Escuchas los movimientos de David por el piso. Es sábado por la mañana y le ha dado por ejercer de amo de casa. Lo oyes pasar la aspiradora, fregar el suelo, poner una lavadora, hacer múltiples ruidos que indican que está limpiando y ordenando. Vuestros otros compañeros de piso no están. El primo de David está en el pueblo y el otro está trabajando. Mientras tanto, tú te recluyes en tu cuarto, intentando convencerte a ti misma de que debes estudiar, de que lo más interesante del mundo en este momento son los libros y las pilas de apuntes que cubren tu escritorio. Y así debería de ser si no fuera porque tu cabeza se niega a asimilar el más mínimo dato.

Llevas varios días evitándolo. Saliendo de tu habitación lo menos posible para no cruzarte con él. La excusa de los exámenes te cubre las espaldas. No crees que David pueda pensar que hay otro motivo para tu encierro. Durante toda la semana sólo has sabido de él a través de los ruidos que ha hecho en el piso. El despertador por las mañanas y la ducha apresurada antes de irse a trabajar. La puerta abriéndose en la tranquilidad de media tarde, la música sonando a volumen bajo porque sabes que no quiere molestarte, la llegada de vuestros otros compañeros de piso, las conversaciones entre ellos, la televisión encendida, los ruidos en la cocina mientras se preparan algo de comer, de vez en cuando una llamada al móvil, escuchándolo hablar al otro lado de la pared, unas carcajadas de vez en cuando, luego un súbito cambio en el tono de voz como si le estuviera contando alguna confidencia a su interlocutor. Durante toda esa semana has tratado de salir de tu habitación sólo cuando él no estuviera en el piso. Si tenías que salir cuando él ya había llegado procurabas hacerlo en los momentos en los que sabías que también estaba en su cuarto. Salías del tuyo casi de puntillas, haciendo el menor ruido posible, ibas al baño o a la cocina a por algo de beber —lo único que te puede hacer salir— y volvías sobre tus pasos con el mismo sigilo, confiando en no cruzártelo por el pasillo.

El estado de nerviosismo y ansiedad que te domina te sorprende sobremanera. Y no te puedes engañar diciendo que son los exámenes los que te tienen así. Por primera vez en tu vida unos exámenes no te preocupan lo más mínimo. Te cuesta reconocer en ti a alguien a quien lo mismo le da suspender que aprobar. De cara al resto finges estudiar como una posesa. De cara a ti misma haces como que estudias, sentándote todos los días ocho o diez horas frente a tu escritorio a menear apuntes y abrir y cerrar libros, buscando bibliografías en Internet, jugando a subrayar frases que no entiendes porque ni siquiera te paras a leerlas. En realidad lo único que haces es aguzar el oído cada vez que oyes abrirse la puerta del piso. Decepcionándote cuando te das cuenta de que quien entra no es David. Prestando más atención cuando sí es él para imaginar lo que estará haciendo por los sonidos que te llegan a través de la puerta cerrada.

Le has dado muchas vueltas a lo que sientes en las últimas semanas. Hablar con Sara te calmó momentáneamente por el mero hecho de que pudiste contárselo a alguien. La verdad, no esperabas que fuera precisamente ella la que te comprendiera. No sabrías decir por qué pero nunca hubieras imaginado que Sara fuese bisexual. Aunque tampoco es que la conozcas demasiado. Lo poco que has podido ver de ella ha sido en las raras ocasiones en las que habéis coincidido cuando ha venido a Madrid y Ruth y ella han decidido salir a dar una vuelta. Esos encuentros, por lo escasos y porque siempre se dan en marcos que no invitan a la charla personal —bares, cafeterías, alguna que otra terraza ahora que hace buen tiempo y siempre rodeadas de más gente— no te habían permitido conocer mucho de ella. Lo que sí te esperabas era la reacción que tuvieron Ruth y Pilar. Y eso que se suponía que estabas hablando de alguien a quien ellas no conocían. Prefieres no pensar en lo que habrían dicho si hubiesen sabido que eras tú a quien le estaba ocurriendo lo que contaste. Pero no se lo reprochas. Reconoces que tú misma, hasta hace no mucho, habrías tenido una reacción mucho más negativa que la que ellas tuvieron.

Has estado haciendo memoria, intentando recordar cuándo empezó a cambiar tu opinión acerca de los hombres, cuándo dejaste de considerarlos el enemigo para comenzar a verlos como personas. No lo recuerdas así que supones que el cambio fue gradual. Sí que sabes que debió de ser antes de conocer a David, de lo contrario nunca se te hubiera ocurrido compartir piso ni con él ni con tus otros compañeros por muy gays que fueran. Lo que sí es cierto es que a raíz de conocer a David tu forma de ver a los hombres ha ido cambiando. No es que ahora pienses que todos son buenos y merecen una oportunidad. El macho ibérico te sigue dando la misma grima que antes. Y tus convicciones acerca del daño que hace a las mujeres la sociedad patriarcal y falócrata en la que están inmersas siguen siendo tan sólidas como siempre. Pero ahora ves algunas cosas de distinto modo. Porque ahora hay un hombre cerca de ti que te ha demostrado no estar cortado por el mismo patrón que tantas veces habías visto en la mayoría —por no decir todos— de hombres que se habían cruzado en tu camino. Y eso te ha contrariado. Te ha roto los esquemas.

Has pensado mucho últimamente en cómo ha transcurrido tu vida. Todo el mundo piensa —y no le falta razón— que lo has tenido más fácil que nadie. Naciste en una familia formada por dos mujeres. Dos mujeres que te educaron de un modo en el que siempre tuvieras presente la diversidad que existía en el mundo. Que había gente con un padre y una madre. O que se criaba sólo con uno de ellos. O con sus abuelos. O con sus tíos. O con otro familiar. Que había quienes como tú, tenían dos mamás o dos papás y había quienes no los tenían y esperaban tenerlos algún día. Para ti la homosexualidad siempre fue algo natural. Tus madres no te empujaron a ella. Siempre te dejaron claro que les daría igual que el día de mañana te presentaras en casa con tu novio o con tu novia. Simplemente te enseñaron que había más de una posibilidad.

En el colegio y, más tarde, en el instituto, fue donde te empezaste a dar cuenta de que las cosas no eran tan fáciles como tú habías pensado. Si bien durante tu infancia tus madres intentaron ser prudentes y te aleccionaron para que tuvieras cuidado a la hora de decir con quién vivías, en cuanto creciste un poco fuiste tú la que pecó de indiscreta contando tu situación familiar. Aunque en el fondo te daba igual y lo hiciste por seguir abanderando tu rebeldía, esa que ya te hacía diferente de los demás por sacar siempre y sin excepción sobresalientes o por leer todo libro que cayera en tus manos. Siempre te consideraron rara y tener dos madres sólo añadió una rareza más a tu persona. Poco te importaba que te comenzaran a llamar bollera por los pasillos. Si ser bollera implicaba no tener tratos con esos chavales estúpidos y engreídos que jugaban al fútbol como animales y no ser como esas niñas bobas que suspiraban por ellos pues bien, lo eras. Y bien orgullosa de serlo estabas. Aunque a los quince, a los dieciséis años no hubieras sentido atracción por ninguna chica. Nunca hubo una mejor amiga por la que tuvieras un cariño especial. Ni ninguna profesora que provocara en ti esa típica admiración que lleva a muchas a pensar que se han enamorado.

No fue hasta los diecisiete cuando por primera vez besaste a una chica. Habías comenzado a frecuentar los chats de Internet. En poco tiempo te introdujiste en una pandillita de chicas de tu edad. Solíais quedar en Chueca por las tardes, después de clase. Los fines de semana alargabais un poco más el tiempo, hasta la medianoche. La mayoría se sorprendía al saber que tenías dos madres y que, lógicamente, eran pareja. Eras la única que no tenía que mentir acerca del sitio en el que quedaba con sus amigas. Aunque aún no hubieras dicho en voz alta que eras lesbiana. Pero era cuestión de tiempo que surgiera algo con alguna de las chicas de la pandilla. Sólo cuando esto ocurrió les comentaste a tus madres que estabas saliendo con alguien y que ese alguien era otra chica. Ellas no se sorprendieron, ya sabían que te estabas moviendo por sitios de ambiente. Sin embargo, en el fondo pensaste que se alegraron, que si les hubieras dicho que tenías novio en vez de novia se habrían sentido decepcionadas de alguna manera.

Desde entonces has sabido que eras lesbiana. Que te gustaban las mujeres. Porque los hombres nunca te habían llamado la atención. Nunca sentiste deseo hacia ninguno por muy guapo, musculoso o encantador que pudiera ser. Las chicas siempre te han parecido mucho más interesantes. Y así ha sido hasta ahora. Hasta que comenzaste a sentir hastío cada vez que conocías a una mujer. Hasta que conociste a David y, por primera vez, encontraste interesante a un hombre.

Y eso te hace estar cada día más confundida. No lo puedes controlar. No puedes controlar lo que sientes. Y tienes miedo de estar equivocándote.

Tú siempre has tenido las cosas claras. Cuando has estado con una mujer has sentido que era lo que realmente te gustaba. Si bien al principio las de tu edad solían ser decepcionantes, cuando estuviste con Sandra o el escaso tiempo que pasaste con Ruth sabías que lo que sentías hacia ellas era real. Disfrutabas de su compañía, de la complicidad, disfrutabas del sexo. Sentías ese cosquilleo en el estomago cada vez que quedabas con ellas, cada vez que sabías que las ibas a volver a ver.

Después de Ruth las cosas cambiaron. No conocías a ninguna chica que te llamara la atención. Saliste con algunas, de acuerdo, y te acostabas con ellas. Aún así ninguna te convencía. Y la última fue Ana. Sentiste cierto cariño por ella. Pero su situación familiar, su carácter y el cacao mental que veías que tenía te hicieron echarte para atrás.

Y ahora, ¿qué? Un hombre. Un hombre que te hace reír, con el que pasas horas hablando. Un hombre en el que piensas demasiadas veces al cabo del día. Que te pone nerviosa con sólo rozarte casualmente. Que te inspira ternura al observar cada uno de sus gestos. Un hombre que te hace querer salir huyendo, abandonar el piso, irte muy lejos de él porque no quieres sucumbir a algo que siempre has visto ajeno a ti…

Unos nudillos golpean en tu puerta sacándote de tu ensimismamiento.

—¿Se puede? —pregunta David al otro lado.

Te quedas petrificada en la silla sin saber qué decir. ¿Qué excusa ponerle para que no pase?

—Sí, claro —dices al fin.

La puerta se abre y aparece David con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Caray, chica! ¡Casi no se te ve el pelo! A este paso sacarás matricula de honor…

Risita nerviosa por toda respuesta es lo único que te sale en este momento.

—¿Cómo lo llevas? —pregunta señalando con la mirada tus apuntes.

—Bien, bien —mientes.

—Oye, que voy a pedir una pizza, ¿te apuntas? Así te tomas un descansito, que te vendrá bien…

Lo miras y miras tus apuntes. Miras tus apuntes y lo miras a él. Tratas de ganar tiempo para elaborar una respuesta que te sirva como excusa. Y no encuentras ninguna.

—No sé… —murmuras.

—Anda, no seas tonta, llevas aquí toda la mañana encerrada, se te van a salir las neuronas por las orejas… —te dice riendo.

—Bueno, vale… —accedes sin mucha convicción—. Tú ve pidiéndola y cuando la traigan salgo, que aún quiero echar un vistazo a unas cosas en Internet…

—¡Aisss! —exclama David meneando la cabeza mientras sale de la habitación—. ¡Tienes media hora! —añade ya desde el pasillo, fuera de tu campo de visión.

Ha dejado la puerta abierta al irse. Piensas en cerrarla pero sigues clavada en la silla. Lo escuchas pedir la pizza. Luego comienza un ir y venir entre el salón y su cuarto. Cada vez que pasa por delante de tu puerta le echas una mirada de reojo pero sigues fingiendo estar muy concentrada. Apenas veinte minutos después suena el timbre del portal. Al oírlo buscas dinero en tu cartera y sales de la habitación. Te encuentras con David junto a la puerta del piso y le tiendes un billete de diez euros.

—¡Bah! No hace falta, Ali, he pillado una oferta —te dice él restándole importancia al asunto.

Tú le metes el billete en el bolsillo de los vaqueros. David intenta protestar pero justo en ese momento suena el timbre del piso. Tú has ido a la cocina a por un cuchillo y servilletas de papel. David paga al repartidor y entra en el salón a la vez que tú con la pizza en una mano y una bolsa con las bebidas. Deja todo sobre la mesita baja y ambos os sentáis en el sofá. Mientras tú cortas la pizza él enciende el televisor. Luego se mete la mano en el bolsillo y saca el billete de diez euros que le has metido en él.

—Esto te lo guardas, guapa —te dice soltándolo encima de la mesa.

—¡Joder, David…! —exclamas sin fuerzas.

Coméis en silencio viendo el telediario. En apenas quince minutos la caja de la pizza se queda vacía. Os recostáis satisfechos sobre el sofá.

—¿Quieres un café? —te pregunta.

—Vale, así no me dormiré encima de los apuntes…

David se levanta y va hasta la cocina. Lo escuchas preparar la cafetera. Y tú te sientes más nerviosa cada vez. Tienes ganas de salir corriendo. De irte muy lejos. O de encerrarte en tu habitación y no salir. Pero sigues sentada en el sofá mirando sin ver realmente las noticias que se suceden en la pantalla del televisor. David regresa con los cafés, sólo para ti, con hielo para él. Le das las gracias y coges el vaso para darle un pequeño sorbo. Pero está ardiendo. Lo vuelves a dejar sobre la mesita. David, a tu lado, se comporta con una naturalidad que contrasta enormemente con tu palpable nerviosismo. Te preguntas si serán ciertas tus sospechas de que le gustas. Ahora mismo no apostarías nada por ellas. Piensas que podrías preguntárselo. Se lo preguntarías con alguna excusa, por saber si es cierto lo que Ruth dice siempre sobre él. Sería fantástico si te dijera que no. Porque eso te eximiría de hacer nada. Si te dijera que no le gustas podrías pasar por alto lo que tú sientes, ponerle freno porque no hay correspondencia. Tú te podrías escudar en que hay gente que te ha comentado que podría estar pasando eso pero no tendrías que hablar de lo que tú sientes. Pero ¿y si te dice que sí? ¿Le dirías entonces a él lo que te está pasando cuando tú misma no sabes cómo encajarlo? ¿Le contarías que piensas en él a todas horas pero que no estás segura de querer dar un paso más allá de la amistad que os une?

—Oye, David —te oyes decirle con voz queda—. ¿Puedo preguntarte una cosa?

—Sí, claro —te responde él desenvuelto dándole un sorbo a su café.

—Esto… —tu voz es titubeante. Has comenzado a hablar sin pensar y ahora el corazón te late a mil por hora—. ¿Tú…? Bueno, que… ¿Yo…?

—¿Tú qué? —te pregunta divertido con una sonrisa.

—¿Yo te… gusto? —sueltas al fin.

Ahora es David quien se pone nervioso. Te mira extrañado. El vaso le tiembla en la mano. Lo deja en la mesita. Te mira. Traga saliva.

—¿Por qué me preguntas eso, Ali? —te pregunta sin posar la vista en ti más de un segundo.

—No, si es que… Bueno, he escuchado algunos comentarios y… no sé, quería estar segura…

—¿Querías estar segura de qué? —te pregunta en un tono casi beligerante. Lo notas acorralado. Comienzas a ver claro que tus sospechas eran ciertas.

—De si podía ser verdad… Y si lo es, bueno, no sé… supongo que sabes que puedes decírmelo…

—¿Decirte el qué? ¿Para qué? —David se levanta de golpe del sofá. Tú lo miras desde él sintiéndote cada vez más pequeña, asustada por su reacción—. Creo que nunca he hecho nada que te hiciera pensar algo así, ¿no, Ali? Nunca he intentado nada contigo ni me he propasado ni he hecho esos chistes fáciles que suelen hacer los tíos delante de una lesbiana, ¿verdad?

—Lo sé, David, lo sé —tú también te levantas del sofá para poder mirarlo más directamente a los ojos—. Pero hay veces en las que pienso que tú… que yo te podría gustar y que no me lo dices porque sabes que a mí me gustan las chicas…

—¡Pues claro que no te lo voy a decir! —se descubre—. ¡Sería una pérdida de tiempo! ¿Para qué voy a decirte algo cuando ya sé cuál va a ser tu respuesta?

David se te queda mirando, atrapado en su propia furia y vergüenza. Tú le sostienes la mirada sin saber qué decirle. Porque quizá tú estés más nerviosa que él. Para él es normal que una chica le guste, aunque piense que es imposible. Para ti es nuevo que un chico te atraiga como lo está haciendo él.

—Pero… —comienzas.

—Da igual. Déjalo —te dice él. Luego se da la vuelta y se pierde en el pasillo, dejándote con la palabra en la boca.

Lo sigues. Llegas hasta su habitación justo cuando él está a punto de cerrar la puerta. Plantas la mano en ella. Él se gira, alterado. Tú también lo estás. Alterada, nerviosa, con el corazón desbocado a punto de salírsete por la boca. David te mira incómodo, avergonzado de haber sido descubierto en sus sentimientos.

—¿Qué quieres, Ali? ¿No tienes bastante con esto? ¿No te ha bastado con descubrirme? Mira, no te preocupes, se me pasará. Desde el principio he sabido que todo esto era absurdo. Pero si te resulta muy embarazoso puedo irme del piso si quieres.

—No quiero que te vayas del piso —gimes en un tono lastimero.

La sangre te golpea con fuerza en las sienes. Tienes la boca seca, el estómago del revés y tus rodillas amenazan con fallar en cualquier momento. Te quedas paralizada en el umbral de la puerta, mirando a David sin ser capaz de decir nada.

—Entonces, ¿qué es lo que quieres? —pregunta él penosamente.

Te acercas a él en un rápido movimiento, sabiendo que si te lo piensas más no lo harás. Lo besas en los labios. Un beso breve y torpe, como si fuera el primero que das en tu vida. Pero David te frena. Te coge por los hombros y te separa de él para poder mirarte.

—¿Por qué has hecho eso, Ali? —te pregunta a medio camino entre el desconcierto y la consternación.

—Porque quiero hacerlo —le dices—. Porque llevo mucho queriendo hacerlo sin atreverme. Porque no sabía lo que me estaba pasando. Porque…

Las lágrimas afloran a tus ojos. Tu barbilla tiembla. La expresión de David se enternece. Te rodea con los brazos y te atrae hacia su pecho. Escondes la cara en su camiseta, mojándola con esas lágrimas que ya han comenzado a salir. Escuchas los latidos de su corazón tan acelerados como los tuyos. Os sentáis en el borde de la cama, todavía abrazados. Poco a poco te vas separando de él aunque no estás segura de ser capaz de enfrentarte a sus ojos en este momento. Pero una tierna sonrisa te recibe cuando lo miras. Tú también esbozas una sonrisa. Le das otro breve beso y vuelves a mirarlo. Acercas la mano a su mejilla y lo acaricias. Paseas tus dedos por su cara, por sus labios, por la línea de su mandíbula como si de repente fueras ciega y tuvieras que aprehender sus facciones a través del tacto. Notas la aspereza de una barba incipiente, el saliente de su nuez en medio de la garganta, todas esas cosas a las que no estás acostumbrada y que ahora asimilas con el entusiasmo de una niña descubriendo el mundo que la rodea.

Volvéis a besaros, esta vez con ansia. Abrís la boca para que vuestras lenguas se encuentren. Jugáis con ellas. Notas cómo esa barba incipiente que también rodea sus labios te irrita la piel. Pero no te importa. Continuáis besándoos durante largo rato, recostándoos sobre la cama. Os acariciáis por encima de la ropa. Pasas la mano por su pecho, plano y duro, y la vas bajando hasta su vientre, deslizándola por debajo de su camiseta. Notas el vello rizado y suave que cubre su torso. Enredas tus dedos en él. Poco a poco una gran excitación te sube desde la boca del estómago. Sabes que como sigas no podrás parar. Pero ahora ni siquiera puedes plantearte parar. Quieres seguir, hasta el final, despejar la incógnita, convencerte de si es esto lo que quieres.

Le quitas la camiseta a David. Él parece tan sorprendido ante tu repentina impaciencia que no acaba de reaccionar ante tus avances. No se atreve a desnudarte. Ni siquiera a deslizar las manos bajo tu ropa. Te quitas la camiseta tú misma descubriéndole que no llevas sujetador. Tu piel se pega a la suya y un escalofrío de placer te recorre por entero. David reacciona al fin. Te besa por el cuello y baja hasta tus pechos, lamiéndolos y mordisqueándolos. Tus manos se posan sobre los botones de sus vaqueros. Tiras de ellos nerviosa, desabrochándolos a tirones. Él se los quita. Tú te quitas los tuyos. Volvéis a besaros, vuestras manos se multiplican sobre vuestra piel, acariciando, agarrando, arañando. Notas su erección presionando sobre tu pelvis. Una mezcla de excitación y miedo te domina. David mete una mano bajo tus bragas, sientes cómo sus dedos resbalan sobre tu sexo. Cierras los ojos y emites un leve gemido. David se incorpora un poco para quitarte las bragas. Te besa en el vientre, en el pubis, por el interior de los muslos hasta hundirse finalmente en ti. Adelantas las caderas para sentirlo mejor. Hundes tus dedos en su cabello. Lo agarras y tiras de él hacia tu boca. Vuelves a besarlo y te pones sobre él. Sientes de nuevo su erección entre tus piernas. Le quitas el slip. Su pene queda al descubierto. Lo miras. Lo acaricias sin atreverte a nada más. Miras a David. Él te devuelve la mirada con la respiración entrecortada. Parece comprender y se gira hacia la mesilla de noche. Abre un cajón y de él saca un preservativo. Lo abre con prisas y se lo coloca. Te besa. Tú te vas dejando recostar de nuevo sobre la cama. David se pone encima de ti, acomodándose entre tus piernas, con la mano guía su pene hasta tu sexo. Entra en ti despacio, con lentitud exagerada, como si temiera hacerte daño. Una explosión se desata en tu vientre cuando lo sientes dentro. Lo abrazas para sentir su peso sobre ti. Él empieza a dar suaves embestidas que van ganando en fuerza poco a poco mientras con una mano masajea tu clítoris. Los dos gemís ruidosamente, besándoos cada vez que el ímpetu de vuestros movimientos os deja. Notas cómo David se corre y entonces comienza a moverse más lentamente. Te mira y por su mirada notas que él sabe que tú no lo has hecho. Intensifica sus movimientos con la mano hasta que tu vientre se contrae y estallas sofocando un grito sordo. Luego se deja caer sobre un costado quitándose el condón. Te rodea los hombros con el brazo. Tú apoyas la cabeza sobre su pecho aún agitado y cierras los ojos.

La tarde va pasando y vosotros seguís en la cama. Demasiado cansados para moveros, demasiado confundidos para decir nada. La televisión sigue encendida en el salón. Os llegan ráfagas de los diálogos de la película que están emitiendo. Te sientes mareada. Y exhausta. Pero también te sientes satisfecha. Liberada de esa tensión que te destrozaba los nervios.

De repente tu móvil suena desde tu habitación. Te incorporas algo desorientada al oírlo. Te levantas de la cama y vas a cogerlo. Al llegar hasta allí miras extrañada la pantalla del teléfono al encontrarte un número que no conoces. Descuelgas.

—¿Sí?

—Hola, ¿eres Alicia? —te pregunta una voz femenina en tono quedo.

—Sí, soy yo. ¿Quién eres?

—Mira, soy Belén, una amiga de Ana… Nos vimos un par de veces en la asociación —hace una pausa y crees que la tal Belén sofoca un sollozo—. Mira… Te llamaba porque… Son malas noticias. Ana ha muerto…

Un escalofrío te recorre. La impresión hace que se te doblen las piernas. Te dejas caer sobre la silla de tu escritorio.

—¿Cómo… —empiezas—, cómo que ha… muerto? ¿Qué es lo que ha pasado?

—Se ha… —la voz al otro lado titubea, la chica debe de estar llorando—. Se ha suicidado…

Estallas en llantos sin poderlo evitar. La chica, aún sollozando, te explica que el entierro es mañana y te cuenta cosas que no entiendes porque los oídos te zumban. David aparece en la habitación y te mira con temor. Te despides de la chica y rompes a llorar con más fuerza. David te pregunta qué ha pasado pero no puedes articular una sola palabra. Dejas que te levante de la silla y te abrace. De algún modo le contagias las lágrimas y notas que él también llora mientras te sigue preguntando qué es lo que ha pasado. Y así permanecéis durante varios minutos los dos. Desnudos. Abrazándoos. Llorando.

A la mañana siguiente ambos os desplazáis hasta la zona del cementerio civil de La Almudena. Por supuesto, los opusinos padres de Ana no iban a permitir que una suicida fuera enterrada en esa tierra que ellos creen santa. Según David y tú os vais acercando al reducido grupo de gente que compone la comitiva os dais cuenta de que esta está claramente dividida en dos bandos. Uno el de la familia y otro el de los amigos y conocidos de Ana que apenas sí llega a una docena de personas. Os colocáis junto a ellos. Reconoces a Belén. Ella se acerca a ti y te abraza. Al separarse de ti lanza una mirada de soslayo hacia el grupo de los familiares.

—Sus padres ni siquiera han venido —dice con desprecio—. Pero estoy segura de que prefieren una hija muerta a una hija lesbiana…

Belén vuelve a donde estaba. Tú miras hacia el féretro sin poder contener las lágrimas. Del mismo modo que no puedes contener la riada de pensamientos culpables que te inundan en oleadas. Si hubieras seguido con ella… Si la hubieras ayudado… Si hubieras estado ahí…

Observas cómo introducen el ataúd en el nicho, cómo ponen la losa tapándolo, cómo lo sellan. La gente a tu alrededor baja la cabeza. Todos lloran. David te abraza. Te sientes culpable. Te sientes confundida. Te preguntas incesantemente por qué no hiciste algo, por qué le diste de lado de ese modo. Por qué no te mantuviste cerca por si acaso, ofreciendo tu hombro para llorar. Por qué Ana no vio otra salida antes que esta. Por qué…