CAPÍTULO 47
3… 2… 1…
NORA
Noviembre, 1965
Para el cerebro no existe una sensación más paradójica que la del famoso déjà vu. Tras la irremediable atracción que sentí por la fotografía que descubrí en 2017, cuando llegó el momento creí que podría cambiar la expresión de confusión y espanto, pero, o bien debía ser así en cualquier mundo paralelo existente o mi mente quiso recordar cada gesto para imitarlo.
Ocurrió la mañana del sábado trece de noviembre, cuatro días después del mundialmente conocido apagón, del que se seguía hablando y especulando en los periódicos, en varios medios de comunicación y en la calle. Tenían miedo de que volviera a ocurrir. Sucedió algo que se descubriría más adelante: muchas de las mujeres que paseaban tranquilamente estaban embarazadas sin sospecharlo. Y es que la noche del nueve de noviembre de 1965 provocó un aumento de la natalidad nunca visto.
—Lo presiento, Nora. Presiento que Anna ya está aquí y John ni siquiera me ha propuesto matrimonio —me confesó la abuela dos días más tarde, mientras preparábamos los pasteles en la cocina del café.
—En mis tiempos no es necesario casarse para tener un bebé —le expliqué—. Pero tranquila —añadí, al ver su cara de espanto—, os casaréis en febrero. En diciembre, el abuelo te lo pedirá y pronto se vendrá a vivir contigo, aunque después os mudaréis a una casa más grande. El día de tu boda será perfecto; apenas se te notará la barriga y estarás deslumbrante.
—Casarse embarazada está mal visto.
—Lo sé, pero tú eres lo suficientemente fuerte como para ignorar comentarios malintencionados, ¿verdad?
—Sí.
—Nueve de noviembre de 1965. Cómo olvidarlo —sonreí, pensando en la fecha en la que se conocieron mis bisabuelos: nueve de noviembre de 1927.
—¿Qué día nacerá? —preguntó curiosa.
—El quince de agosto de 1966 —respondí.
—Gracias.
—Gracias a ti.
Me invadió el recuerdo del aroma a lavanda de mamá. Recordé su cabello rubio y sedoso como el del abuelo rozándome la mejilla; mi mano pequeña peinándola frente al tocador; las noches de cuentos; las mañanas de besos en la puerta del colegio y las tardes en el parque. Visualicé sus vestidos y los zapatos de tacón con los que me gustaba jugar, las camisas de seda donadas a beneficencia cuando murió; los collares, anillos y pendientes que la abuela guardó en una cajita dorada que dejé en su casa. Las cosas de mamá y las piezas de madera talladas a mano por el abuelo serían lo primero que me llevaría de esa casa si finalmente me veía en la necesidad de alquilarla. En esa casa había toda una vida con todos los recuerdos de quienes ya no estaban.
—¿Estás bien?
—Lo intento.
Mentí. Sabía que el final estaba cerca y que pronto tendría que despedirme de ella por segunda vez. El primer adiós a la abuela lo asumí mejor de lo que esperaba. Llevaba años preparándome para el final. Pero para esa segunda vez no me sentía en absoluto preparada. ¿Por qué tenía que decirle adiós cuando podía quedarme en 1965, como Bill?
«Lo cambiarías todo. Sería una locura. Y no estás aquí para cambiar las cosas, sino para conservarlas y perpetuarlas. Para que Jacob nazca», me dije.
A las once de la mañana, cuando Aurelius se tomó un descanso en el banco, vino a tomar un café con Eleonore. La abuela hablaba con Dorothy Perkins, futura propietaria de una panadería en construcción situada dos calles más abajo y a la que conocería de niña, cuando la abuela aún seguía regentando la cafetería. Por eso me resultaba familiar. Al fijarme en el grupo, supe lo que iba a ocurrir. Supe que, de un momento a otro, entraría la persona que haría la fotografía que encontré en el siglo XXI y, aunque era algo que sabía que iba a suceder, me pilló desprevenida al no prever que ese día había llegado.
Aurelius y Eleonore, felices por la llegada de su retoño en el mes de junio del año siguiente, posarían divertidos dentro de unos minutos y su imagen perduraría en el tiempo, aunque acabarían escondidos dentro de una caja de latón bajo una tabla de madera del mismo suelo que pisábamos. Me miré en el reflejo plateado de la vitrina. Me reí de la diadema que llevaba puesta, la que me pareció ridícula en el futuro, pero con la que me resultaba muy cómodo trabajar. Había engordado un poco; dentro de unos años buscaría la diferencia entre la «tal Kate» y yo, y esos kilos de más serían cruciales para no verme tan identificada. Pero era yo. Claro que era yo.
El fotógrafo se llamaba Edward Power. Era un tipo enérgico de unos veinticinco años, alto y desgarbado, que nos informó de que estaba trabajando en una serie fotográfica. Los protagonistas eran los habitantes de Brooklyn en sus negocios días después del apagón del nueve de noviembre.
—Dentro de unos meses haré una inauguración. Aún tengo que encontrar una sala donde quieran exponer las fotografías, pero prometo venir y dejar una copia.
Aurelius y Eleonore se animaron rápidamente; a Dorothy Perkins le costó más porque decía que no iba bien arreglada para la ocasión, pero Beatrice la convenció de que estaba estupenda y no necesitaba ningún retoque.
—Cogeré esta tacita de porcelana con tu permiso, Beatrice —se le ocurrió a Eleonore, divertida.
—Claro, querida.
—¡Tiene que notarse que estamos en un café! —exclamó el fotógrafo, preparando el carrete.
«¿Cómo iba Bill a sobrevivir en esa época sin pantallas táctiles que le mostrasen cómo había quedado en una fotografía antes de ser revelada?», me pregunté en el momento exacto en el que Beatrice me agarró y acercó su cara a la mía; la señora Perkins emitió una carcajada fingiendo que el objetivo de la cámara no era importante para ella; Eleonore, con la taza de porcelana, simulaba divertirse y a Aurelius lo pillaron mirando con el rabillo del ojo los pasteles de la vitrina.
—3… 2… 1…
Cuatro disparos rápidos como fogonazos. La fotografía ya estaba hecha y mi cara de desconcierto y confusión al estar pensando en Bill sería percibida por mí misma cincuenta y dos años más tarde, cuando aún no sabía nada del viaje en el tiempo ni de los encuentros que el destino me tenía preparado.