadas pero debilitaban la fe. Los atentados contra la fe, por cualquier procedimiento que fuese, eran merecedores del más severo castigo. En consecuencia, la Inquisición prohibió los títeres.

Lorenzo Valdés no se iba a perder tanto jolgorio. Un buen guerrero necesita saber divertirse, afirmaba. Sus virtudes empiezan con un beso a la cruz y una reverencia a la espada, pero el buen ánimo requiere culos, tetas y vino. Así lo decía su padre ante la redonda jeta de fray Bartolomé. Nadie lo iba a desmentir. El soldado tiene un duro oficio y merece una rotunda paga. La paga se la cobra en las tabernas y los burdeles cuando reina la paz, en el pillaje y las violaciones cuando arde la guerra. Es simple, conocido. Y está consagrado por la costumbre.

Arrastró a Francisco. El lupanar no se distinguía de las casas vecinas, aunque parecía más bajo y oscuro. Estaba en un extremo de la agitada ciudad. La puerta de color verde tenía por aldaba la cabecita de un monstruo que sacaba la lengua. Fueron conducidos al salón por una mestiza e invitados a sentarse. Encontraron varios hombres ocupados en recibir las atenciones de unas mujeres. Reían bajito mientras intercambiaban caricias. Una mulata ofrecía vasos de pisco.

Francisco y Lorenzo empezaron a beber. En seguida se les acercaron dos mujeres. La de tez perlada depositó suavemente su mano sobre la de Francisco. Era tierna y embriagadora. Francisco fue recorrido por una corriente de hormigas. Tras las pestañas oscuras le miraban ojos húmedos. Sus mejillas avivadas por el carmín eran tersas como un prado. La boca pintada balbuceaba turbulencias. Liberó la mano para beber medio vaso. La mujer sonrió; también se apartó un poco. Reconoció al novato, un ejemplar poco frecuente. La divertía seducirlo.

Lorenzo Valdés, en cambio, se incorporó, rodeó la cintura de su compañera y le preguntó dónde podían estar solos. Ella lo guió hacia el patio que conducía a los aposentos con jergones. Se acercó a Francisco otra mujer, muy gorda y desdentada. La envolvía una nube de lavanda. El muchacho temió que viniera a reemplazar a la joven que le había tocado la mano. La vieja sonrió y su fruncida boca se convirtió en un espantoso círculo negro. Francisco se echó hacia atrás. Ella le masajeó la nuca.

—Hijito —lo tranquilizó—: vengo a cobrarte. Quiero que lo pases bien. ¿Te gusta nuestra hermosa Babel?

Francisco miró a la joven y asintió. La gorda extendió su mano cargada de anillos y pulseras. El muchacho hurgó en su escarcela mientras la prostituta y la vieja administradora lo observaban con atención. Unas fuertes carcajadas estallaron en el extremo opuesto de la sala y un hombre enfundado en jubón de seda azul corrió tras dos mujeres que huían hacia el patio.

—¿Me quieres correr? —susurró la muchacha.

—¿Cómo es eso?

—Me corres y… cuando me agarras… ¡me agarras!

—¿Te agarro?

—Sí —entrecerró los párpados violetas con gesto de vencida—. Haces conmigo lo que quieres. Lo que te gustaría hacerme.

Francisco encogió levemente los hombros y estiró las comisuras labiales.

—¿Qué te gustaría? Vamos, dime —acercó su mejilla ardiente—. Te gustaría… ¿tocarme la cara? ¿Te gustaría tocarme el cuello? Mira —levantó su cabeza y estiró su garganta de nieve.

Él estaba contraído. Un temblor le recorría el abdomen. Tenía los pies fríos y las manos transpiradas.

—¿Te gustaría meter los dedos por debajo de mi falda? Si me atrapas, soy tuya. Es el trato.

—No quiero correrte —le salió una voz áspera.

—¿Acariciarme?

Francisco la miró con desconfianza, temor, excitación y rabia. Rabia contra sí mismo. Ella volvió a tocarle la mano. Sus dedos dibujaron suaves espirales sobre el dorso y luego se aventuraron hacia la palma. Le hizo cosquillas. Francisco rió apenas y ella aprovechó para trasladar la mano dolorosa a su cuello desnudo.

—Toca —invitó.

Los pulpejos anhelantes de Francisco se extraviaron en la cálida lisura de pétalo y, dirigidos por la gentil Babel, recorrieron su nuca, sus hombros y resbalaron cautelosamente hacia la maravilla de los senos. La cabeza de Francisco se inflamó. Necesitaba poseer, comprimir, besar, derramar. Abrazó con torpeza a Babel y le mordió los labios de ciruela caliente. Ella introdujo sus manos bajo la camisa de Francisco y hurgó bajo las calzas. Comprobó que había eyaculado.

Se soltaron lentamente. Francisco estaba perplejo. La marea que lo ahogaba se descomprimió rápido. Ella insinuó incorporarse, pero él la retuvo.

—¿Qué quieres ahora? —se arregló el cabello—. ¿Qué quieres? ¿Otra vez? Tendrás que pagar de nuevo a doña Úrsula.

Como si doña Úrsula hubiese estado presenciando el episodio, apareció con su voluminosa mano estirada. Francisco no hesitó. Ya estaba más tranquilo y pudo imitar a Lorenzo.

—Vamos a un sitio donde estemos solos —ordenó.

La turgente Babel lo condujo hacia un pequeño cuarto. Allí, iluminado por bujías, tuvo acceso en plenitud al vibrante cuerpo de una mujer.

Tendidos sobre el jergón de lana, ella le preguntó si era virgen.

—¿Te da orgullo haberme quitado la virginidad?

—¡Yo no te quité nada! —rió—. Tú la perdiste, en todo caso.

—¿Por qué te bautizaron Babel?

—No es mi nombre, sino mi apodo.

—¿Y a qué se debe tan raro apodo?

—Conozco palabras de muchas lenguas. Las aprendo en seguida: quechua, tonocoté, kakán —empezó a vestirse.

La gesta del marrano
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