La última semana de julio Ruth se viene a Barcelona. Los continuos viajes a lo largo del año han dejado nuestras cuentas corrientes bajo mínimos así que a las dos nos ha parecido la mejor opción. Eric y Daniel nos llamaron para invitarnos a pasar unos días en Ibiza en su casa pero les dijimos que no como pudimos para que no se lo tomaran a mal. Ambas sabemos que por muy poco que nos gastemos ya nos saldremos del presupuesto. Ellos no insistieron y dijeron que tal vez se dejarán caer por Barcelona. Les hacía ilusión vernos juntas.
Así que Ruth y yo pasamos los días bajando a la playa de La Barceloneta a tomar el sol y las tardes tomando algo en alguna terraza. Por fin puedo decir, sin temor a equivocarme, que lo que nos une se ha consolidado, que Ruth cada día tiene menos miedo a demostrar lo que siente. Que incluso se le escapa algún «te quiero» de vez en cuando. Aunque lo diga con un hilo de voz, como si temiera que decirlo en voz alta le pudiera hacer daño. Pero lo dice. Me lo dice al oído. Y se le pone cara de niña traviesa al hacerlo.
Tras pasar la tarde en la playa nos arrellanamos en las sillas de una terraza cercana. Siento el cuerpo extenuado y caliente por el salitre y el sol. Ruth se recuesta en la silla cansada, escrutando a su alrededor protegida por sus eternas gafas de sol que ya de poco sirven porque se va haciendo de noche. Le pedimos a la camarera un par de jarras de cerveza con limón. Ruth enciende un cigarrillo y me lo pasa, luego enciende otro para ella. Cuando nos sirven la cerveza espero a que dé un trago antes de hablar.
—Si te digo una cosa, ¿me prometes no asustarte?
Las gafas de sol de Ruth me miran. Alza las cejas por encima de ellas y sonríe con inocencia.
—¿Y por qué me iba a asustar?
—Porque ya nos conocemos, Ruth…
—Bueno, prueba a decírmelo y ya veré yo si me asusto o no.
Me inclino hacia la mesa y juego con la punta de mi cigarro sobre el cenicero, haciendo caer la ceniza en él.
—He estado pensando en mudarme a Madrid —le digo mirándola.
Malditas gafas de sol que apenas me han dejado percibir su reacción. La miro con una sonrisa nerviosa y espero a que diga algo.
—¿Estás segura? —es lo único que dice.
—Sí, estoy segura —afirmo—. Ruth, estoy cansada de tanto viaje. Yo quiero seguir contigo pero lo que no me apetece es tener que andar pendiente de horarios de aviones ni de trenes, de pensar cuándo voy yo o cuando vienes tú… ¿A ti no te pasa?
Ruth suspira y se quita, al fin, las gafas de sol. Las deja sobre la mesa y apaga el cigarrillo en el cenicero.
—Sí, a mí también me pasa.
—¿Y por qué no me habías dicho nada? —le espeto.
Ella se encoge de hombros y esboza una débil sonrisa.
—No sé, supongo que no sabía lo que tú querías. Si querías quedarte en Barcelona o qué… Y la verdad, si te soy sincera, a mi la idea de irme de Madrid no me hace mucha gracia…
—Lo sé. Por eso soy yo la que quiere irse allí.
—Pero ¿y tu trabajo? Tú estás fija aquí y empezar de cero en Madrid puede ser difícil.
—No es el trabajo de mi vida, Ruth. Seguro que en Madrid puedo encontrar otro similar fácilmente…
Se queda callada. Coge la cajetilla de tabaco y juega con ella con aire ausente. Acaba abriéndola y cogiendo un nuevo cigarro. Noto cómo un ramalazo de pánico hace temblar su barbilla cuando se lleva el cigarrillo a los labios para encendérselo.
—Mira Sara, no voy a negar que la idea de tenerte en Madrid me hace mucha ilusión pero… —le da una calada nerviosa al cigarrillo—. ¿Has pensado dónde vas a vivir?
Aunque me esperaba que dijera algo así no puedo evitar que me duela. Si Ruth demostraba un comedido entusiasmo ante la posibilidad de que me vaya a vivir a Madrid, era mucho pedir que diera por sentado que íbamos a vivir juntas.
—Pues me buscaré un piso, como hace todo el mundo —respondo resuelta.
—Sara… —comienza a decir apesadumbrada—. Sé lo que piensas. Y sé que lo más lógico sería que yo te dijera que te vinieras a vivir conmigo pero… sabes lo que pienso sobre ese tema. No quiero una convivencia. Al menos no ahora.
—Lo sé, Ruth, no hace falta que le des vueltas. Me buscaré un piso compartido y asunto resuelto —le digo tajante. Noto que mi tono de voz ha sido demasiado agresivo.
—Joder, nena… —se queja.
—Que no pasa nada, Ruth, en serio —le digo tratando de ser conciliadora.
—Pero seguro que te hacía ilusión lo de que viviéramos juntas.
—¡Claro que me hace ilusión vivir con la persona que quiero! —exclamo—. Pero si no puede ser pues no puede ser. Además… —dejo la palabra en el aire.
—¿Además qué? —pregunta ella extrañada.
—Además, estando en Madrid tendré más tiempo para hacerte cambiar de opinión… —le digo con una sonrisa maliciosa.
Ruth se echa a reír con ganas y tira de mí para besarme. Justo en ese momento escucho cómo una voz masculina pronuncia mi nombre con una alegría que no me suena del todo sincera. Me aparto de Ruth y busco con la mirada al autor de la llamada. Y se me hiela la sangre al descubrir frente a mí, junto a la mesa, a Pablo. Un Pablo sonriente, con aspecto de haber estado pasando el día también en la playa, que lanza miradas curiosas a Ruth mientras yo finjo normalidad, me levanto y le saludo con dos tímidos besos en las mejillas.
—¡Vaya, Sara! ¡Cuánto tiempo! —exclama él dándome palmaditas en el hombro y agarrándolo con una familiaridad que me resulta molesta.
—Sí, mucho tiempo —afirmo. Por el rabillo del ojo veo que Ruth también mira a Pablo con curiosidad. Los dos se escrutan el uno al otro. Pablo seguramente intuyendo que Ruth es mi pareja. Ruth preguntándose quién será este tipo que me saluda como si hiciera mil años que no me ve, lo cual, por otra parte, es cierto.
Ruth comienza a levantarse de la silla con la evidente intención de presentarse o esperar a ser presentada.
—Ruth, este es Pablo. Pablo, esta es Ruth, mi… —la palabra «novia» se me queda atascada en la garganta al ver que Ruth, al descubrir que el hombre que está frente a ella es Pablo, se le cambia el semblante, vuelve a sentarse en la silla y se dedica a mirarlo con expresión jocosa. Pablo se queda descolocado durante unos instantes pero pronto se da cuenta de que su presencia no resulta cómoda.
—Bueno, Sara, sólo me había acercado a saludarte. Estoy con unos amigos —señala a un grupo de gente que está de pie esperando al lado de las terrazas—. Ya nos veremos en otro momento —vuelve a darme dos besos—. Encantado —le dice a Ruth mientras comienza a alejarse.
—Lo mismo digo —le dice ella viendo cómo se va sin ocultar el tono irónico de su voz.
Cuando regresa la mirada a mí se encuentra con mi mejor cara de cabreo.
—Has sido un poquito borde, ¿no te parece?
Ruth niega con la cabeza bajando la vista.
—Sabes que no me gusta ser hipócrita, Sara. Y si le hubiera saludado como si nada lo habría sido —se defiende.
Sacudo la cabeza exasperada.
—No se trata de ser hipócrita, Ruth, sino de mera educación.
—Ese es Pablo, ¿no? Y por lo que me has hablado de él he llegado a la conclusión de que no me gusta y, desde luego, no voy a hacer ningún esfuerzo por ser amable con él después de cómo se portó contigo… Lo siento si te ha molestado. Pero si la cosa hubiera sido al revés y nos hubiéramos encontrado con Olga, en ningún momento esperaría que fueras simpática con ella.
—Mira, déjalo, anda. Vamos a pagar esto que tengo ganas de llegar a casa… —le digo zanjando el tema.
—Como quieras —me dice Ruth alzando el brazo para llamar a la camarera.
Como tantas otras veces, el enfado no me dura mucho. Ruth va aprendiendo a hacerse perdonar. Y ahora con más motivo. Pese a haber dejado claro que no viviremos juntas, empieza a hacer planes para cuando me traslade a Madrid. Piensa en voz alta mientras hacemos la cena, enumerando gente a la que puede llamar para conseguirme un trabajo, hablando de esas pequeñas cosas que ahora no hacemos por culpa de la distancia, comer juntas entre diario, quedar de improviso para ir al cine, darnos un telefonazo y vernos al cabo de un rato… Antes de decírselo pensé que le iba a costar más hacerse a la idea. Me alegro de haberme equivocado.
Eric y Daniel cumplen su promesa y se acercan a Barcelona un par de días. Aunque ellos se empeñan en ir a un hotel, Ruth y yo conseguimos convencerlos de que se queden en casa aprovechando que Sofía está de vacaciones fuera de la ciudad. Cada vez que nos miran, se ríen, cómplices el uno con el otro, con una inusitada alegría, sabiendo que, en cierto modo, ellos fueron los que propiciaron que a día de hoy Ruth y yo estemos juntas. Si no hubiera sido por ellos no nos habríamos conocido. Incluso si no nos hubieran recomendado el mismo restaurante al que ir en Menorca jamás hubiéramos vuelto a coincidir. Y resulta curioso porque ni Ruth ni yo tenemos una amistad demasiado estrecha con ellos. Más bien son unos conocidos con quienes congeniamos pero que han resultado decisivos para nosotras.
Las vacaciones pasan tan rápido como pasaron las otras en las que yo estuve en Madrid. Ruth se marcha con la promesa de empezar a preguntar a la gente que conoce para conseguirme entrevistas de trabajo. Yo dedico mi último día de vacaciones a ordenar y limpiar la casa y, de paso, hacer inventario de lo que tengo, de lo que me pienso llevar y de lo que pienso prescindir. Mientras voy de un lado a otro de la casa paso varias veces por delante de la habitación de Sofía. Un gran pesar se me amontona en el estómago cada vez. Porque tras toda la alegría que me supone irme para estar más cerca de Ruth, me doy cuenta de que eso también significa dejar a Sofía. Me pregunto cómo reaccionará. Tal vez se lo espere, aunque ella siempre estuvo convencida de que sería Ruth quien vendría a Barcelona. Ya se sabe, cada una barre para su casa y a ella le pareció que esa era la decisión más lógica.
Con la de historias que Sofía ha oído acerca de los problemas que mucha gente tiene compartiendo piso y que tanto la asustan, ¿cómo se tomará el que ahora ella tenga que buscar a alguien nuevo que ocupe mi lugar? Llevamos viviendo juntas más de cinco años y nos hemos acostumbrado la una a la otra. Nuestro mayor problema ha sido pelearnos por utilizar el cuarto de baño antes de irnos de fiesta. Hemos compartido ilusiones y penas y hemos sido más amigas que compañeras de piso. Estoy segura de que la entristecerá saber que me voy. Y no sólo que me voy del piso sino que me marcho a otra ciudad, donde podrá verme, sí, pero donde nada será como lo ha sido hasta ahora.
Sofía regresa de sus vacaciones más morena, si cabe, que de costumbre. Llega como un huracán, hablando sin pausa ni respiro, contándome cosas desordenadamente según se le van viniendo a la cabeza, camina a un lado, camina a otro, coge una cosa, la suelta, se acuerda de otra, la saca de la maleta, me la enseña, me pregunta qué me parece, me pregunta qué tal yo en casa estos días, cómo lo he pasado teniendo a Ruth aquí tanto tiempo. Y yo voy temiendo cada vez más que llegue el momento en que calle y me vea en la obligación moral de contarle las noticias, los cambios que va a haber en mi vida y, por extensión, en la suya. Algo debe de notar Sofía porque poco a poco va desacelerando su verborrea, cambiando la expresión, mirándome interrogativa.
—¡A ti te pasa algo! —me dice acusadora sin saber si tomárselo por el lado bueno o por el lado malo.
Yo sonrío débilmente. No puedo ocultar la alegría que tengo pero del mismo modo me resulta difícil no mostrar que también me da mucha pena tener que darle malas noticias para ella.
—Algo me pasa, sí —admito quedamente.
—Bueno, pues cuéntame qué es, leñe. Porque si no te veo llorando debo pensar que no es nada malo…
—No, malo no es…
—¿Pero qué es? —pregunta ya muerta de curiosidad.
La miro a los ojos mientras esbozo una media sonrisa desvalida.
—Me voy a vivir a Madrid —le suelto.
Sofía abre mucho los ojos y en su boca se dibuja una mueca de cómica incredulidad.
—¡No jodas! ¿Te lo ha pedido ella?
—No —sonrío descreída—. Ella no me lo ha pedido. Se lo he propuesto yo. Y ha dicho que le parece bien.
—O sea que os vais a vivir juntas, ¿no? Joder, nena, enhorabuena, si ya sabía yo que esta historia tendría final feliz…
Frunzo los labios de mala gana y niego con la cabeza.
—No, Sofía, no nos vamos a vivir juntas. Ya te he dicho muchas veces cómo es Ruth con este tipo de cuestiones. Prefiere que vivamos separadas de momento. Bueno, al principio, hasta que encuentre piso, me quedaré en su casa pero eso sólo será una situación temporal.
Sofía se va desinflando poco a poco. El cuento de hadas no es como ella se lo estaba imaginando.
—¿Y el trabajo?
—Pues a los de mi trabajo les avisaré cuando ya tenga seguro cuándo me voy para allá y allí me buscaré uno nuevo. Ruth me ha dicho que preguntará entre la gente que conoce a ver si sale algo…
Sofía me escruta con la mirada.
—¿De verdad lo tienes claro? —pregunta alzando una ceja en señal de incredulidad.
—Sé cómo suena, Sofía, pero ya no aguanto más este trajín de viajes. Ni económica ni emocionalmente. Quiero seguir con Ruth. Y ella me ha asegurado que quiere seguir conmigo. Si no tuviera esto claro no me movería de aquí. Pero tal y como están las cosas… ¡Pufff! —resoplo—. Nada me retiene aquí. Quiero cambiar de aires, probar nuevas cosas…
—Todo eso suena muy bien pero… —Sofía se queda dubitativa.
—¿Pero qué?
—Nada, Sara, nada, sólo es que no quiero que al final salgas escaldada…
La miro con ternura y le rodeo los hombros con mi brazo.
—No te preocupes, todo saldrá bien —le aseguro. Más para creérmelo yo misma que para convencerla a ella.
—O sea que, en resumidas cuentas —empieza a decir volviendo a su tono habitual—. Que me dejas solita en el piso… Voy a tener que hablar muy seriamente con esa roba amigas que tienes por novia, sí, señora, muy en serio… —va murmurando como en una letanía mientras se dirige a la cocina.
En un par de zancadas y con una sonrisa en los labios la alcanzo. Aún nos queda mucho por hablar, por organizar, por contarnos. Y yo ahora necesito cualquier cosa que me quite el pánico que siento. El miedo. Esa incertidumbre que es el distintivo de mi relación con Ruth.