Tenías planeado un debate para después de la proyección pero cuando te acercas a apagar el televisor, todas las chicas que han venido a ver los primeros capítulos de The L Word que has bajado de Internet sólo saben discutir acerca de cuál de las protagonistas está más buena. Observas la escena con decepción. Piensas que será mejor posponer el debate para cuando hayan visto la temporada completa. Te acercas hasta Ruth y Sara. Ruth tiene cara de alucinada pero sabes que sólo pretende hacer un poco el ganso. Sara la mira con expresión condescendiente sin poder contener la risa.
—¡Joder, Ali, creo que me he enamorado! —dice con la boca abierta de la impresión—. ¡Por favor! —exclama exageradamente—. ¿Por qué no hay tías así aquí?
—¡Muchas gracias, Ruth! —exclama Sara golpeándola en el hombro.
—Nena, no te ofendas pero… es que… ¡madre mía! —Ruth sigue metida en su papel.
—Déjame adivinar —le dices con sorna—. Shane, ¿verdad?
—¿Quién si no? ¡Qué voz, qué ojos, qué todo…!
La miras alzando una ceja con incredulidad.
—¿No tienes nada más que decir? Esperaba que al menos tú hicieras algún comentario ingenioso…
Ruth deja de bromear, cambia el gesto y vuelve a su ironía habitual.
—Bueno, dejando aparte de que todas están para mojar pan, de que es una versión bollo de Melrose Place y de que no hay quién aguante a la niñata escritora esa… la verdad es que me ha parecido una pijada completamente irreal —me espeta sonriéndome y guiñándome un ojo.
—Ya sé que es irreal, Ruth, aunque me sorprende que seas precisamente tú la que diga eso.
—¿Por qué? —te pregunta extrañada.
—Porque de todas las lesbianas que conozco tú eres la única que parece salida directamente de la serie… —explicas soltando una risita.
—¡Ja! —exclama Ruth rotunda—. ¿Por qué lo dices? ¿Por mi enorme casa con piscina en La Moraleja o por mis trajes hechos a medida?
—Venga, Ruth —le dice Sara conciliadora—. En el fondo lleva un poquito de razón… —añade juntando el pulgar y el índice delante de sus narices.
—Qué más quisiera yo… —murmura Ruth—. Bueno, ¿qué? ¿No nos vas a invitar a una cervecita?
—¡Oh, venga, Ruth! ¡No seas agarrada! Que vivimos de los donativos y las consumiciones —le dices con cara de pena.
Ruth menea la cabeza con desgana y se levanta.
—¡Cómo sois las activistas! Siempre pensando en la pela… Venga, vamos arriba —le dice a Sara.
Las tres subís arriba. Algunas chicas se marchan ya y se acercan para despedirse de ti. Otras te piden consumiciones para llevárselas abajo y continuar de charla con los grupitos que se han formado. Te pones a abrir cervezas y preparar infusiones. Mientras lo haces ves cómo se abre la puerta del local y entran tus madres con una gran sonrisa. Se acercan a ti.
—¿Cómo va todo, cariño? —te pregunta una.
—Hay un montón de chicas… —comenta la otra.
—Lo de la serie ha sido un acierto —les explicas abriendo la última cerveza—. Hemos llenado la parte de abajo.
Ruth se percata de la presencia de tus madres y se acerca a saludarlas.
—¡Hola! ¿Qué tal? ¿Cuánto tiempo? —les dice locuaz—. Esperad, que os presento —le hace una seña a Sara para que se acerque—. Esta es Sara. Sara, estas son Ángeles y Mar, las madres de Ali.
Las observas saludarse con los dos besos de rigor. Las cuatro se ponen a hablar animadamente. Mientras tanto tú bajas al salón para comprobar que a nadie le falte nada. Justo cuando subes, David está entrando por la puerta acompañado de una chica a la que no conoces. Van de la mano. Te causa sorpresa. David no te ha comentado que haya conocido a alguien.
—Hola, David —saludas brevemente.
—Hola, Ali —te devuelve el saludo del mismo modo.
Tú te quedas mirando alternativamente a uno y a otro esperando que te diga quién es la chica que viene con él. David te mira extrañado hasta que parece percatarse del asunto.
—¡Uy, perdona! —se dirige a la chica—. Cristina, esta es Ali. Ali, Cristina.
Os dais dos besos.
—¿Y cómo es que os habéis pasado por aquí? —le preguntas con curiosidad.
—Pues estábamos tomando algo por la zona y como Cristina quería darse una vuelta por Chueca veníamos a ver si os apuntabais a venir con nosotros.
Te encoges de hombros.
—La verdad es que no lo sé… Ana y yo pensábamos quedarnos en casa… Y estas… —te giras para mirar a Ruth y Sara que continúan hablando con tus madres mientras se hacen carantoñas—. No sé, me da la sensación de que también se van a ir a casa en breve… —le dices con una sonrisita cómplice. David pone cara de circunstancias y mira a la tal Cristina.
—Bueno, pues entonces nada…
De repente, Ruth se acerca a vosotros.
—Oye, Ali, ¿y tu chica dónde anda? —te pregunta capciosa colgándose de tu cuello. Luego mira a David—. Hola, David, ¿qué tal te va? Aunque ya veo que muy bien —añade mirando a Cristina.
—Hola, Ruth —responde él en tono monocorde—. Sí, ya ves… —pasea la mirada entre los presentes—. En fin… Nosotros nos vamos. Nos vemos en casa —te dice.
—Vale. Hasta luego —respondes.
Te los quedas mirando mientras sales por la puerta. Luego miras a Ruth.
—La diplomacia no es lo tuyo, ¿verdad? —inquieres. Ella se ríe.
—Es que cuando le he oído decir eso… Pufff, si hay algo que no soporto es cuando los heteros quieren que les hagamos de guía turístico… Además, ya sabes lo que pienso de David. Para mí que lo que le pasa es que le pone lo de dos tías liándose y contigo ha visto el cielo abierto…
—David no es de esos, Ruth, tú no le conoces —le reprochas.
—Y tú pasas demasiado tiempo con él… —te reprocha ella.
Volvéis a donde están Sara y tus madres. Ángeles te mira con acritud.
—Ese era tu compañero de piso, ¿no? —te pregunta.
—Sí, uno de ellos.
—Pero… ¿no se supone que no dejáis pasar a hombres?
—No, mamá —suspiras desganada—. No le prohibimos la entrada a nadie. Si lo hiciéramos pondrían el grito en el cielo. De este modo ninguno se ha acercado por aquí. Si no se lo prohibes, no les interesa… Además, lo de David es distinto. Nos ha ayudado un montón a dejar el local en condiciones.
—Bueno, bueno, tú sabrás… —te dice con ese tono que sólo las madres saben emplear y que te hace dudar hasta del día en que vives.
—Y esa chica tan maja con la que te vimos el otro día… ¿está aquí? —te pregunta Mar. Tú te limitas a asentir.
—Si es que ya iba siendo hora de que la niña se echara novia —apostilla Ruth dándote un par de golpes en el hombro. Tú le lanzas una mirada asesina.
—Llevamos saliendo tres semanas. ¿A eso le llamas tú echarse novia? —le preguntas. Lo último que te faltaba es que precisamente Ruth te dijera algo así. Alguien que no emplea la palabra novia en su vida privada ni aunque la torturen.
—Bueno, novia, amiga, ligue, ¿qué más da? Lo que importa es que sales con alguien, ¿no? Que ya nos estabas preocupando… —vuelve a la carga. Los años le están sentando fatal a Ruth. Cada día se parece más a una matriarca. La miras de soslayo con cara de pocos amigos—. Creo que nosotras nos vamos a ir —anuncia mirando a Sara—. A ver si nos vemos otro día con algo más de tiempo, ¿vale?
Tus madres asienten con un gesto de estar encantadas de la vida de que tengas unas amigas tan majas. Comienzan a despedirse entre ellas. Ruth y Sara se despiden de ti y salen del local.
—Nosotras también nos vamos a ir —te dice Mar. Luego te acaricia la cabeza y te dice con tono confidencial—. ¿Te hace falta algo, cariño?
—No, mamá —niegas con la cabeza—. Estoy bien.
—¿Seguro? ¿Algo de dinero? —te pregunta Ángeles. Vuelves a negar—. Si te hace falta algo, dínoslo. No seas orgullosa, ¿vale?
—No soy orgullosa, mamá. No me hace falta nada, en serio.
—Bueno… Está bien —te dice no muy convencida—. Pásalo bien. Y vente a casa a comer algún día, ¿vale? —te pide dándote un suave beso en la mejilla. Mar te da otro y lo acompaña de un abrazo.
—No os preocupéis… —les dices mientras salen aunque sabes que será en vano. Va inscrito en el código genético que las madres se preocupen sobremanera por sus hijas.
Cuando ves la puerta cerrarse sueltas un sonoro suspiro. Te pones a recoger los botellines de cerveza vacíos que vas encontrando. Estás limpiando la encimera de la pequeña cocina del rincón cuando ves aparecer a Ana. Se te queda mirando tímidamente desde el último tramo de escaleras. La miras y le sonríes. Sólo la conoces desde hace tres semanas. Aún no sabes cómo sentirte al respecto. Una parte de ti no acaba de estar convencida. La otra parte te recuerda lo difícil que te ha resultado siempre sentirte atraída por alguien. Y no puedes dejar de reconocer que Ana es de lo más normal y sensato que te has encontrado últimamente. Sabes que debes darle una oportunidad aunque todavía no hayas sentido ese cosquilleo en el estómago que sentiste otras veces. Hay que darle tiempo al tiempo.
—En un rato cierro el chiringuito y nos vamos —anuncias cuando ella se acerca a ti y te rodea por la cintura con delicadeza.
Has escuchando llegar a David con Cristina mientras Ana y tú hacíais el amor. Un rato más tarde las dos habitaciones contiguas se han llenado de gemidos sofocados por la certeza de que en la otra habitación se os podía oír. Como si eso importara mucho. Cada uno está con su pareja (o su ligue o su rollo, ¿qué más da?). Aún así te has sentido cohibida. No estabas cómoda sabiendo que David te escuchaba. Ni lo estabas escuchándolo a él.
Ahora reina el silencio en el piso. La calma que sucede al sexo os domina a todos. Afortunadamente, vuestros otros compañeros de piso no están. Aunque es más que probable que a última hora de la noche regresen y lo hagan acompañados. Entonces serán ellos los que sofoquen sus jadeos para no despertaros.
Tienes la boca seca. Le susurras en el oído a Ana que vas a por agua. Ella musita algo medio dormida. Te levantas de la cama y te pones algo de ropa encima. Sales de la habitación y te diriges a la cocina. Ya en ella, sacas una botella de agua del frigorífico y le das un trago. El líquido cayendo en tu estómago te hace darte cuenta de lo poco que has cenado. Vuelves a abrir el frigorífico para revisar tu estante. Coges una manzana, la limpias un poco con agua del grifo y tras secarla con un trapo le das un mordisco. El frío te da un latigazo en los dientes. Masticas con cuidado hasta que tu boca se acostumbra a la temperatura. Escuchas unos pasos que caminan descalzos por el pasillo. Unos segundos después David, con el pelo revuelto y tan sólo una camiseta y unos calzoncillos, aparece en el umbral de la cocina.
—Hola —murmura rascándose la coronilla y adoptando una expresión de circunstancias.
—Hola —le respondes tú con un trozo de manzana a medio masticar en la boca—. ¿Agua? —le preguntas ofreciéndole la botella que has dejado sobre la encimera.
—Sí, gracias —te dice cogiendo la botella y dándole un largo trago.
Os miráis el uno al otro como si os escrutarais. Se palpa una creciente incomodidad entre ambos.
—¿Qué tal? —te pregunta David rompiendo el silencio.
Te encoges de hombros sin mirarlo directamente.
—Bien —respondes sin muchas ganas. Le das un último mordisco a la manzana y tiras el corazón al cubo de la basura—. Esa chica… Cristina, ¿no? —David asiente—. Parece maja —afirmas para a continuación morderte la lengua. Sólo la has visto un minuto y la pobre ni siquiera abrió la boca, ¿en qué coño te basas para hacer tal aseveración?
—Sí… Bueno… La verdad es que nos estamos conociendo… Nos presentó un amigo común el otro día…
—¿El otro día? —adoptas una mueca cómica—. Vaya, tú eres de los que no pierde el tiempo…
David se echa a reír.
—¡Mira quién fue a hablar! Tú te liaste con Ana el primer día que se pasó por la asociación… —te guiña un ojo cómplice—. Y si mal no recuerdo te la trajiste a casa a la noche siguiente…
Tú también sonríes. Y recuerdas esa noche. Ese sexo apresurado que de tan urgente te dejó con sensación de vacío. Ana vistiéndose para marcharse cuando tú aún no habías recuperado el resuello. La contrariedad que te produjo el que se tuviera que ir tan de repente. Pensaste que todo había acabado con eso. Y no es que te importara demasiado pero algo en el comportamiento de Ana te chirriaba. Aunque ahora, después de lo que te ha contado esta noche, lo comprendes todo. Suspiras hondamente.
—Parece que lo vuestro funciona, ¿no? —te pregunta David en tono dubitativo.
Tu mirada se clava en la suya. Te preguntas si puedes confiar en él. Necesitas contarle a alguien lo que te ha dicho Ana. Porque comienzas a no ver las cosas claras. Aunque, la verdad, tampoco es que antes las tuvieras.
—Sí… —dices en tono poco convencido—. Supongo…
—¿Pasa algo? —te pregunta adoptando esa expresión de cejas alzadas que le confiere un aire de desvalida preocupación.
Meneas la cabeza y vuelves a suspirar. Tal vez todo lo que sientes ahora mismo sea una exageración tuya. Una tendencia a preocuparse por cosas que no demandan tanta atención. Aún así decides contárselo.
—No sé, a lo mejor son tonterías mías —comienzas bajando unas décimas el tono de voz, no vaya a ser que Ana aún no esté del todo dormida—. Esta noche Ana me ha comentado que sus padres son del Opus…
—¡Hostias! —exclama David sofocando su propia voz—. ¿Y saben que entiende?
—Sí —asientes con la cabeza—. Ahí está el problema. Que sus padres lo saben y la tienen completamente machacada. Además, son muy mayores y de los de la antigua usanza… La obligan a ir a un psicólogo, opusino también, por supuesto, para que le meta en la cabeza que lo de ser lesbiana es una fase de la que tiene que olvidarse… Claro que ahora me explico muchas cosas de su comportamiento. Sus huidas a media noche, su secretismo, esa expresión de infelicidad que se le pone a veces… Esta noche se ha quedado a dormir porque sus padres se han tenido que ir al pueblo a un entierro, que si no ya habría salido por patas de aquí para llegar a su casa y aparentar que ha estado de copas… De copas por Alonso Martínez o alguna zona así, claro…
—Pero bueno, eso tampoco debería ser un gran problema, ¿no…? Quiero decir que ya es mayorcita. Que se pire de casa y asunto resuelto.
Frunces los labios al tiempo que meneas la cabeza negativamente.
—Eso es lo que me hace dudar, tío. Pese a todo no tiene ninguna intención de irse de casa… Dice que son sus padres y que les quiere, que ya están mayores y que la necesitan. Poco le importa que se pasen el día insultándola y que controlen cuándo sale y cuándo entra o que la estén obligando a ver a ese comecocos que se empeña en decirle que lo que le ocurre es una enfermedad…
—Suena a síndrome de Estocolmo… —comenta David, seguramente porque no se le ocurre otra cosa que decir.
—A mí me suena más bien a masoquismo emocional… —resoplas—. Por eso te digo que a lo mejor son tonterías mías pero me da mal rollo. He conocido otros casos y he visto lo que unos padres del Opus pueden llegar a hacer con sus hijos. Les anulan como personas. Les manipulan. Les hacen chantaje emocional. Les convierten en personas inseguras y herméticas. Aunque su parte racional les diga que no están equivocados, que es su vida y que ser homosexual no es el pecado que sus padres dicen que es, la parte emocional siempre les vence. Y acaban con un cacao de tres pares de narices. No me apetece tener a mi lado a alguien así.
—Pero bueno, Ali, no seas tremendista, todos llegamos a un punto en el que decimos basta y vivimos nuestra propia vida.
—No te creas, David, hay mucha gente que vive su orientación como si fuera una losa. No pueden evitar sentir así pero si pudieran tomarse una pastilla para volverse heteros lo harían sin dudarlo… —haces una pausa. Dejas caer la cabeza hacia delante, pensativa—. Vale, sé que mi experiencia está a años luz de la suya. Yo me he criado en una familia en la que ser lesbiana jamás supondría un problema. Es más —añades—, creo que si fuese heterosexual a mis madres les daría un pasmo…
David se echa a reír con ganas.
—¡Venga ya!
—Sí, tú ríete —le dices con media sonrisa—. Pero es así… A lo que vamos. Yo he crecido en un entorno totalmente distinto. Apenas he tenido problemas por ser lesbiana. Siempre he tenido las cosas muy claras y no estoy muy segura de querer luchar con los miedos de nadie. Sobre todo porque yo nunca los he tenido y no los puedo entender…
David niega con la cabeza poco convencido.
—No seas tan radical, Ali, por favor. Nadie puede controlar de quién se enamora. Y cuando te enamoras intentas solucionar los problemas…
—Ya, David, pero yo no estoy enamorada. Y no creo que en estas circunstancias pudiera llegar a estarlo…
—Pues eso sólo lo puedes saber tú… Yo ahí ni entro ni salgo…
—Ya… —suspiras—. En fin… —dices cogiendo la botella—. Me voy a la cama. Ya te contaré… —emprendes el camino hacia tu habitación. David se queda plantado en mitad de la cocina.
—Descansa —le oyes susurrar.
El sábado siguiente, cuando cierras el local piensas que lo único que te apetece es irte a casa. Atraviesas Lavapiés con las manos en los bolsillos. Rozando la medianoche las calles son un hervidero de gente. Esa racha de buen tiempo en pleno mes de febrero ha ayudado a que nadie quiera quedarse en casa. Y aunque a lo largo de la tarde te han querido incluir en diversos planes para la noche de juerga que se avecina, has declinado unirte a todos ellos. No estás de humor.
Sales a la Glorieta de Atocha y caminas a lo largo del Paseo del Prado hasta llegar a Cibeles justo cuando están a punto de salir los búhos. Te montas en el que te llevará hasta casa y al sentarse sacas de tu bandolera el mp3 para amenizarte el trayecto. Apenas un cuarto de hora más tarde el autobús te está dejando frente al portal de tu casa. Subes los cuatro pisos aún sin quitar la música. Piensas que aprovecharás que no es probable que haya alguien en casa para ver alguna de las pelis que te has estado bajando de Internet. Pero cuando penetras en el piso te sorprende ver la luz del salón, al final del pasillo, encendida. Te diriges hasta allí quitándote los auriculares y apagando el mp3. Asomas la cabeza por la puerta con expresión curiosa para encontrarte con David apoltronado en el sofá comiendo pipas frente al televisor.
—Al menos espero que no estés viendo Salsa Rosa… —dices a modo de saludo entrando en el salón.
David alza la cabeza y te mira. Luego echa un vistazo a su reloj de pulsera y vuelve a mirarte, extrañado.
—¿Qué haces aquí tan pronto? ¿No sales hoy?
—No. ¿Y tú?
—Tampoco —responde volviendo a fijar la mirada en la pantalla.
—¿Y eso?
David se encoge de hombros y sigue comiendo pipas. Luego te mira y pregunta:
—¿Y Ana? ¿Hoy no salís?
Pones los ojos en blanco y dejas la bandolera sobre la mesa. Luego te quitas el abrigo y te sientas junto a él. Coges un puñado de pipas de la bolsa que tiene en el regazo.
—No. Ni hoy ni mañana. Lo hemos dejado —anuncias llevándote la primera pipa a la boca. Por el rabillo del ojo ves que David gira la cabeza para mirarte.
—¿Lo habéis dejado? ¿Qué ha pasado? —te pregunta.
Frunces los labios.
—Pasar no ha pasado nada —le explicas—. Pero ya te dije cómo estaba el patio. El otro día se pilló un rebote conmigo porque había tenido trifulca con sus padres. Y en lugar de desahogarse contándomelo fui yo quién pagó el pato… Y esas son el tipo de cosas a las que te dije que no estaba dispuesta… —dices tajante.
Ambos coméis pipas en silencio. Fingís prestar atención a la inclasificable película que David tiene puesta en uno de los canales locales. Pasados unos minutos él te pregunta:
—¿Quieres hablar?
—La verdad es que no. Esto era lo que tenía que pasar. Nunca me convenció esta historia. Lo mejor habría sido no meterme en ella…
Volvéis a quedaros en silencio. Te muerdes la lengua un par de veces antes de atreverte a hacer la pregunta que te ronda por la cabeza. Y es que te imaginas cuál será la respuesta.
—¿Y tú? ¿No sales hoy con Cristina? —le preguntas capciosa.
David emite una risita jocosa. Se pasa la lengua por los labios hinchados por la sal de las pipas antes de contestar.
—También lo hemos dejado.
Sonríes para tus adentros, satisfecha de tu perspicacia. Tratas de que él no lo note pero debe de ser demasiado evidente.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Vaya dos —dices meneando la cabeza con desgana.
—Pues sí —te secunda él.
—¿Y qué os ha pasado?
—Tampoco nada. No tenía mucha conversación. Me aburría…
—¿No tenía mucha conversación? —repites extrañada—. Pero… ¿no se supone que a los tíos esas cosas os traen sin cuidado?
David te mira alzando una ceja con incredulidad.
—Mírala, si es la chica que lucha contra los estereotipos la que acaba de soltar semejante gilipollez… —te dice con acritud. Golpeada donde más te duele sientes cómo te vas sonrojando poco a poco—. Los tíos no sólo pensamos con la polla. Al menos yo no soy así.
—Vale, vale, perdona —concedes—. Pero admite que esa fama os la habéis ganado a pulso…
—¡Ali, por dios! —exclama con gesto cansino—. ¡A veces eres más papista que el papa!
—Me callo, me callo… —le dices tratando de sofocar tu propia risa. Recuperas la compostura antes de preguntarle—: ¿Estás bien?
—Sí. Estoy bien. Ni siquiera era una relación… Además, hay tías a patadas…
—¡En eso estoy contigo! —exclamas con una sonora carcajada—. Ya verás cómo encontramos a dos tías majas que nos alegren los días… ¡Y las noches! —añades volviendo a reír. David te mira y, aunque al principio le cuesta, finalmente sus carcajadas se unen a las tuyas.
Vuestras risas se van calmando hasta que de ellas tan sólo queda un débil soplo de hilaridad. Recuerdas cuál era tu idea inicial para esta noche y te levantas de un brinco del sofá.
—¿Vemos alguna de las pelis que me he bajado? —le propones.
—Venga, vale, a ver qué tienes…
Sales del salón para dirigirte a tu cuarto a por el portacedés en donde guardas las películas. Vuelves con él en la mano y te sientas junto a David para elegir una. Sabes que lo más probable es que os paséis toda la noche pegados al televisor viendo películas como dos crios.