CAPÍTULO 50
PROMESAS CUMPLIDAS
NORA
Mayo, 2017
Jacob, tan confundido como yo, miró a su alrededor. Nada había cambiado salvo los contenedores que, en vez de ser de latón como en 1965, eran de plástico. Tampoco hacía frío; calculé que debía ser primavera.
Era de noche. Un silencio desolador invadía Front Street y, al darnos la vuelta, sentimos el impulso de dar marcha atrás al ver cómo una sombra se cernía ante nosotros en la oscuridad. El movimiento de la pared de ladrillos y la luz habían desaparecido del callejón. El portal se había cerrado.
Se oyó el maullido de un gato viejo y la silueta que veíamos delante de nosotros se iluminó con el brillo anaranjado de una farola, mostrándonos su rostro arrugado y sonriente.
—Cuántas ganas tenía de veros, muchachos —dijo Bill, con un gato viejo entre los brazos que era el mismo que había viajado conmigo hacía unos meses hasta 1965; el mismo al que la abuela había llamado Monty y que, pese a los viajes y al tiempo, había conservado alrededor del cuello el lazo morado y la placa de madera con su nombre inscrito que el abuelo había hecho para él.
—Bill —murmuré emocionada, contemplando lo mucho que había cambiado su rostro con los años—. Has cumplido tu promesa.
—Te dije que te esperaría. Han pasado cincuenta y dos años, mi querida amiga. Tengo que contarte toda una vida, pero será mejor que descanséis.
—No —me negué—. No quiero descansar, quiero estar contigo.
Jacob, mareado y apoyado en la pared, sujetaba con fuerza la maleta, que se había visto perjudicada debido al viaje. El asa parecía haber sufrido un incendio pero, en su interior, los guantes de boxeo se habían mantenido intactos. Observaba la escena como un mero figurante mientras yo, aún conmocionada por tener delante a un viejo Bill, que debía tener ochenta y tres años, estaba impaciente por saber cómo había sido su vida. Cómo había vivido esos cincuenta y dos años que, para mí, habían transcurrido en unos segundos.
Palpé el bolsillo de mi cazadora echando de menos el chaquetón gris que yo misma me había dado una tarde fría de octubre del año 1965. Ahí estaban las llaves que abrirían el apartamento de la abuela. Mi apartamento. Los tres caminamos mirando de soslayo la cafetería con las persianas bajadas. Me asaltaron los recuerdos de otra vida.
Subimos el tramo de escaleras y, al abrir la puerta, sentí que me faltaba algo. Mi sillón orejero me recibía frío, como si no tuviese que estar ahí y en mi escritorio se encontraba el ordenador portátil, dos teléfonos móviles a su lado y una notita que Bill se apresuró a arrugar y a guardar en el bolsillo de su fina chaqueta de color verde militar.
—¿Qué es eso? —le pregunté.
—Una tontería que escribí antes de ir a buscarte a 1965 —rio. Tenía los labios más finos, usaba dentadura postiza y su nariz y sus orejas eran más grandes. Sus ojos eran brillantes y más pequeños; ya no usaba gafas de montura fina y dorada como en 1965, sino unas de pasta gruesa de color marrón más adaptadas a la época y a su edad. Tenía el rostro lleno de arrugas y el poco cabello que le quedaba era blanco como la nieve.
—Te veo bien, Bill.
—La vida me ha tratado bien.
—Perdonad, chicos. Todo esto es muy confuso para mí —interrumpió Jacob—. Me voy a dormir. ¿Es por ahí? —Cansado, señaló la puerta del único dormitorio del apartamento. Asentí.
Me besó y recordé las palabras de mi «yo futuro», que me advirtió que Jacob estaría enfermo durante un tiempo. «Yo no viajo en el tiempo», había dicho él. La sensación física era horrible, pero por algún motivo que ignoraba, a mí no parecía perjudicarme tanto como a él.
—Tenía razón —señaló Bill—. El portal se cerró al cabo de tres días en 1965. De hecho, es posible que aquí ya se haya cerrado, que esta sea la última noche y, por lo tanto, la última posibilidad que teníais de volver y que la vida siguiera el rumbo que debía tomar. Que debe tomar —rectificó pensativo—. Hay portales en todo el mundo —añadió, encogiéndose de hombros.
—¿Me conociste? Me refiero a mí, de pequeña.
—Nos vimos una vez, pero no creo que seas consciente de ese momento. De todas formas, tuve que desaparecer de la vida de tus abuelos, con los que mantuve durante años una bonita amistad, por si cambiaba algo de la historia. De tu historia. He tenido que contenerme de ser el creador de Facebook, Meetic… y forrarme —rio travieso, mirando con nostalgia su móvil, que seguía reposando sin batería junto al mío—. Sin embargo, siempre estuve ahí, Nora. Siempre.
—Siéntate, por favor —le rogué—. Cuéntamelo todo. Quiero saberlo todo.
—¿Seguro que no quieres descansar? ¿No estás mareada?
—Sobreviviré —respondí, mirando hacia la puerta entreabierta del dormitorio desde donde me pareció escuchar los ronquidos de Jacob, que había caído en un sueño profundo nada más tumbarse en la cama.
—Llega una edad en la que es mejor no dejar las cosas para mañana, desde luego. —Fijó la mirada en el viejo Monty y lo acarició con cariño—. Cincuenta y dos años, amiga. Nunca me arrepentí de quedarme. He sido muy feliz con Nick, pese a haber tenido que vivir durante años escondidos y soportar las burlas de quienes decían que no era normal que dos hombres de cuarenta años compartiesen piso en vez de formar una familia.
—¿Qué fue de Nick?
—Murió hace cinco años. Hemos vivido toda la vida frente a Prospect Park, en un bonito edificio barroco que ha ido viendo, al igual que nosotros, cómo los tiempos han cambiado. Sigo viviendo ahí. Sus padres murieron en un accidente en 1968, así que Nick heredó todas sus propiedades y nunca hemos tenido problemas económicos. La vida fue sencilla en ese sentido; él se despidió de su trabajo como recepcionista en el hotel, dejando de lado el orgullo de salir hacia delante sin la ayuda de sus padres, y yo pude permitirme dar tumbos en varios periódicos, sin muchas responsabilidades ni quebraderos de cabeza, hasta que decidí escribir un libro que me publicaron en 1993.
—¿Publicaste un libro? ¡Cumpliste tu sueño, Bill! —me alegré, dándole una palmadita en el hombro.
—Un único libro —murmuró y rebuscó en el bolsillo interno de su chaqueta, sacando una edición de bolsillo con la tapa blanda arrugada—. Pero no es en absoluto del género que crees.
—La viajera del tiempo, de Bill Lewis —leí, observando a la mujer de la portada, que tenía el rostro desfigurado. Tras ella, unas agujas de un viejo reloj marcaban la medianoche. Dentro de sus páginas se encontraba una hoja amarillenta, arrugada y desgastada, que reconocí al instante. Era mi carta. La carta que pensé en quemar cuando la escribí, creyendo que jamás podría leerla y que le había entregado a Bill antes de irme.
—Es tu historia, Nora. Nuestra historia. Quiero que sepas que solo te tengo a ti y que en mi testamento apareces como única heredera.
—Bill…
—Nora, soy viejo. Me queda poco tiempo para reunirme con los que se fueron antes que yo.
—No. No. Me prometiste…
—Te prometí que cuando volvieras estaría aquí. Y he cumplido mi promesa. Pero tengo ochenta y tres años, he vivido toda una vida y estoy enfermo.
—No —seguí negando, aferrándome al libro que era, para mí, el sueño cumplido de mi amigo.
—Pasará. Y no podrás hacer nada para evitarlo. Ahora eres tú quién debe seguir el camino que prometimos recorrer juntos cuando éramos jóvenes y estábamos locos. Ese dinero servirá para hacer algo muy grande en el futuro, Nora. Confía en mí. Nada es casualidad; todo, en esta vida, sucede por algo.
Dos semanas más tarde
El día en el que enterré a Bill al lado de la tumba de su querido Nick, fallecido en 2012, cayó una tormenta típica de la primavera muy similar a la de la mañana que enterramos a la señora Pullman, en 1965.
Bill, antes de irse, me ayudó a tranquilizar los nervios de su familia por su desaparición, que habían denunciado hacía un mes. Me obligó a entregarle una carta que supuestamente había dejado en mi apartamento antes de marcharse y que él mismo se había encargado de escribir de su puño y letra. En ella les decía a los suyos que estaría bien. Que se había ido a vivir a un lugar remoto de Alaska y que, por favor, no lo buscasen. Que algún día, cuando menos lo esperasen, se volverían a ver. Lloraron durante lo que me pareció una eternidad, pero asintieron satisfechos al verme sana y salva y al saber algo sobre la desaparición voluntaria de su hijo. Nunca podrían haber sospechado que, en realidad, había cumplido ochenta y tres años y le quedaban muy pocos días en este mundo. Yo tampoco lo sabía pese a sus advertencias y constantes despedidas. Bill siempre fue muy dramático.
Pero ahí me encontraba, frente a la tumba de mi mejor amigo con un ramo de flores blancas. Fruncí el ceño al leer su año de nacimiento: 1934. Qué broma macabra. Sujetaba en los brazos al viejo Monty y estaba segura de que él también echaría de menos al que fue su compañero en los últimos años.
—¿En qué año naciste tú, viejo amigo? —le pregunté al gato, enjugándome las lágrimas con la intención de ir a ver las tumbas de mis padres, de mis abuelos y también las de mis bisabuelos. Y, por supuesto, la que nadie recordaba: la lápida olvidada y comida por la hiedra de Simon Allen. Sabía que no estaban ahí; tal y como decía la abuela, quería creer que se habían convertido en estrellas.
En cuanto me di la vuelta, Monty se revolvió con fuerza escapando de mis brazos y salió corriendo en la dirección contraria a la que tenía previsto ir. Fui tras él para no perderlo de vista. No tenía edad para ser un gato callejero y buscarse la vida por sí solo, aunque me sorprendía la capacidad que seguía teniendo para saltar. Era casi mágico. Monty corría y corría sin detenerse; más que un gato, parecía un leopardo ágil y veloz.
—¡Monty! ¡Monty! —grité hasta que me sentí aliviada al ver cómo se detenía al lado de una mujer corpulenta y mayor de cabello cano recogido en un moño, que lloraba frente a una tumba repleta de flores—. Lo siento, señora —me disculpé, agachándome y cogiendo a Monty de nuevo.
—No es posible —murmuró la mujer—. No puede ser verdad.
Me di la vuelta y, al verla, me costó reconocerla hasta que me percaté del nombre que estaba grabado en la lápida. Ahí yacía Aurelius y, por lo tanto, la anciana que tenía delante era la mismísima Eleonore, que debía recordar a la camarera de Beatrice de 1965 a la que todo el mundo llamaría Kate Rivers por una «confusión» que no se les dio nunca a conocer.
—Kate —murmuró—. Lo siento, no puede ser. Solo ha sido… —balbuceó, confundida, sin dejar de escrutarme con una expresión de sorpresa—. Te pareces a alguien que conocí hace muchos años.
—Kate Rivers —asentí resuelta, sin soltar a Monty.
—Exacto. —Seguía teniendo la voz más dulce del mundo y sus características mejillas sonrosadas. Usaba gafas, pero había llegado a una edad avanzada consiguiendo una tez envidiable, aunque con los inevitables surcos del paso del tiempo—. Lo siento, qué maleducada. Mi nombre es Eleonore. Debes ser nieta de Kate. ¿Qué fue de ella?
—Volvió a Oregón —inventé—. Eleonore…, mi abuela me habló de ti. —Y, al decirlo así, sentí que no mentía—. ¿Qué pasó? —pregunté sin rodeos, señalando la tumba de Aurelius.
Los ojos azules de la anciana quedaron inundados por las lágrimas, expresando todo un mundo de desolación, pero la vi dispuesta a contar su historia, quizá para desahogarse y dejar de cargar con esa pesada losa.
—Perdimos cuatro bebés —empezó a decir, atormentada por los recuerdos—. Dos años de fracasos y sufrimiento que convirtieron a Aurelius, con el que pensaba pasar toda mi vida, en un extraño con el que despertar por las mañanas se me hacía tan insoportable como acostarme con él por las noches. Así que, la mañana del tres de abril de 1967, cuando él se fue a trabajar al banco, cogí una maleta y me fui. Le dejé una carta encima de la cama en la que le deseaba que fuese feliz y volviera a enamorarse. También le dije que me entristecía que yo ya no pudiera ofrecerle esa vida con la que soñamos desde que éramos unos críos. No me fui muy lejos; me acogió una prima mía en Nueva Jersey, pero él nunca me vino a buscar. Aurelius y yo nunca llegamos a casarnos —recordó con tristeza—. No teníamos dinero, por aquel entonces él ganaba poco en el banco y se negaba a casarse por lo civil porque quería regalarme la boda de mis sueños. «Te mereces una boda de princesa», decía. —El llanto y la risa se entremezclaron en su viejo rostro desencajado y siguió relatando su historia—. Pasaron los años, conocí a un hombre bueno y me casé con él, pero el sueño de tener hijos jamás se vio cumplido.
—Lo siento muchísimo —me lamenté.
—Siempre soñé con esa boda. De camino al altar veía la cara de Aurelius en vez de la de Robert, quien se convirtió en mi marido. Robert me quiso mucho, el pobre falleció hace tres años, pero yo nunca pude olvidar lo que tuve con Aurelius. Él fue el amor de mi vida, pero la vida es aquello que pasa mientras tú vas haciendo otros planes, ¿verdad? Eso dicen. —Suspiró, miró hacia el cielo nublado que nos estaba regalando unos minutos de tregua y sacó un pañuelo de seda del bolsillo con el que se enjugó las lágrimas—. ¿Cómo te llamas?
—Nora —respondí.
—Nora. Bonito nombre. No he dejado de visitar la tumba de Aurelius desde que me enteré de que falleció. Sé que no actué bien y que mi huida provocó un dolor incurable en su alma. De nada sirve arrepentirse cuando ya es demasiado tarde, pero es algo con lo que voy a tener que vivir ahora que estoy sola.
—Eleonore, regento la cafetería que anteriormente fue de Beatrice. Siempre tendrás las puertas abiertas.
—Te lo agradezco, pero Front Street me recuerda a una vida que no elegí. A todo lo que podría haber sido y no fue. Y eso siempre duele, sobre todo cuando una llega a cierta edad y dejan de existir las oportunidades. Allí donde has sido feliz nunca debes tratar de volver, ya sabes. Nora, ha sido un placer conocerte. Kate estuvo poco tiempo con nosotros, pero era una mujer muy especial. Es increíble lo mucho que te pareces a ella.
—Eso dicen.
—¿Puedo darte un abrazo?
Monty volvió a zafarse de mis brazos, como si supiera que me hacían falta para rodear a esa mujer que me pedía, solo por un instante, el reconfortante abrazo del recuerdo. El viejo gato se quedó bajo mis pies maullando, como si su intención fuese ser la banda sonora de ese momento en el que sentí que no solo estaba abrazando a Eleonore, sino también a Aurelius y a los maravillosos años sesenta que parecían pertenecerle a otra persona: a Kate Rivers.