Ruth echa un último y satisfecho vistazo a su imagen en el espejo y sale del piso decidida. Carmen, una de sus compañeras de trabajo, la espera abajo, en el coche junto con Natalia y Lucía, otras de sus compañeras. Esta noche tienen una más de las cenas de empresa que se celebran por todo Madrid con motivo de la navidad. Con la diferencia de que esta es la que las chicas de la oficina hacen por su cuenta. Cena sólo de chicas, copeo en los bares más in y, Ruth espera que no, visita a algún local de strip-boys. Se pregunta por qué, año tras año, sigue aceptando formar parte de ese juego. Y ella misma se da la respuesta automáticamente. Porque le gusta el juego. Porque le gusta jugar. Le gusta ver y ser vista. Le gusta poder ser la mirada crítica del grupo. Poner la puntilla a lo que ven y lo que hacen durante esas noches. Porque es un juego en el que nunca se sentirá implicada. Al que siempre mirará desde lejos con la indiferencia de quien lo ha rechazado con el pleno convencimiento de que no es lo que quiere. Pero la divierte. Activa su ironía.

Se encaminan al restaurante. Un restaurante de esos exclusivos, con aparcacoches y cócteles en la barra mientras preparan tu mesa, en los que el cubierto cuesta lo mismo que el presupuesto semanal para la lista de la compra de cualquier ama de casa. Ruth nota que empieza a divertirse cuando comprueba que pese a superar la barrera de los treinta todas sus compañeras se comportan como quinceañeras en viaje de fin de curso. Las cenas con gente del trabajo siempre sacan lo peor de cada una, la parte que precisamente no deberíamos mostrar a aquellas y aquellos junto a los que trabajamos día a día. Pero hoy Ruth tiene ganas de descocarse, de dar la nota. Y, por supuesto, sus compañeras saben que entiende. No les va a sorprender si de repente de su boca sale una exclamación que roce lo procaz acerca de alguna mujer. Es más, a sus compañeras, al igual que a cierto sector de heterosexuales que se creen muy modernos y abiertos, les encanta que Ruth sea lesbiana. A algunas incluso les encanta que Ruth finja coquetear con ellas pese a que acaben bajando los ojos, las mejillas sonrojadas y un movimiento de negación no del todo convincente. «¡Ay, Ruth, cómo eres, un día de estos me lo voy a llegar a creer y todo!», le dicen. Y Ruth es consciente de que, en algunas, esos coqueteos pulsan resortes desconocidos para ellas, que en algún pequeño recoveco de su cerebro se preguntan por qué les agrada tanto que una mujer se les insinúe, aunque sea en broma, si ellas son por completo heterosexuales. Ruth sabe cuántas mujeres desean secretamente, tan secretamente que a veces no llegan a darse cuenta, que una mujer las seduzca. Ella sabe que hay muchas que anhelan saber qué es eso de acostarse con otra mujer. Pero nunca lo reconocerán. Y menos ante una lesbiana. No vaya a ser que haya una confusión y ese agradable juego en el que participan con una risita jocosa se convierta en algo más serio. Algo que les haga replantearse sus esquemas.

Para Ruth todo es mucho más fácil, claro. Para ella es realmente un juego. Aunque ha seducido a mujeres heterosexuales en el pasado nunca pudo tomárselas en serio. Porque la inmensa mayoría sólo quiere experimentar algo nuevo, distinto, excitante para luego volver a los brazos de ese novio formal con el que tienen planeada una boda por todo lo alto y entregarse de lleno a esa vida convencional que el destino les tiene reservada. Ella se divierte jugando, sabiendo que despierta algún que otro instinto dormido, que hace dudar a esas heterosexualísimas mujeres en cuestiones que creían tener suficientemente claras ya. A estas alturas ha quedado claro que a Ruth le gusta jugar. Le gusta coquetear y seducir. Incluso cuando sabe que no va a haber nada más que eso. Ese carácter no siempre es innato. Se adquiere con el paso de los años. Cuando era más joven y era ella la seducida creía que nunca podría comportarse con tanta soltura. Pero el tiempo siempre juega en contra de las creencias para demostrar su invalidez. Cuando todo en lo que había creído, todo en lo que había confiado se vino abajo como una montaña de naipes decidió que, a partir de ese momento, estaría al otro lado del campo de batalla. Ella sería quien tomase las riendas de la situación. La que seduce es la que caza. Quien es seducido es una presa. Por eso es raro que dos personas seductoras se intenten seducir entre sí. No funcionaría. Siempre querrían quedar una por encima de la otra. Quien seduce domina y una seductora no quiere ser dominada. Quiere alguien con quien poder jugar y satisfacer sus deseos.

Pero que nadie piense que Ruth es una insensible. Lo que a Ruth le pasa es que ha aprendido que esa es la mejor forma de que no le hagan demasiado daño. Ruth tiene sentimientos. Se encariña de las mujeres a las que seduce. Nunca las trata mal. Al contrario. Porque una seductora se enorgullece de su capacidad de seducción, de proporcionar placer —no sólo sexual— a las personas en las que se fija. Ruth no es como muchas de esas chicas, esas falsas seductoras, que van rompiendo corazones a fuerza de tratar mal a las personas a las que enamoran. Esas chicas egotistas y despectivas que creen que basta su mera presencia para tener un harén completo a sus pies. No, Ruth no es así. A ella le gusta ser una buena persona. Nunca ofrece nada que no puede dar. Por eso casi nunca promete amor a nadie. Porque no cree que pueda darlo. Y es algo que siempre intenta dejar muy claro.

La cena transcurre por los cauces habituales. Todas, salvo Carmen y Julia, las dos conductoras de los coches en los que han venido, hacen que las botellas de vino vayan cayendo como moscas. Cada vez que la camarera se acerca a traerles una nueva botella, Ruth cruza miradas de complicidad con ella. Coquetea sutilmente. Es algo que ya le sale casi sin percatarse de ello. Y sabe que la camarera es consciente de que lo hace. Natalia le pregunta al oído, entre susurros etílicos, si Ruth cree que la chica entienda. Ruth finge sorprenderse. «¿En qué momento lo has dudado, bonita?», le responde con sorna. «¡Ay, Ruth, siempre estás igual! Si fuera por ti cualquiera diría que la mitad de la población es de la acera de enfrente». «La mitad no, nena. Pero no andamos tan lejos», responde Ruth jactanciosa con media sonrisa. Natalia se ríe y da pequeños sorbos a su copa de vino. Pero la sorpresa de Ruth no es del todo fingida. Muy a menudo se sorprende de la ingenuidad heterosexual. Ellos, que tanto acusan a gays y lesbianas de vivir en un mundo cerrado, viven en compartimentos mucho más estancos de lo que se imaginan. Sólo ven lo que quieren ver y nunca verán lo que no les entre en sus —a menudo— rígidos esquemas mentales. Aunque lo tengan delante de sus narices.

Alguien, Ruth no sabe muy bien quién entre la algarabía de risas y voces, propone comenzar la ronda de bares y copas. Todas empiezan a dar nombres de lugares donde la clientela masculina es «potente». Le preguntan a ella si sabe de algún sitio. Ruth se encoge de hombros con desgana. Lo único que espera es que no se les ocurra pedirle que las lleve a Chueca. Lo último que le apetece esa noche es ejercer de guía turístico por el parque temático y conducir a una horda de mujeres heterosexuales borrachas babeando ante musculocas y metrosexuales y preguntando insistentemente dónde pueden ver drag-queens. Y no, Ruth no es despectiva. Es que esa es la consecuencia lógica de la conjunción ambiente gay-mujeres heteros-alcohol a raudales. Afortunadamente a nadie se le ocurre tan feliz idea y entre todas deciden unánimemente ir a los bares que hay en los bajos de Torre Europa.

Aparcar allí resulta ser un auténtico suplicio. Tras muchas vueltas, Carmen consigue encajar su Clio entre dos coches frente al Bernabéu. Esperan a las demás en la puerta de Torre Europa antes de bajar a la zona de bares. Cuando ya están todas descienden por las escaleras haciéndose notar, llamando la atención de grupos de chicos que salen o entran de los garitos. Entran en uno de ellos y se apostan junto a la barra prestas a tomar posiciones, buscando un hueco donde dejar los abrigos, oteando al personal en busca de una víctima propicia. Ruth las observa divertida y con, lo sabe, la curiosidad del entomólogo que observa a sus bichitos. Sin esperar a nadie, se dirige a la camarera y le pide la primera copa. Sus compañeras pronto la imitan, resignadas a tener que cargar con sus abrigos, al menos de momento. Haciendo malabares con ellos, con las copas y con los cigarros que se van encendiendo poco a poco, van juntándose en corrillos. Ruth no puede dejar de sonreír con media boca. Calcula que en menos de cinco minutos sus compañeras ya habrán atraído a un enjambre de moscones que empezarán a revolotear alrededor de ellas con la ya clásica pregunta de «¿Estáis solitas?». Y sabe que ninguna de sus compañeras será lo suficientemente rápida como para contestarles que nueve mujeres juntas no están precisamente solas. Pero al fin y al cabo Ruth sabe que eso es lo que ellas quieren. Un enjambre de moscones que les rían las gracias. Así que cuando se percata de que el primer grupo de cazadores se dirige hacia ellas, saca el móvil y finge estar muy ocupada revisando sus mensajes. Por debajo de la música escucha a duras penas cómo los presuntos galanes se van presentando y preguntando los nombres a todas sus compañeras. Justo en el momento en que parece que le va a tocar el turno a Ruth, su móvil comienza a vibrar y parpadear con una llamada de Pilar. Al levantar la vista se encuentra con un tío que, luciendo una flamante sonrisa, parece estar esperando que Ruth le diga su nombre. Ella alza el móvil con cara de circunstancias y le espeta al tío: «Yo me llamo Ruth, ¿te importa esperar un momento? Es que me llama mi novia». Acto seguido, se comienza a abrir paso entre la gente, dejando atrás la cara de contrariedad del muchacho y las risas de sus compañeras. Ya fuera contesta a la llamada mientras se pone el abrigo de nuevo para resguardarse del frío. «¿Aún sigues con las heteras?», le pregunta Pilar con sorna. Ante la respuesta afirmativa de Ruth, Pilar le pregunta si piensa pasarse por Chueca en algún momento de la noche, que está con su novia y quiere presentársela al fin. Ruth le dice que dejará a sus compañeras en breve y que sí, que tiene ganas de tomarse una copa con ella y su novia en Chueca, que le dé un rato más, el tiempo suficiente de despedirse, coger un taxi y llegar allí. Pilar le dice que la esperarán en el Escape, que no tarde. Se están despidiendo cuando Ruth escucha en la línea el pitido de llamada en espera. Finaliza la llamada de Pilar y en la pantalla comprueba que quien llama es Sara. Una extraña sensación le invade el estómago. Sara no suele llamar de madrugada ni aún sabiendo que Ruth estará despierta y apurando la noche en algún garito. Ruth suele llamar a Sara desde la oficina o algunos días a media tarde. Prefiere ser ella quien llame, pillar desprevenida a Sara. No le hace gracia que sea Sara quien llame de improviso. No le gusta que la pille con la guardia baja, sin saber de antemano qué le va a decir. Sabe que la llamada de Sara no es ninguna urgencia. Sabe que ella esa noche también tenía cena con sus compañeros de trabajo. Y sabe que esa llamada no es sino el producto del momento y del alcohol que habrá tomado. Esa conjunción de elementos que hace que sintamos una incontrolable nostalgia de aquellas que no están con nosotras. «¡Hola, nena!», contesta Ruth despreocupada, intentando ganar tiempo para recolocar sus defensas. «¿Qué tal?», añade con la guardia de nuevo en alto. La voz de Sara suena algo beoda mientras le contesta que bien, que está con sus compañeros de la oficina, que se está aburriendo mucho. Ruth sabe que, bajo esas palabras, lo que le está tratando de decir es que la echa de menos. Pero Sara va conociendo a Ruth y sabe lo inconveniente que sería hacer tales aseveraciones. Lo que Sara no sabe es que en algún recóndito lugar de Ruth, ella también la echa de menos. Que la agitación que alberga esa noche en su interior está directamente relacionada con una añoranza que no se quiere reconocer a sí misma. Que ella también echa de menos a Sara, que le gustaría que estuvieran juntas esa noche. Pero eso Ruth no se lo dice porque antes se lo tendría que decir a sí misma. A cambio le relata lo acontecido hasta ese momento, la cena, las risas, las botellas de vino vaciándose, el tío al que dejó con un palmo de narices minutos antes. Sara le ríe las gracias con una risa que parece albergar un poso de tristeza, algo no dicho pero latente. Suspira brevemente y comienza a despedirse de Ruth con la promesa de hablar al día siguiente. O al otro. Que tal vez tenga que ir a Madrid en unos días y así podrán verse. Otra vez. Como la mayoría de fines de semana en los últimos dos meses en los que una de las dos ha viajado a la ciudad de la otra por motivos laborales y ha alargado su estancia para estar juntas. Cuestiones laborales falsas en el caso de Ruth. Falsas también las reuniones de Sara en la capital. Aunque ninguna de las dos lo sepa a ciencia cierta. Aunque ambas sospechen de la otra. Pero ninguna de las dos ha admitido aún que lo que se traen entre manos es una relación. Ruth porque no quiere relaciones y mucho menos a distancia. Sara porque no quiere que Ruth salga corriendo si es ella la que decide ponerle nombre a lo que les está sucediendo. Se despiden de un modo impersonal. «Ciao. Hablamos». Ruth se queda mirando el móvil fijamente aún cuando la llamada ya ha terminado. Ella también suspira y vuelve al interior con intención de despedirse de sus compañeras.

Cuando vuelve junto al grupo de mujeres comprueba que los moscones ya están completamente integrados. Al verla llegar, el chico que un rato antes se quedó con la palabra en la boca la mira de soslayo. Es muy probable que lo único que haya pensado sea que lo que le dijo Ruth antes de salir era una mera excusa para quitárselo de encima. Claro que a Ruth le trae sin cuidado. Comienza a despedirse de sus compañeras. Algunas le reprochan que se vaya tan pronto. Otras no dicen nada. Ruth avista en la barra su copa casi intacta y le da un largo trago hasta dejarla por la mitad. Está volviendo a dejar el vaso en la barra cuando el chico de antes, el que se quedó viendo cómo se iba fuera móvil en mano, el que la ha estado observando mientras se despedía, se acerca a ella y le dice al oído: «¿Por qué te vas tan pronto?». Ruth se vuelve hacia él, lo mira a los ojos y le sonríe con media boca. «Te lo he dicho antes —hace una pausa en la que el chico no le quita ojo, esperando una respuesta más satisfactoria—. Me estaba llamando mi novia. Y me voy a buscarla». Le dedica una amplia e inocente sonrisa, se da la vuelta, alza la mano en dirección a sus compañeras y se dirige hacia la puerta de salida sin mirar atrás.

Mientras sube las escaleras y llega hasta el borde de la acera se empieza a notar algo mareada. Ese último trago a la copa le ha revuelto algo el estómago. Enciende un cigarrillo con intención de paliar el incipiente mareo. Mira hacia su izquierda esperando ver un taxi libre. Pronto empieza a comprobar que todos los taxis que a esa hora pasan por la Castellana, en ambos sentidos, están ocupados. Maldice por lo bajo sabiendo que esa noche, en la que todo el mundo ha salido por los mismos motivos —cenas de empresa, de estudios, de cualquier otra actividad que reúna a un nutrido grupo de personas— es prácticamente imposible dar con un taxi que exhiba en lo alto una lucecita verde. Pero tampoco puede hacer otra cosa salvo esperar que la suerte le sonría, que algunos de los que ocupan los taxis haya tomado como destino de la carrera el lugar en el que está ella y pueda cogerlo al vuelo.

El tiempo va pasando y los cigarrillos que fuma Ruth se van consumiendo a la misma velocidad que su paciencia. Comienza a caminar Castellana abajo sin dejar de mirar hacia atrás por si en un momento de descuido se le escapara algún taxi libre. Se exaspera. Intenta llamar a Pilar para explicarle lo que ocurre pero una grabación le indica que el móvil de su amiga debe de estar apagado o fuera de cobertura. Guarda el móvil en el bolso, mira a su alrededor y ve que sin darse cuenta ha llegado hasta Nuevos Ministerios. Avista a escasos diez metros de ella una parada de autobús en la que hay un par de personas esperando. Camina hasta allí desechando al fin la ingenua idea de coger un taxi y se dispone a esperar un autobús nocturno que apenas si tarda cinco minutos en llegar. Y ni diez minutos después se está bajando en Cibeles. Mira hacia el reloj del Palacio de Telecomunicaciones. Las cuatro menos cuarto. Echa a andar con rapidez Alcalá arriba para meterse por Barquillo. Cuando llega a la puerta del Escape está sin resuello. Saluda al portero con familiaridad y este la hace pasar ante las miradas de odio contenido de la gente que espera en la cola.

Una bofetada de calor la golpea cuando penetra en el interior del local que ya está en su hora punta a juzgar por el escaso espacio libre que queda. Entre saludos breves y reconocimientos de miradas Ruth se va abriendo paso hasta el fondo, donde supone que estarán Pilar y su novia. Cuando llega allí entrevé a Pilar con un amigo suyo. Llega hasta ellos poniendo cara de circunstancias y antes de que Pilar le diga nada empieza a disculparse con ella. «Lo siento, lo siento, tía, no sabes lo difícil que era pillar un taxi…», le dice plantándole sendos besos en las mejillas. Pilar la mira jocosa y le espeta: «Claro, como eres demasiado pija como para cogerte un búho como el resto de los mortales…». Ruth se echa a reír, dándole también dos besos al amigo de Pilar. «No, si me he cogido un búho. Si no lo hubiera hecho aún estaría en medio de la Castellana… Bueno, ¿y tu chica?», le pregunta mirando en derredor. «Se ha ido», le dice Pilar. «¿Cómo?», pregunta Ruth enarcando las cejas en señal de sorpresa. «Se tenía que ir. Entra a currar en tres horas. Bastante que hoy ha salido…». Ruth nota algo de reproche en la voz de Pilar. «Joder, tía, lo siento, no he podido llegar antes». Pilar se encoge de hombros, tratando de quitar importancia al asunto. Ella y Ruth se miran y terminan por echarse a reír. «No, si está visto que no la voy a conocer nunca… ¿Y de Ali sabes algo?». Pilar se encoge de hombros. «Antes la he visto por la plaza con su compañero de piso. Habían quedado con no sé quién…».

Ruth asiente preguntándose si Ali es todavía una espinita para su amiga. Luego les dice a Pilar y a su amigo que va al guardarropa a dejar las cosas y que si quieren algo de beber. El amigo declina la invitación pero Pilar le pide un cubata. «Para resarcirme», dice. Ruth se pierde en la muchedumbre y baja hasta el guardarropa. Saca el dinero y el tabaco del bolso y vuelve arriba. Le pide las copas a uno de los camareros que deambulan entre la gente y le indica el lugar en el que va a estar. Vuelve con Pilar y su amigo. El camarero trae las copas y Ruth, tras pagar, le da un trago a la suya con avidez. Pilar le pregunta por Sara. Y Ruth se extraña. Su cara lo expresa. Por un momento no sabe qué decir, no sabe a qué se refiere Pilar con ese «¿Y Sara?». Sara está en Barcelona. ¿Qué pinta en esa conversación? Vuelve a sentir esa agitación interna, la misma que sintió cuando Sara llamó un rato antes. Una agitación muy parecida a la ansiedad. Ruth se enciende un cigarro, le da un nuevo trago a la copa y responde: «¿Sara? Pues bien». Pilar se le queda mirando como si fuera a decir algo. No lo hace. También da un sorbo a su copa.

El tiempo va pasando lento y rápido a la vez. El tiempo en un garito, el tiempo de la noche, no se mide con los mismos parámetros que a la luz del día. La música y las conversaciones se mezclan en una cacofonía a ratos estridente, a ratos meramente soportable. La iluminación adorna lo que Ruth ve con pinceladas oníricas. Esas luces tenues, coloreadas, que deforman lo que el ojo ve. Ese puto foco que te sorprende en plena cara y te hace daño a la vista. El alcohol es el que termina de alterar los sentidos. Porque a Ruth le van entrando las copas con una facilidad mayor que la habitual. Como en tantas otras ocasiones, se siente envuelta en un sueño. Y no deja de ser sorprendente que alguien como ella, que tantas noches ha gastado apurando hasta el último minuto en bares y discotecas, en afters y pisos de desconocidos, siga sorprendiéndose al descubrirse en ese estado de artificial felicidad, esa euforia constante, esa agradable desorientación que hace que nada de lo que hay fuera importe. Ruth baila sola, mecida por la inercia de los movimientos de la gente que la rodea. A ratos mantiene superficiales conversaciones con Pilar que sería incapaz de reproducir segundos después. Se bebe las copas en tres tragos. Y su amigo el camarero acude presuroso con un nuevo destornillador a un leve gesto que haga Ruth alzando la mano. «Te vas a pillar un pedo de cojones», le advierte Pilar riendo. «Eso intento», responde Ruth mezclando el vodka con la naranja. Hace mucho que no se emborracha. Y tiene ganas. Porque emborracharse es la mejor manera de que nada de lo que tienes en la cabeza importe realmente.

Pilar y su amigo dicen que se van justo en el momento en que Ruth descubre unos ojos que no la pierden de vista. Que la observan con una mezcla de diversión y picardía. Ruth responde a la mirada los segundos suficientes como para hacerle saber que tal vez acepte el reto que le están proponiendo al mirarla así. Luego se vuelve hacia Pilar con cara de circunstancias y le dice que ella piensa quedarse un rato más. Se dan un par de besos. Otro par al amigo. «¡A ver qué haces!», le grita Pilar ya alejándose. «¡Nada bueno, seguro!», responde Ruth del mismo modo. Alza la copa en señal de despedida. Pilar y su amigo se pierden entre la gente. Ruth se gira en busca de esos ojos que la escudriñaban un momento antes. Los ojos se han ido acercando y ahora están junto a ella. Su propietaria es una mujer más alta que Ruth, tal vez unos diez centímetros, y también algo mayor que ella. De cabello corto y algo andrógina. No particularmente atractiva pero lo suficiente para llamar la atención de Ruth. «¿Tus amigos te han dejado sola?», le pregunta la mujer y Ruth piensa en lo parecida que es esa formula a la que un rato antes han empleado el grupo de chicos para abordar a sus compañeras. Aunque en este caso la pregunta es algo más acertada. Es obvio que en ese momento Ruth sí está sola. Por eso juega a ser la chica desamparada necesitada de compañía para apurar la noche. La mujer le pregunta cómo se llama y Ruth nota un acento extranjero en la voz. Al hacérselo notar a la mujer es cuando esta le dice que es inglesa y que se llama Diane. «Pero hablas muy bien español, ¿no?», señala Ruth. Diane asiente y le explica que lleva veinte años viviendo en España. Se sonríen la una a la otra pero también a sí mismas. Saben lo que va a ocurrir y ninguna va a poner ninguna objeción. Comienzan a bailar muy juntas, acercando sus cuerpos sin pudor alguno. Sin dejar de sonreír mientras sus caras van acercándose, sus labios rozándose traviesos. Cuando se encienden las luces del local ya llevan tiempo besándose sin descanso.

Salen del Escape abrazadas por la cintura. Fuera se va agolpando la multitud que ha sido interrumpida en sus danzas y cortejos. Algunos se despiden encaminándose a la boca de metro de la plaza. Otros aguardan a que salgan sus amigos, todavía en el interior. Una chica está preguntando a todo el mundo si no saben de algún sitio donde continuar la marcha. Ruth levanta la cabeza. Aún es de noche pero el cielo ya luce ese tono purpúreo previo al amanecer. Ese color que ha admirado embobada tantas veces en situaciones similares. Un color que la hace sentir una nostalgia irremediable por algo que nunca acaba de recordar. Al bajar la cabeza siente nauseas y se da cuenta de golpe de lo borracha que está. Diane lo nota y le pregunta si está bien. Ruth menea la cabeza y cierra los ojos con fuerza. Instintivamente se aparta de ella y busca un rincón en el que vomitar. Se sitúa entre dos coches e inclina el cuerpo pero tras la arcada inicial nada sale de su interior. Diane se coloca tras ella y le sujeta el pelo en la nuca. Ruth se incorpora aún con los ojos cerrados, incapaz de articular una palabra coherentemente. Empieza a caminar dando traspiés. Diane la detiene, coge uno de los brazos de Ruth y se lo pone encima de sus hombros, la agarra fuertemente de la cintura y dice tajante: «Vamos a casa».

Diane la lleva casi en volandas. Callejean. Callejean mucho. Ruth se ríe a ratos con esa risa de borracha que tanto desprecia en otras personas. Ruth tropieza constantemente. Y vuelve a reírse. De sí misma. De la situación. Ha perdido el control. Lo sabe y no le importa. Se deja llevar por esos brazos que la van conduciendo por las calles del centro. Con los ojos entrecerrados, apenas consciente de lo que ve, cree reconocer que se adentran en el barrio de Huertas. El mareo continua. Se hace más fuerte en su cabeza.

Pero ello no le impide seguir riendo. De repente Diane se detiene frente a un viejo edificio. Introduce una llave en la cerradura de un enorme portón y penetran en el interior. Comienzan a subir por unas desvencijadas escaleras de madera. Es entonces cuando Ruth deja de reír y se percata de su estado. De su lamentable estado que a duras penas le permite hablar. Se detienen en uno de los rellanos. Ruth ni siquiera sabe cuántos pisos han subido. Diane abre la puerta de un piso y la conduce hasta un angosto cuarto de estar. Se queda plantada en medio y deja que Diane le quite el abrigo. Vuelve a sentir arcadas y logra vocalizar la palabra baño. Diane vuelve a agarrarla y la lleva hasta él. «Déjame sola», farfulla Ruth. Diane sale del baño pero deja la puerta entornada. Ruth se abalanza hacia el inodoro en el momento en que su estómago decide por ella que es el momento de vaciar todo el contenido etílico que alberga. Pero hacerlo no consigue que se sienta mejor. Tira de la cadena y se lava la cara en el lavabo. Sale del baño y se reúne de nuevo con Diane. Ella le pregunta si quiere algo. «Acostarme», musita Ruth dejándose caer en un futón. Diane la vuelve a agarrar y la lleva a una habitación contigua donde hay una cama. Ruth intenta enfocar la vista y en un momento de lucidez se pregunta si, pese a su estado, la inglesita desconocida pretenderá follar con ella. Como si quisiera responder a su pregunta, Diane la sienta en el borde de la cama y comienza a quitarle las botas y los pantalones. Cuando intenta hacer lo mismo con su camisa, Ruth trata de oponer resistencia. «No seas tonta, te vas a morir de calor en la cama», la reprende en un tono maternal que poco tiene de sexual. Después le quita el sujetador. Ruth se siente ridicula allí, sentada en aquella cama con sólo unas braguitas. Diane la tumba en la cama y siente cómo el liviano peso de un edredón nórdico le cubre el cuerpo por entero. Cierra los ojos. Siente cómo Diane también se desviste y da vueltas por la habitación. Luego la cama cruje bajo su peso al tumbarse junto a ella. Sus cuerpos se juntan y Ruth nota que Diane se ha quedado también sólo con unas braguitas. El roce de su cuerpo desnudo junto al de ella la excita por un momento. Pero Diane no intenta nada. Sólo la abraza y le pregunta si está bien. «Sí», murmura Ruth antes de ir perdiendo la conciencia poco a poco.

Cuando Ruth despierta siente que su cabeza es un paraje post nuclear. Desorientada, abre los ojos y echa un vistazo a su alrededor. No le sorprende descubrir una mujer desnuda a su lado pero tarda algunos momentos en recordar quién es. El mismo tiempo que tarda su vejiga en reclamar su atención. Se levanta con cuidado, sale de la habitación y trata de recordar dónde estaba el baño. Pero la casa es demasiado pequeña como para tardar en encontrarlo. Se sienta en el inodoro y mientras vacía su cuerpo de todo resto de alcohol que pudiera quedar, descubre que se le ha adelantado la regla. Busca compresas o tampones en los armaritos del baño. Encuentra lo primero, se limpia y tira el envoltorio en una papelera metálica que hay bajo el lavabo. Decide que lo mejor que puede hacer en ese momento es volver a la cama. Se queda dormida enseguida.

Horas después se despierta de nuevo pero esta vez Diane ya no está junto a ella. La resaca promete ser espantosa pero ya no aguanta ni un minuto más en la cama. Se levanta y busca su ropa con la mirada. La encuentra amontonada en una silla plegable que hay en un rincón. Se viste y sale de la habitación. Encuentra a Diane hecha un ovillo sobre el sofá tomando una taza de café y mirando la televisión. Diane alza la cabeza al verla aparecer. Ruth siente vergüenza de sí misma en ese momento. Baja los ojos y sonríe tímidamente. «¿Te encuentras mejor?», le pregunta. Ruth asiente sin saber qué hacer, si sentarse junto a ella en el sofá o quedarse de pie. Diane toma la iniciativa levantándose. «¿Quieres un café?». «Sí, por favor. Con leche». Ruth se queda sola en la estancia y opta por sentarse. Encuentra una cajetilla de tabaco sobre la mesita y enciende un cigarrillo. Un par de minutos después Diane reaparece con una taza humeante. Se la tiende a Ruth. Da un primer trago que es recibido con entusiasmo por su estómago. Deja la taza sobre la mesita. Diane y Ruth se miran sin saber qué decirse.

Comienzan a hablar de nada en particular, el trabajo de Diane, el trabajo de Ruth, la edad de Diane —cuarenta y cinco— que sorprende a Ruth, las costumbres españolas y las costumbres inglesas. En ningún momento hablan de lo que ocurrió la noche anterior. Tampoco de lo que no ocurrió y pareció que sí iba a suceder. La complicidad de los besos en el Escape ha dado paso a una diplomática incomodidad por ambas partes. Unas palabras de cortesía con las que agradecer lo que Diane ha hecho por Ruth. La bondad de los desconocidos de la que tantos hablan.

Ruth termina de tomar el café. Mira a su alrededor mientras busca en su cabeza la mejor fórmula para irse. «Será mejor que me vaya», es lo único que se le ocurre en ese momento. Diane se limita a asentir con la cabeza. Sin duda no va a poner resistencia a la decisión de una desconocida. Ruth deja entonces la taza sobre la mesita y se levanta del sofá.

Coge su abrigo y su bolso y se encamina a la puerta del piso. Diane la sigue. En el umbral, con la puerta ya abierta, las dos se miran. Ruth se mueve dubitativa. Finalmente pone una mano sobre el hombro de Diane y deposita un breve beso en su mejilla. «Nos vemos», dice a modo de despedida antes de comenzar a bajar las escaleras. «Nos vemos», responde Diane. Ruth escucha cómo se cierra la puerta. Cierra los ojos por un momento y suspira aliviada, por alguna razón liberada. Sale del portal y deambulando sin rumbo llega hasta la calle Atocha, cerca de Antón Martín. Decide coger el metro. Piensa que es la mejor forma de que su cuerpo esté al mismo nivel que su ánimo. Bajo suelo.

Al sentarse en un asiento del vagón casi vacío, abre el bolso y saca su móvil para ver qué hora es. En la pantalla se encuentra un aviso de mensaje. Un mensaje enviado por Sara a las seis de la mañana. «No me he atrevido a decírtelo antes pero… te echo de menos». La ansiedad vuelve a presionar sobre sus hombros. El pánico regresa a su estómago castigado. Guarda el móvil con gestos casi culpables, cierra los ojos y recuesta la cabeza sobre el cristal de la ventanilla. Sólo espera no tardar mucho en llegar a casa.