Antes de que el ascensor se detenga en el tercer piso ya puedo imaginar a Sofía aguzando las orejas como un perrillo al escuchar la maquinaria en movimiento. Levanta la cabeza en dirección a la puerta y da un leve respingo al notar que la cabina se detiene en nuestra planta. Mientras yo aún estoy sacando el manojo de llaves del bolso, a ella le ha dado tiempo de alcanzar la puerta, echar un vistazo por la mirilla para cerciorarse de que soy yo y abrirme la puerta de par en par con una gran —y picara— sonrisa en la cara. Su escaso metro cincuenta se yergue ante mí embutido en su uniforme de domingo: pijama y zapatillas de peluche.
—¡¡¡Neeeeeenaaaaaa!!! Qué pronto vienes, no te esperaba hasta más tarde…
Le lanzo una mirada socarrona al tiempo que penetro en el piso por el hueco que deja entre la puerta y su cuerpo.
—Son las doce de la noche, creo que es bastante tarde —le digo dirigiéndome a mi cuarto. La oigo cerrar la puerta y seguir mis pasos. Dejo la bolsa de viaje en un rincón. El bolso sobre la cama. La chaqueta en el respaldo de la silla. Me doy la vuelta recogiéndome el pelo en una coleta y me doy de bruces con la cara expectante de Sofía.
—Bueno… Cuéntame, ¿no?
Arqueo una ceja y esbozo media sonrisa.
—¿Qué quieres que te cuente? —pregunto haciéndome la sorprendida.
—¡Todo! —exclama ella—. Porque habrá mucho que contar, espero.
—Esperas demasiado —sonrío y salgo de la habitación. Ella me sigue hasta la cocina.
—¡Venga, tía! No me irás a decir que te has pasado el fin de semana haciendo turismo por Madrid con la Ruth esa, ¿verdad?
Miro a Sofía por encima de la puerta de la nevera abierta. Me echo a reír y me escondo tras ella para buscar algo comestible en sus estantes.
—¿Sara? —gime mi compañera de piso.
—¿Sofía? —le respondo yo.
—Bueno, vale ya de hacerse la misteriosa… ¿Hubo tomate o no hubo tomate? Porque si no lo hubo no sé por qué coño sonríes de esa forma…
Cierro la nevera con unos paquetes de embutido en la mano. Los dejo sobre la mesa, miro a Sofía y esbozo por fin una amplia sonrisa.
—Sí —admito bajando la mirada y notando cómo mis mejillas encarnecen súbitamente. Sofía pega un bote.
—¡Lo sabía! ¡Sabía que tenías que ir a Madrid! Bueno, bueno, bueno… Empieza a contarme que me muero de curiosidad…
Le cuento. ¿Qué le cuento? Que no sé qué contar. ¿Que desde el momento en que volví a ver a Ruth sabía que iba a pasar algo? ¿Que lo noté por la forma en que nos miramos y nos reconocimos en la boca de metro? No sé qué puedo contar. Que estoy confundida. Que el viaje me ha confundido. No, el viaje no. Ha sido Ruth la que me ha confundido. Que me gusta. Que no me la he podido quitar de la cabeza en tres meses y que ahora me doy cuenta de que se me va a quedar ahí mucho tiempo. Pase lo que pase.
Llamé a Ruth el viernes a media tarde diciéndole que mis obligaciones laborales habían acabado. Obligaciones que no habían existido. Realmente me acababa de bajar del taxi que me llevó del aeropuerto al centro. Yo le dije que acababa de dejar el hotel. Ella me dijo que me esperaba en el metro de Quevedo, que era el que más cerca pillaba de su casa. Yo volví a meterme en un taxi asegurándole que estaría allí en veinte minutos. No tardé ni diez. Y los diez restantes permanecí esperando junto a la boca de metro con el estómago dando saltos mortales dentro de mí. Las rodillas me temblaban. Pero más que de temor era de incertidumbre. De no saber por qué me había dado la ventolera de ir a Madrid para ver a una mujer a la que apenas conocía. Una mujer que me dejó claro que no quería relaciones con nadie. Una mujer a la que, de entrada, había mentido contándole que el motivo de mi visita era meramente laboral y que, bueno, ya que estoy aquí, pues me quedo el fin de semana y así salgo por Chueca. Es lo que todo el mundo hace cuando va a Madrid, ¿no?
Llegó con las gafas de sol puestas pese a que el día estaba nublado. La armadura ante todo. Pero se las quitó al llegar hasta mí, sonriendo con sus ojos todo lo que su mueca burlona no le permitía. Esa mirada que fue el primer indicador. Algo se disparó entre su pupila y la mía. Una milésima de segundo de reconocimiento y de acontecimientos aún por llegar. Me plantó dos besos en las mejillas y volvió a escudarse en sus gafas de sol mientras echábamos a andar hacia su piso. La visita fue breve. Lo justo para dejar mi bolsa junto al sofá del salón y volver a salir por la puerta. Ruth tenía muchos planes. Un café con su amiga Pilar. Cena con los chicos. Y luego todos juntos a tomar copas por Chueca. Me dejaba claro que no íbamos a estar a solas más que el tiempo que durase el trayecto entre su casa y la cafetería en la que había quedado con Pilar.
Y así fue. Se formó un compacto grupo en torno a Ruth que a ratos parecía estar examinándome. Y Ruth se hacía la sueca. Como si la cosa no fuera con ella. Su amigo Juan me miraba con curiosidad. Y se sonreía. Luego le comentaba algo a su novio, a veces también a Pilar. Y lo único que Ruth decía era que a ver cuándo Pilar le iba a presentar a su nueva novia, que estaba empezando a pensar que era producto de su imaginación. Y luego se reía. Yo me esforzaba por mostrarme afable. Por mostrarme como una conocida de Ruth que había aprovechado un viaje de trabajo para tomarse una copa con ella. En algunos momentos, cuando el sonido de la música era tan ensordecedor que apenas nos entendíamos, Ruth me hablaba al oído, apoyando su mano en mi hombro. Y yo pensaba en lo fácil que me resultó coquetear con ella en Ibiza, luego en Menorca, y lo difícil que me estaba resultando en aquel momento decirle cuál era el único motivo de mi visita. Aunque aún no supiera qué podía esperar de ella.
La noche no se prolongó demasiado. Hacia las tres, tanto los chicos como Pilar dijeron estar muy cansados de toda la semana de curro, que habían madrugado y ya no podían más. Yo también estaba cansada. En realidad estaba exhausta. Aunque, más que por haber trabajado y madrugado, por los nervios que habían ido conquistándome durante los días anteriores para acabar estallando en una salvaje batalla esa noche. Cuando los demás se fueron, pensé que Ruth querría seguir en otro bar, quizá alguna discoteca, donde se encontraría con más conocidos que se acercarían a saludarla y que podrían quedarse junto a nosotras conformando un nuevo grupo. Pero no. Una vez nos hubimos despedido de sus amigos y los estábamos viendo alejarse, Ruth se giró hacia mí y me propuso ir a su casa dando un paseo, que estaba cansada pero quería despejarse antes de meterse en la cama.
Caminamos por toda la calle Fuencarral desandando nuestros propios pasos de unas horas antes. Ruth hablaba y yo escuchaba asintiendo de vez en cuando. Me contaba cosas de sus amigos, de su trabajo en la agencia de publicidad, incluso que se había abierto una cuenta de ahorro para comprarse un piso. Eso me hizo reír. La recordaba tan huidiza y despreocupada que no me la imaginaba inquietándose por cuestiones tan materiales. Al llegar al portal, abrió la puerta con un bostezo y subimos a su piso en completo silencio. No me lo había dicho antes, sólo tenía una cama. Me preguntó si prefería dormir en el sofá o con ella. Me lo preguntó como quien se lo pregunta a una amiga con la que no se tiene mucha confianza. «En el sofá estaré bien», murmuré haciendo ademán de inclinarme hacia mi bolsa de viaje. Entonces Ruth me detuvo cogiéndome del brazo y me hizo mirarla. «Pero en la cama estarías más cómoda, ¿no?», me dijo con una nueva expresión en el rostro. Una expresión que me decía que el juego había terminado, que ya se había cansado de esquivarme y que era hora de tomar cartas en el asunto. Yo aún no había encontrado una respuesta adecuada en mi cabeza cuando Ruth ya me estaba besando con un ardor que me sorprendió, como si en vez de haber sido ella la que se había mostrado impertérrita ante mi presencia hubiese sido yo la que hubiera jugado con su deseo como juega el gato con el ratón.
Me empujó a la cama con impaciencia, ansiosa, desnudándome con una mano mientras ella se desnudaba con la que le quedaba libre. Sin dejar de besarme ni un momento. Mi incertidumbre se desvaneció en aquel momento, con el cuerpo desnudo de Ruth sobre el mío, tal y como la había deseado todas esas noches en Menorca tras nuestro comedido adiós en el lugar que elegimos la primera vez. Ahora la tenía allí conmigo al fin, su lengua serpenteando por mi vientre, sus manos acariciando, las mías enredándose en su pelo, su cabeza entre mis piernas.
Exploté en un ruidoso orgasmo que me cortó la respiración. Pero yo quería más. Más de Ruth.
No volvimos a pisar la calle en todo el fin de semana. Aunque fuimos interrumpidas constantemente por el sonido del teléfono de Ruth. Descolgaba dedicándome una sonrisa picara. Cuando su interlocutor le preguntaba, seguramente, que qué pensaba hacer, que por qué no quedaban para tomar unas copas, Ruth respondía que esa noche no iba a salir, que estaba muy cansada y que prefería quedarse en casa. Pero lo hacía con un ataque de risa tan poco disimulado que al otro lado de la línea sabían de inmediato que les estaba tomando el pelo. Y le decían algo que la hacía estallar en carcajadas para acabar diciendo: «Bueno, ya te llamaré». Cuando Ruth colgaba era el gesto que indicaba que volvía a estar dispuesta, que quería seguir haciéndome el amor.
Yo nunca había hecho el amor con una desconocida. Quiero decir que cuando me he ido a la cama con una mujer a la que acabase de conocer nunca he sentido que hiciera el amor. Si la historia con la mujer prosperaba, tal vez podía llegar a sentirlo. O podía no sentirlo nunca por mucho empeño que le pusiera. Soy compleja con las relaciones. Por eso lo de Ruth me sorprende tanto. Porque desde el primer momento sentí que estábamos haciendo el amor. Porque yo no me encapricho de cualquiera. Porque yo nunca he recorrido más de seiscientos kilómetros en busca de un posible polvo. Porque para que alguien despierte mi interés hace falta mucho más que unos bonitos ojos o un festival de orgasmos.
Mi piel aún conserva su olor mientras le sigo relatando a Sofía lo acontecido en la capital. Al hablar voy percibiendo vaharadas de él y siento un leve cosquilleo en mi nuca al darme cuenta de que ya la estoy echando de menos.
—Bueno, ¿y en qué habéis quedado? —me pregunta Sofía expectante.
—¿En qué hemos quedado? —pregunto yo a mi vez con perplejidad.
No se puede decir que hayamos quedado en algo. Tras el sábado y el domingo sin apenas salir de su casa recogí mis cosas para ir al aeropuerto. En ningún momento Ruth planteó la posibilidad de acompañarme hasta allí. Dejó caer que había quedado, no sé muy bien con quién, tal vez con Pilar, quizá con los chicos. No lo sé. Tampoco me lo dijo. Bajamos a la calle. Las dos con cara de circunstancias. Ella con las gafas de sol otra vez puestas aunque ya anochecía. Yo con la cabeza gacha agarrando mi bolsa de viaje. Ruth miraba hacia la calzada en busca de un taxi libre que me llevase al aeropuerto. Yo no sabía qué sería más apropiado decir en el momento de la despedida. La vi alzar la mano y un taxi se detuvo frente a nosotras. Ruth se giró hacia mí con una amplia sonrisa y sin previo aviso apretó sus labios a los míos con fuerza. Unos segundos después se separó de mí con expresión satisfecha. Ya nos veremos, me dijo. Por un momento no supe qué contestar. Luego solté un «sí, ya nos veremos».
Y le volví a dar un breve beso. El taxista parecía impacientarse en el interior del auto. Abrí la portezuela y me deslicé en el interior un poco azorada. Ruth cerró y me dedicó una última mirada bajándose un poco las gafas por el caballete de la nariz. Cuando se separó le dije al taxista el destino de la carrera y nos pusimos en marcha. Ruth quedó atrás, en el borde de la acera, viendo alejarse el coche. Me giré sólo un momento para verla. Luego me recosté en el asiento con una gran sensación de mareo.
Llegué al aeropuerto y embarqué en mi vuelo como una autómata. El viaje transcurrió con una tremenda sensación de abotargamiento. Aterricé en Barcelona y seguía sin saber cómo sentirme. ¿Qué es lo que ha pasado con Ruth? Ni yo misma lo sé. ¿Qué va a pasar a partir de ahora? No me lo imagino. Ni siquiera sé si volveremos a vernos. Una parte de mí se niega a volver a rebajarme con una nueva visita si sólo voy a ser un mero pasatiempo para ella. Una visita con la que desfogarse hasta que la sensación de novedad se agote por sí sola.
—¿Cuándo os vais a volver a ver? —me inquiere Sofía.
—No lo sé.
—Pero te gusta, ¿verdad? —pregunta en tono de afirmación.
—Sí —respondo—. Me gusta mucho.
La vuelta a la rutina se me hace cuesta arriba. Mis compañeros de trabajo me notan ausente y no se cortan en decírmelo. Claro que ellos ni siquiera saben de mi escapada a Madrid durante el fin de semana. Nadie en el trabajo sabe nada de mi día a día fuera de las paredes de esta oficina en la que todos nos recluimos de lunes a viernes durante tantas horas. Soy muy celosa de mi intimidad. En los cuatro años que llevo trabajando en esta empresa no les he dado muchas pistas acerca de lo que hago cuando salgo por la puerta. No es que sea una de esas personas que no quieren saber nada de sus compañeros y se dedican sólo a currar. En muchas ocasiones he salido a cenar y a tomar copas con ellos. Y lo paso bien. Pero no es la gente con la que quiero compartir mi tiempo de ocio.
Por supuesto que me han preguntado si salgo con alguien. Sobre todo las chicas, llevadas por ese impulso marujil que parecen tener inscrito en el código genético y que las incita a hacer un informe completo de la vida y milagros de todo ser viviente que se encuentre en su radio de acción. Lo malo es que cuantas más veces contestas con una negativa más empeño ponen ellas en averiguar si lo que dices es cierto. Y, claro, hay cosas que yo no quiero que sepan. Sobre todo el hecho de que a veces salga con mujeres. No creo que se lo tomaran mal. Dentro de su carácter convencional las considero lo suficientemente abiertas como para no escandalizarse por algo así. No obstante saber que si ellas estuvieran al corriente de ese detalle, estarían elucubrando todo el tiempo sobre lo que hago o dejo de hacer me incomoda y no me hace sentir la suficiente confianza como para contárselo. Sin embargo mi secreto está a salvo. Porque salgo con mujeres, sí. Pero también salgo con hombres… Bueno, a decir verdad, sólo he salido con uno en los últimos cinco años, Pablo. Y se dio la casualidad de que me vieron con él en varias ocasiones, lo que apaciguó su curiosidad unas décimas pese a que se acrecentó su deseo de que les contara más acerca de qué clase de relación nos unía.
Pablo ha sido el único hombre del que me he llegado a enamorar. Hubo más hombres en el pasado. Y mujeres también. Después de Pablo no ha habido más hombres. Ni siquiera para una sola noche. Sólo mujeres. Aveces me planteo si debería aceptar que soy lesbiana y no bisexual, como siempre he creído. A veces me planteo si no me adjudiqué la etiqueta de bisexual porque era incapaz de asumir mi lesbianismo completamente. Otras pienso que por qué coño me tengo que colgar yo misma una etiqueta cuando eso es algo que los demás ya harán por mí aunque no quiera. Bastante me costó a mí, en plena adolescencia, darme cuenta de que el cariño que sentía hacia algunas amigas no era un simple cariño fraternal, que había un poso de deseo sexual que durante años intenté ocultarme, cuando salía con el noviete de turno y miraba a mi amiga Nuria bailar en la pista de baile de la única discoteca (nombre demasiado generoso para lo que era un simple pub con un rincón para bailar) del pueblo en que nací y del que salí para estudiar sintiendo que lo que realmente hacía era huir como alma que lleva el diablo.
Supongo que una parte de mí sabía exactamente que lo que sentía por Nuria no era esa típica amistad íntima entre dos adolescentes que se cuentan sus confidencias. Que el ramalazo de celos que sentía cada vez que Nuria tonteaba o se besuqueaba con alguno de los chicos de los pueblos cercanos no eran lógicos en una amistad sin mácula como se suponía que era la nuestra. Sin embargo, nunca fingí mi deseo por el sexo opuesto. Aunque, tras mi primera relación con una mujer, me diese cuenta de que con un hombre no era nunca tan intenso como lo que sentía estando con alguien de mi mismo sexo. Con un hombre podía divertirme, podía pasarlo bien, podía quererlo y podía sentirme dolida cuando la relación acababa. Pero la primera vez con una mujer fue como un mazazo en la boca del estómago. No era comparable. A un nivel sexual podía sentir atracción por ambos sexos. A un nivel emocional sólo me enamoraba de mujeres.
Y esto fue así hasta que apareció Pablo. He oído decir a muchas lesbianas que he conocido, las que sentían menos rechazo físico hacia el sexo masculino, que sólo podrían enamorarse de un hombre si este fuera absolutamente extraordinario. Y yo pensaba que también sería así si algún día, por alguna circunstancia, me enamoraba de verdad de alguno. Pero Pablo no era precisamente un dechado de virtudes y perfección. Era un chico del montón, con aspiraciones del montón y un físico bastante corriente. Pero me enamoré de él de un modo casi irracional. Durante mucho tiempo llegué casi a convencerme de que tal vez todas mis historias con mujeres habían sido una etapa de experimentación, que aquello que estaba viviendo con él era ese amor adulto, calmado y tranquilo que dicen que llega en un momento dado y te hace sentar la cabeza. Que había llegado el momento de ir por el camino correcto y olvidarme de extravagancias de veinteañera.
Y a punto estuvo de ocurrir todo eso. Me refiero a la vida convencional, el piso modesto pero acogedor en una ciudad de las afueras, una boda sencilla rodeada de familiares y amigos y un par de churumbeles al cabo de un tiempo. Pablo y yo ya nos empezábamos a plantear todo esto. Y, pese a que yo parecía la primera convencida, una parte de mí comenzó a ir dejando pistas que le permitieran averiguar a mi novio que no siempre había habido hombres en mi vida. Mi subconsciente o, quizá, mi verdadero deseo, me traicionó. Y aunque para otro hombre esto no hubiera sido más que un detalle morboso del pasado de su novia, aquí hay que explicar que Pablo había tenido, tiempo atrás, otra novia, de la que estuvo profundamente enamorado, que lo dejó por una mujer. Así que no le hacía demasiada gracia todo ese rollo de la bisexualidad. Desconfiaba de todo aquel o aquella que manifestase deseo por ambos sexos tildándolos de inestables, hipócritas e indignos de su confianza. Poco a poco Pablo fue dándose cuenta de lo que pasaba, fue haciendo preguntas que yo no tuve reparo en contestar hasta que me hizo esa fatídica pregunta que requería una respuesta clara y firme: «¿También te gustan las mujeres?». Yo era —soy— de la opinión de que la confianza en una pareja es un pilar básico. Así que no veía razón para mentirle. Tampoco creía que fuera a reaccionar como lo hizo. Más bien al contrario, creí que algo así lo excitaría, que quizá pensase que eso dejaba una puerta abierta para cumplir esa fantasía de casi todo hombre heterosexual de montárselo con dos mujeres (que yo quisiera o no entrar en ese juego era algo que no me planteaba en ese momento). Pero la reacción de Pablo fue del todo desproporcionada. Me acusó de haberle estado mintiendo durante el tiempo que habíamos estado juntos. Dijo haber perdido toda la confianza en mí en un solo momento. Así que, según él, tal y como estaban las cosas, era mejor que lo dejáramos.
La ruptura me hizo llorar como jamás pensé que lloraría por un hombre. Sentí como si estuviera perdiendo mi última oportunidad de hacer lo correcto. Pese a no saber con exactitud si realmente quería hacerlo. Se suponía que lo correcto era casarme con Pablo y pasar mi vida con él. Pero no sabía si de verdad quería hacerle frente a todo lo que conllevaba tener un proyecto de futuro con una mujer, llevar a cabo lo que para mí era un simulacro de matrimonio.
Pasé unos meses horribles. No me apetecía hacer nada. Iba y venía entre la oficina y mi casa sin hacer ninguna parada intermedia. Sofía se esforzaba en hacerme salir pero de nada servía. Necesitaba estar sola. No ver a nadie. No salir con nadie. Regodearme un poco en mi miseria hasta poder reírme de todo cuando ya hubiera pasado lo peor. Cada uno encaja como puede las rupturas. Unos se vuelcan en los que tienen alrededor, otros se encierran en sí mismos. Yo siempre he sido de estas últimas.
Pese a todo, la recuperación fue inusualmente rápida. Y las secuelas apenas fueron perceptibles, incluso para mí misma. Aunque reconozco que la aparición de Begoña supuso una gran ayuda. La de una mujer que se metió en mi vida para cambiar, sin que apenas ella lo pretendiera, todos mis esquemas mentales, todo en lo que había creído siempre.
Begoña tenía —y sigue teniendo, claro— quince años más que yo. Era una abogada con cierto prestigio que dedicaba parte de su tiempo a causas sociales, casi todas ellas vinculadas al mundo gay o a la lucha por la igualdad de la mujer. Tenía un pequeño despacho en el que llevaba casos particulares y por las tardes regalaba su tiempo en varias asociaciones ofreciendo asesoría jurídica gratuita. Pero pese a que mi trabajo —un puesto administrativo en una editorial de libros jurídicos— tiene mucho que ver con su ocupación, la conocí en una discoteca de ambiente una noche en la que salí con unos amigos gays. Nuestro primer tema de conversación fue ese. Yo comencé la carrera de Derecho pero nunca llegué a licenciarme, acuciada como estaba por seguir viviendo en Barcelona y no tener suficiente dinero para costearme una carrera sin trabajar. Nunca he podido ser una de esas personas que estudian y trabajan a la vez. Lo intenté y fracasé estrepitosamente. Así que tuve que decidir. Volver a mi pueblo con un futuro incierto frente a mí estaba descartado. La relación con mis padres, que nunca fue muy estrecha, se había ido deteriorando por lo que la decisión obvia era quedarme y para ello tendría que dedicarme sólo a trabajar. Me paseé por decenas de trabajos temporales hasta que por fin encontré uno que me quiso tener permanentemente en su plantilla. Begoña me preguntó si no había pensado en retomar los estudios ahora que tenía más estabilidad. Negué con la cabeza. No me veía capaz. No creía tener las fuerzas ni la disciplina necesaria para compaginar ambas cosas. Ella meneó la cabeza. «Lo que pasa es que no quieres —me dijo—. Si te lo plantearas podrías hacer todo lo que quisieras». No hablamos mucho más aquella vez, era un jueves por la noche y ella sólo había salido a tomar una copa con uno de los chicos de mi grupo, al que conocía de una de las asociaciones con las que colaboraba. Antes de irse me pidió el teléfono con un gran surtido de excusas: que su despacho estaba cerca de las oficinas de mi editorial, que quería comentar conmigo algunas cosas acerca de nuestro catálogo y, también, claro, charlar sin esa ensordecedora música de fondo.
Al martes siguiente me llamó a media mañana y me preguntó que si tenía tiempo de comer con ella. Yo no tenía mucho trabajo aquel día y accedí sin pensármelo demasiado. Pese a que no era la primera vez todavía no estaba acostumbrada a que una mujer tratara de seducirme y casi nunca me daba cuenta de las verdaderas intenciones hasta que no era exageradamente obvio. Begoña me conminó a reunirme con ella en un restaurante que estaba a cuatro calles de mi oficina. Cuando llegué ella aún no lo había hecho y me entretuve en la barra tomando una cerveza. Pasado un rato, me giré por instinto hacia la puerta justo en el momento en el que ella entraba. A sus cuarenta y algunos Begoña era una mujer sumamente atractiva. Aunque más que por un físico apabullante lo era por la seguridad y confianza en sí misma que imprimía a sus gestos y que irradiaba en cada palabra que pronunciaba. Al igual que en la anterior ocasión, la de la discoteca, ese día también vestía un traje sastre de corte masculino. Además, poseía una androginia que provocó mi deseo de repente. La boca se me secó al verla. Mi recuerdo de ella era bastante nebuloso, provocado por el sueño y el cansancio que arrastraba la primera vez y la onírica iluminación de la discoteca. En el restaurante apareció frente a mí en todo su esplendor. Dicen que en los demás buscamos aquellas características de las que carecemos. Yo me considero una persona débil e insegura, aunque intentando ocultarlo la gente perciba justamente lo contrario, y al ver a Begoña personificar todas esas virtudes que me gustaría poseer comencé a sentir una atracción brutal hacia ella. Una atracción tan fuerte que no sabía si iba a ser capaz de controlar.
Para suerte mía las intenciones de Begoña iban justamente en la dirección que yo quería. Tras aquella comida hubo algunos encuentros más hasta que una cosa llevó a la otra y acabamos besándonos en una cafetería de las Ramblas, dando comienzo así a nuestra relación.
La historia con Begoña no fue muy larga, apenas seis o siete meses. Sin embargo sí que fue una de las relaciones más intensas que he tenido jamás. Begoña era tremendamente apasionada en todo lo que hacía, fuese con los casos que llevaba, en sus ideales o en la cama. Era una concentración de energía tan pura que contagiaba de entusiasmo a quien se cruzara con ella más de diez minutos. Yo sentía una mezcla de admiración y atracción animal que a veces llegaba a ser dolorosa. Con ella asistí a decenas de charlas, coloquios y conferencias sobre política y activismo gay y feminista. Me recomendó montones de libros que debía leer, tanto novelas como ensayos. Su vocación didáctica era tan inagotable como ella misma. Pero yo era un hueso demasiado duro de roer. A mí me incomodaban —todavía me pasa en ocasiones— las manifestaciones de afecto en público y más si estábamos en lugares donde un beso entre dos mujeres pudiese llamar la atención. Yo era el tipo de persona a la que le había costado más de dos años atreverse a entrar en una librería gay. Unos cuantos más dejarme caer por la manifestación anual del Orgullo, siempre protegida por una gorra y unas gafas de sol y siendo literalmente arrastrada por alguno de mis amigos. No me gusta ser el centro de atención. No me gusta que la gente me prejuzgue ni que me identifique con ningún arquetipo antes de haber podido conocerme. Que la gente sólo pueda ver en mí a una lesbiana me pone de los nervios. Pero Begoña era todo lo contrario a mí. Era el tipo de activista que siempre da la cara y habla alto para que se la oiga bien. Trasladaba su compromiso a todas las facetas de su vida con naturalidad. Y eso a mí me hacía sentirme incómoda. No me veía capaz de soportar ser sometida a un juicio continuo por parte de los demás acerca de lo que para mí es una parte de mi intimidad.
Llegó un momento en que no pude soportarlo. Quería mucho a Begoña pero me estaba costando soportar ese nivel de visibilidad. Tomé la decisión de dejarla. Ella se mostró muy dolida aunque lo encajase con esa deportividad que proporcionan las experiencias vividas. Comprendió mi decisión pese a no poder compartirla. Yo volví a recluirme en mí misma. Y luego me lancé a una desenfrenada promiscuidad por el ambiente lésbico de Barcelona. Con todo, algo del espíritu combativo de Begoña se me debió de contagiar porque con el tiempo me vi haciendo todo ese tipo de cosas que, cuando estaba con ella, conseguían ruborizarme.
Esa ha sido mi vida durante los últimos dos años. He salido mucho y follado mucho. Y digo follar porque con ninguna de esas mujeres o esas jovencitas con las que he compartido cama he llegado nunca a hacer el amor. Ninguna me hizo sentir nada distinto a un cariño pasajero que se acababa extinguiendo con el paso de las semanas. Ninguna hasta que apareció Ruth en aquella fiesta en Ibiza. Quizá si hubiera ocurrido algo con ella esa misma noche no se me habría quedado tan grabada en la mente. Si no nos hubiéramos vuelto a encontrar después en Menorca y no hubiéramos pasado esos días entre risas y complicidad no me hubiese vuelto a acordar de ella. Pero Ruth se convirtió en una promesa aún por cumplir, una incógnita por resolver. Y algo me empujaba a volver a verla fuese como fuese. A cruzar medio país si era necesario. Y eso hice. Volví a verla para darme cuenta de que quiero a esa mujer en mi vida. Que quiero conocerla y comprobar si de verdad es todo lo que parece ser. Si es una de esas que no tiene nada que ofrecer bajo la coraza que luce con tanto orgullo o, en cambio, bajo su reluciente armadura se esconde alguien que realmente merece la pena.
Más de dos semanas después de mi visita a la capital la intensidad de mis sentimientos por Ruth no ha decrecido ni un ápice. Pese a ello no la he llamado en ningún momento. Ni, por supuesto, ella a mí. La verdad es que me lo esperaba. Aunque no por ello deja de escocer. Me lo tomo con resignación. Ya he asumido que para ella no fui más que una aventurilla de fin de semana.
Algunos días Sofía me pregunta si me ha llamado. Al responderle que no, me insta a hacerlo yo. Pero me niego. Si Ruth no quiere saber nada de mí sus razones tendrá y no soy quién para seguir insistiendo. Punto final. No hay nada que hacer.
Pero una noche de miércoles, mientras Sofía y yo preparamos una pronta cena ocurre algo que me vuelve a hacer dudar en cuanto a lo que puedo esperar de Ruth. Estoy batiendo unos huevos para hacer una tortilla de patatas cuando Sofía me avisa de que mi móvil está sonando desde el salón. Voy hasta allí pero al cogerlo y ver en la pantalla el nombre de Ruth mis rodillas empiezan a temblar. Sumamente extrañada descuelgo.
—¿Sí?
—¡Hola, nena! ¿Qué tal? —me dice Ruth jovial al otro lado de la línea.
—Bien —respondo todavía recuperándome de la sorpresa—. ¿Y tú?
—Bien, muy bien, gracias —responde ella. Casi puedo ver su sonrisa—. Oye, que te llamaba para preguntarte si este fin de semana querrías hacerme de guía por Barcelona…
—¿Vienes a Barcelona?
—Sí, llego mañana. Tengo unas reuniones con nuestra oficina de allí. Pero el viernes por la tarde ya estaré libre. Y como hace mucho que no voy a Barcelona he pensado quedarme a pasar el fin de semana allí y robarte un poco de tu tiempo, ¿te hace?
—Sí, claro —me apresuro a responder. Después me muerdo la lengua. ¿No he aceptado demasiado rápido? ¿No debería haberme mostrado más reticente después de no haber tenido señales de vida de Ruth desde que volví de Madrid?
—¡Bien! —exclama Ruth con comedido entusiasmo—. Bueno, entonces te llamo el viernes en cuanto acabe con todo y quedamos. Busca algún restaurante chulo para ir a cenar, ¿vale?
—Lo haré. No te preocupes —respondo ya con una creciente comezón en el estómago.
—Venga pues entonces nos vemos el viernes. Un beso, nena. Ciao.
—Adiós.
Cuelgo la llamada y dejo el móvil sobre el salón. Una estúpida sonrisa ilumina mi rostro mientras vuelvo a la cocina. Al verme entrar con semejante expresión Sofía alza las cejas en señal de interrogación.
—Era Ruth —anuncio.
—¿Y?
—Viene a Barcelona este fin de semana —le cuento abriendo desmesuradamente los ojos. Sofía se echa a reír.
—¡Ay, ay, ay! Y tú que decías que todo se había acabado…
No, no debe de haber acabado. Lo que está haciendo es empezar. Me temo que es ahora cuando empieza todo.