CAPÍTULO 19
ENCUENTROS ¿INESPERADOS?
NORA
Agosto, 1965
Y me presenté en la cafetería con el vestido verde de flores que parecía hecho a medida para mí. La abuela asintió a modo de aprobación y, sin decir nada, me puso el delantal blanco y rosa a juego con el mobiliario del local con Beatrice bordado en el centro en fucsia y un bolsillito a la izquierda sobre el pecho para guardar el lápiz y la libretita de las comandas.
—¿Sabes hacer café?
Asentí orgullosa, cuando lo que quería era formularle cientos de preguntas. ¿Y el abuelo? ¿Dónde estaba mi abuelo? ¿Quién era el hombre que aparecía en la foto abrazado a ella? ¿Su novio? Nunca me había hablado de ningún otro novio que no fuera el abuelo. ¿Sabía que tenía en casa un gato negro viajero del tiempo? Beatrice era de las mujeres que callaban muy poco pero nunca hablaban de más. Era una especie de don; ni muy reservada ni muy chismosa, lo justo y necesario para caer bien.
—Pues prepara un par de cafés para las hermanas Foster, están en la mesa cuatro, la última. Yo voy a acabar de hacer un pastel.
—¿De qué?
—¿Cómo?
—El pastel, ¿de qué es? —me interesé, contemplando lo bonita que quedaba la vitrina de la barra con las porciones perfectamente cortadas de sus esponjosos y deliciosos pasteles de varios sabores.
—Oh, de manzana. Se me ha acabado —rio, atusándose la melena negra.
Hipnotizada, la miraba desde la ventanita que había detrás de la cafetera. Era increíble volver a verla. Debería estar desconcertada y ausente en cierto modo, pero no podía. Me sentía más feliz que nunca por estar con la abuela y tener la asombrosa posibilidad de conocerla durante unos tiempos que ella recordaría como los más felices. Me fijé en cada detalle: cómo, con gracia y desenvoltura, se movía de un lado a otro cerca de donde se encontraba el horno, ojeando un enorme libro de recetas que ya no estaba en 2017. Tarareaba con su voz fuerte e imponente la canción que sonaba en esos momentos, la animada It Won’t Be Long, compuesta por John Lennon. Y entonces, recordé algo que no podía tener más gracia mientras les servía los cafés a las hermanas Foster, que me miraban con curiosidad. ¿Era yo la camarera que le había derramado un café al mismísimo Lennon?
Trece de agosto de 1965. El histórico concierto al que la abuela y su camarera serían invitadas era dentro de dos días en el estadio Shea de Queens. Por lo tanto y según la historia, los Beatles entrarían ese mismo día en el local y yo, aunque no me temblase el pulso por estar delante de los míticos músicos, debía cumplir con dicha torpeza si no quería cambiar el transcurso de los acontecimientos. Yo, escondida en una identidad falsa para la que no tenía ni siquiera identificación en un año que no me pertenecía, debía derramar un café sobre los pantalones acampanados de John Lennon. Me embargaba la emoción.
Las horas transcurrían sin que los Beatles nos premiaran con su presencia. A las cinco de la tarde, la afluencia de gente en la calle aumentó aún más, dejándome sorprendida por toda la actividad que había y que era muy poco común en mis tiempos.
La música de Elvis Presley sonando en la cafetería, entremezclándose con la de los Beatles de algún otro local cercano y Aretha Franklin con su Won’t Be Long desde algún apartamento de la acera de enfrente, daban vida a cada una de las historias personales que yo me limitaba a vivir en un segundo plano. Eran personas que habían vivido una guerra y una fuerte crisis económica, y los conflictos políticos seguían estando a la orden del día. Pero, pese a todo, parecían felices y despreocupados. Blancos y negros se entremezclaban en ese pequeño tramo de Front Street que, para ellos, era su mundo. Una burbuja en la que se adentraban cuando volvían de sus trabajos y no tenían reparo en compartir anécdotas y momentos con vecinos y amigos en lugar de encerrarse en sus apartamentos. Algunos discutían. Incluso vi cómo dos hombres casi llegan a las manos, pero, por lo demás, el ambiente era festivo y animado. 2017 era un aburrimiento. Los sesenta parecían, desde la perspectiva de una simple figurante, una época mejor.
La abuela y yo, que supuestamente nos acabábamos de conocer, nos movíamos de un lado a otro como si tuviéramos la coreografía bien ensayada. Debido a una mágica sincronización, no tropezamos en ningún momento, algo que me ocurría siempre con Eve cuando estábamos hasta arriba de trabajo. Cafés, tés, refrescos, porciones de pasteles, bocadillos, magdalenas… Los clientes eran muy agradables y agradecidos, incluido Aurelius que, acompañado por «su chica», tal y como él la llamaba, no paraba de reír. Aurelius se reía de todo y por todo. No dejaba de mirar a su acompañante, Eleonore. Pendiente de ella en todo momento como si el resto del mundo no existiera, acariciaba su mano, la miraba con intensidad a los ojos y no tuvo reparo en darle un beso en los labios delante de todo el mundo. ¿Qué le había pasado a ese hombre para ser tan huraño en la vejez? ¿Por qué ella, convertida en una adorable ancianita, no lo acompañaba?
Beatrice asentía cada vez que me miraba, como si estuviera aprobando constantemente mi trabajo.
—Veo que tienes experiencia.
—Un poco —le dije fascinada, pese a que, tal y como le ocurriría muchos años más tarde, no supiera quién era yo realmente.
—Lucy no me lo comentó —murmuró con el ceño fruncido.
Cuando me llamaba no le hacía ni caso; tenía que acostumbrarme a mi nuevo nombre. A mi falsa identidad. «¡Kate! ¡Kate! ¡Kate, por el amor de Dios, querida, te estoy llamando!». Era entonces, gracias a su tan repetido «querida», cuando la atendía. Debía pensar que tenía problemas de oído, aunque me acostumbré pronto a mi nuevo nombre: Kate Rivers. «Kate, mi mejor amiga», escribiría Beatrice en noviembre. Faltaban tres meses. Sentía curiosidad por volver al callejón esa noche y ver si el portal aparecía de nuevo y poder así regresar a 2017. Si allí el tiempo transcurría con normalidad, Bill estaría desesperado y mis clientes más fieles, adictos a mi chocolate espeso, confundidos por mi desaparición. ¿Qué sería de la cafetería Beatrice en 2017 si su propietaria —o sea, yo— no estaba? ¿Y Eve? Se quedaría sin trabajo y el viejo Aurelius, sin la ayuda que le había prometido. Sería un desastre, pero por más extraño que pueda sonar, no me apetecía irme; quería quedarme y vivir el momento porque en 2017 ya no existía la persona que más había querido, y en 1965 sí. Ahí estaba, a mi lado, joven y llena de vida, trabajando mano a mano, no como una jefa, sino como una camarera que consideraba prioritario la satisfacción y el aprecio de sus clientes. Lo demás no importaba. Y sabía, gracias a las pistas y a Jacob, que aún me quedaban unos meses antes de regresar.
«Tú aún no has vivido lo nuestro» fue lo último que dejé escrito en mi ordenador. Esas palabras cobraron sentido cuando vi a Jacob pasar por delante del café. No obstante, no tuve tiempo de salir a buscarlo porque los Beatles hicieron su ¿inesperado? acto de presencia, aunque en realidad era como si hubieran estado presentes durante todo el día. Su música sonaba en todas partes.
Nervios, expectación, alucinación total… Un cúmulo de sensaciones que me provocaron un temblor en las manos que hacía peligrar mi pulso al saber que, en pocos minutos, tendría que llevarles a la mesa los cafés que le habían pedido a Beatrice.
—Es la segunda vez que vienen —me susurró la abuela con orgullo.
Yo esperaba los cafés detrás de la barra con la bandeja bajo mi brazo y con los ojos abiertos de par en par sin poder dejar de temblar. Sabía que estaba viviendo un momento único en la vida, por eso me dejó anonadada que el resto de clientes no se hubiera levantado para saludarles, halagarles o pedirles un autógrafo que en mi época valdría millones. En mi época, cualquiera que viera aparecer a Madonna, por ejemplo, se volvería loco, sacaría su móvil y mataría por fotografiarse con su ídolo. Pero nada de eso sucedió ahí; los móviles y las redes sociales no existían. Tampoco había jovencitas que pudieran asemejarse a las de mi época, los clientes eran habituales y salvo Aurelius y «su chica», los demás debían rondar los cincuenta años y no estaban por la labor de matarse entre ellos para acercarse a los iconos musicales que estaban sentados disfrutando del ambiente y la tranquilidad del café. John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Star hablaban animados y escribían algo en una servilleta. Las musas pueden aparecer en cualquier momento y en cualquier lugar, que se lo digan a J. K. Rowling. De todos ellos, el que más llamaba la atención era Lennon, que llevaba un peinado que le cubría toda la frente y se asemejaba mucho, en persona, a lo que yo había imaginado, excepto por un pequeño detalle: las gafas de montura redonda que siempre elegía por la gran admiración que sentía por Gandhi, que ya las usaba antes que él, brillaban por su ausencia. En ese punto de la historia en el que nos encontrábamos, aún debía esperar un año para usarlas. Ocurriría en Almería en 1966, durante el rodaje de How I Wont the War, donde Lennon interpretaría al soldado Gripweed, personaje que usaba las icónicas gafas que pasarían a formar parte del Beatle a partir de ese momento, aunque él aún no lo supiera. Es curioso cómo, con el paso del tiempo, el mundo es incapaz de pensar en su rostro sin ellas. Con la mirada fija en la servilleta que sostenía Paul, John le indicaba lo que tenía que escribir. Paul, pensativo, parecía agobiado; Ringo, el más joven, parecía como si estuviera fuera de juego, inmerso en un mundo muy lejano y George los miraba a todos como si estuviera viendo un partido de tenis. Una escena, sin duda, peculiar.
—Kate, querida, los cafés. ¿Dónde tienes la cabeza?
Coloqué las cuatro tazas sobre la bandeja y respiré hondo.
—¿No me digas que eres una de esas admiradoras histéricas que con tan mal ojo vemos aquí? Aquí no somos admiradoras de nadie, querida, y si lo somos, no lo demostramos. Somos, ante todo, profesionales. ¿De acuerdo?
Salió la jefa que llevaba dentro.
—Claro.
No podía permitir que la abuela me viera nerviosa. De haber sido así, hubiera salido de detrás de la barra para arrebatarme la bandeja y ser ella quien llevase los cafés. Por lo tanto, no ocurriría lo que, por destino, debía ocurrir.
«Cabeza alta, espalda erguida… ¡Deja de pensar en Jacob!».
Aunque el espacio era pequeño, el recorrido me pareció más largo y angustioso que el pasillo del hotel de El Resplandor, película que nadie conocía, porque Stephen King no publicaría su libro hasta dentro de doce años y Stanley Kubrick no la estrenaría hasta 1980. Pensar que Stephen King tenía casi dieciocho años cuando yo tenía treinta me hacía sentir vieja. Vieja y rara.
Y ahí me planté. Frente a los Beatles. ¿Cuántas personas de menos de treinta y cinco años en el siglo XXI pueden decir eso? No querría resultar pedante, pero solo yo. Y era tan desconcertante y a la vez tan emocionante e insólito, que debí parecerles una idiota cuando no me salieron las palabras y empecé a tartamudear como le sucedía a Bill cuando mentía.
—El… el… ca ca ca café…
Pero no importaba. Solo Ringo salió del lejano mundo en el que se encontraba para mirarme y dedicarme una sonrisa con sus característicos labios grandes y carnosos; George, sin bigote ni arrugas en 1965, miraba hacia el suelo distraído con la ceja derecha alzada, según me permitía ver su espesa cabellera que, como la del resto, también le cubría parte de la frente, y John y Paul seguían enfrascados en la escritura sobre la servilleta, que más que una canción parecía contener un poema que yo haría desaparecer en tres, dos, uno…
—¡Quema, quema! —chilló John.
¿Dónde estaba la voz suave y melodiosa que todos conocíamos?
John, con el pantalón acampanado empapado de café, emitió un par de bufidos y al mismo tiempo pude ver, a cámara lenta, la expresión horrorizada de la abuela, que no tardó en venir corriendo hacia nosotros para disculparse. Yo todavía temblaba, aunque sabía que había hecho lo que tenía que hacer para que algún día, al contárselo a Bill, él dijera, después de quedarse con la boca abierta: «Increíble».
—Señor Lennon, ¡cuánto lo siento! —se disculpó la abuela con un trapo en la mano con el que no se atrevió a tocarlo.
Ringo fue el primero en reírse murmurando que, al llegar a Nueva York ese mismo día después de un viaje en avión muy largo, deberían haberle hecho caso e ir al hotel en vez de salir por ahí. Le siguió George que, con una carcajada sonora, silenció a Lennon y a todo el café, que miraba la escena expectante. Paul, que tenía la servilleta alzada cogida con los dedos en forma de pinza a punto de desintegrarse, pasó de tener su típica mirada triste a ser cómplice del divertimento de sus colegas. Lennon no rio hasta pasados unos segundos; se encogió de hombros y me miró directamente.
—¿Tu nombre?
No seré yo la primera persona que diga que la mirada de Lennon era especial. Penetrante, inquisidora, inteligente, rebelde y atrevida, no sabías si estabas frente a un ángel o un demonio. Quise creer lo primero. Había conseguido que John Lennon fijase su mirada en mí y me recordara, algún día, como la camarera torpe que lo había puesto perdido de café en una cafetería pequeña de Brooklyn, convirtiéndolo en el hazmerreír de sus amigos. Puede que le negara al mundo una canción: la que estaba escribiendo con Paul en una servilleta desintegrada. Lo que él ignoraba era que yo conocía lo que iba a pasar de inmediato. Dejé de sentirme inferior al recordar que, cuando nací, ese hombre que tenía delante y que tan importante era para todos llevaba siete años muerto a causa de los cinco disparos que efectuó el ocho de diciembre de 1980 un fanático llamado Mark David Chapman en la entrada del edificio Dakota, en el que residía y que, por lo tanto, ya se habían cumplido treinta y siete años de su fallecimiento en 2017. Ojalá pudiera advertirle que en esa fecha y unos días antes y después, por si acaso, huyera de Nueva York. Cambiar la historia, su historia en concreto, y que pudiera llegar a los setenta y siete y conocer el siglo XXI tan bien como su amigo Paul McCartney. Decirle, en cualquier caso, que su gran amor, Yoko Ono, seguía echándolo de menos y que, por favor, no posaran desnudos porque su trasero daría mucho que hablar e incluiría diversas mofas. También le informaría de que sus hijos, Sean y Julian, se dedicaban a la música. Le gustaría saberlo.
—¿Tu nombre? —repitió amable.
—Kate. Kate… Rivers.
—Kate. —Asintió, sonriendo, mirando hacia su pantalón, que había pasado a ser marrón.
—John, cuánto lo siento —volvió a disculparse la abuela.
—Tranquila, tranquila… Paul, ¿tienes las entradas?
—¿Qué?
—Las entradas de pasado mañana.
—Creo que sí.
—¿Tenéis novio? —nos preguntó.
La abuela se sonrojó; me moría por conocer su respuesta. Yo, tímida, negué con la cabeza.
—Sí, yo sí —murmuró cabizbaja.
—Tres entradas, Paul.
—Tres entradas —repitió McCartney sin despertar de su asombro.
—Chicas, aquí tenéis. Tres entradas para el concierto que daremos pasado mañana y con el que inauguramos el tour. Será en el estadio Shea, en Queens. ¿Os va bien venir? ¡Va a ser histórico! Lo disfrutaréis. Si de esta forma ayudo a que Kate no esté tan estresada y no vuelva a tirarle un café a ningún otro cliente, ya habré cumplido con la buena acción del año.
La abuela estaba en shock, casi cómica sujetando con la mano paralizada las tres entradas que John le acababa de entregar.
—Muchas gracias, John —respondí—. Allí estaremos. Ahora os traigo los cafés, prometo ir con más cuidado.
—Por supuesto, invito yo a los cafés —se ofreció la abuela, aún en shock.
Los cuatro Beatles volvieron a reír y, como si no hubiera pasado nada, volvimos al trabajo llevando con maestría y sin ningún incidente más el resto de comandas.
Mi primer día en 1965 no acabó con la visita de los Beatles y el accidente escrito en el destino que yo le había atribuido a otra persona. Lo que vino a continuación, como diría mi amigo Bill, fue peor que pillar a tus padres en la cama o a tu mejor amiga con tu novio. Demasiadas emociones en un solo día.
Eran las nueve de la noche. La soledad en la que se había sumido Front Street me era más familiar que el ajetreo del día. Había silencio; la música de Elvis, los Beatles y otros ídolos de la época ya no sonaba y, si aguzabas el oído, quizá podías escuchar el maullido de algún gato o un perro ladrar a lo lejos, pero poco más. De no ser por las luces procedentes de las ventanas de los apartamentos, en su mayoría ocupados, la calle se vería sumida en la más completa oscuridad.
Cuando sonó el inconfundible sonido de la campanita de la entrada, Beatrice y yo estábamos acabando de recoger. Me dio un vuelco el corazón pensando que, al darme la vuelta, me encontraría con Jacob, como había sucedido durante mis últimos días en 2017 antes de cerrar, pero con quien me encontré me dejó todavía más impactada. Él ni siquiera se dio cuenta de mi presencia; solo tenía ojos para la abuela, a la que se iba acercando con una sonrisa de lo más conquistadora. Su rostro, olvidado para la mayor parte de las generaciones venideras, era muy conocido en esa época, por lo que el shock de que estuviera ahí, con Beatrice, y que se tratase de su ¿novio?, era mayor que si hubiera sido cualquier otra persona. Algo había ocurrido. O bien conocería al abuelo más adelante —debía ser pronto— o, por culpa de ese famoso actor que me causó más impacto que los mismísimos Beatles, no había sucedido ni sucedería y ahí era donde teníamos un grave problema. Si mi madre no nacía en un año, yo me desintegraría tan rápidamente como la servilleta de papel impregnada de café.
La mirada clara de Edward Montgomery Clift era perversa. Perversa en el sentido de que, cuando te miraba, parecía saberlo todo de ti: lo que ibas a decir y lo que pensabas. Nunca me ha gustado especialmente la gente que intimida de esta forma y que, sin quererlo, te analiza. No lo pueden evitar. Monty, que así era como lo conocían, era de ese tipo de hombres. No era mucho más alto que la abuela y los diez años de diferencia que había entre ambos apenas se notaban. Era apuesto, tenía una dentadura endiabladamente perfecta, las cejas muy pobladas y unos aires de galán hollywoodiense con el cabello negro engominado hacia atrás que quitaban el sentido. Podía entender perfectamente por qué la abuela parecía flotar sobre una nube en su presencia.
—Kate, te presento a Monty, mi novio. —Me guiñó un ojo divertida, dejando a un lado la limpieza de la cafetera y rindiéndose a los brazos del actor.
«Y ahora, ¿qué se supone que debo hacer? ¿Decir cuánto lo admiro? ¿Que Río Rojo, película en la que debutó junto a John Wayne en 1948, me pareció brillante cuando en realidad pensaba que era un tostón?».
—Encantada, Monty —disimulé, tendiéndole la mano.
Imaginé que no todos los actores necesitan que los halaguen; a algunos, por muy divos que parezcan, en especial en la época dorada de Hollywood, les puede gustar ser tratados con normalidad. Monty parecía ser uno de ellos.
—Igualmente, Kate.
Su voz era deliciosa, pero había algo en él que no me gustó. Monty aún no conocía su destino y disimulaba muy bien sus adicciones y su espíritu trastornado que lo llevarían, en un año, a la muerte. Ocurriría el 23 de julio de 1966, tras una espiral de autodestrucción en la que el actor se sumergió, siendo considerado con el tiempo como el suicidio más largo vivido en Hollywood. Un infarto agudo de miocardio se lo llevaría para siempre en su apartamento de la calle 61 en Upper East Side. En 2017 no estaría enterrado muy lejos de donde nos encontrábamos; sus restos descansaban en el cementerio Quaker de Brooklyn.
«¿Te gustaría saber cómo vas a morir? ¿Si tuvieras la oportunidad de leer la última página de la historia de tu vida, la leerías o cerrarías el libro?». Cuestiones macabras que se agolpaban, traviesas, en mi mente.
—Kate, ¿sabes hacer pasteles?
«No sin mis tutoriales de Youtube», me hubiera gustado responder.
—¿Qué tipo de pasteles?
—Tarta de manzana, de zanahoria, de queso y de frambuesa. «Ay, Dios».
—Esta noche salgo con Monty y sus amigos, me hace especial ilusión conocer a Elisabeth Taylor[2] —comentó, mirando de reojo a Monty, lo que me hizo suponer que no llevaban mucho tiempo saliendo—. Siempre me levanto a las cinco de la mañana para prepararlo todo, pero mañana no sé si estaré dispuesta. Tengo reservas en el congelador, pero los clientes lo notan. No sé, inténtalo, Kate, siento pedírtelo en tu segundo día de trabajo. Tienes mi libro de recetas, seguro que lo harás bien.
—Lo intentaré.
«Qué remedio».
Esperé a que Beatrice bajara la persiana, no sin antes explicarme todo lo que debía hacer antes de cerrar el local por si algún día me tocaba hacerlo sola. Por supuesto, ya lo sabía, pero me metí tanto en el papel de camarera novata que hasta me puse a hacer preguntas para fastidio de Monty, que me miraba como si fuese una pesada al mismo tiempo que yo pensaba lo poco que me gustaba ese hombre para la abuela. Traté de contener la risa pensando en la cantidad de veces que la abuela reconoció lo poco que le gustaba George para mí. «No hay más ciego que el que no quiere ver», me decía. Y al final, tenía tanta razón como la tenía yo en ese momento.
—Toma, una copia de las llaves de mi apartamento.
Recordé que mis llaves del futuro estaban dentro del bolsillo de mi cazadora de cuero junto a cinco míseros dólares, que era el único dinero que tenía. Por lo que había leído sobre viajes en el tiempo, era bastante peligroso que una persona coincidiera con su «yo» del pasado o del futuro, pero ¿qué pasaba con las llaves? ¿Con un objeto desdoblado en el tiempo que se encontraba a sí mismo en el pasado? Debía guardarlas a buen recaudo; el llavero con forma de trébol no era una coincidencia, sino el mismo que había sobrevivido más de cincuenta años. La Beatrice joven que tenía enfrente, feliz y alocada junto al actor, nunca debería saber que mis llaves abrían las mismas puertas y, aun así, sus últimas palabras delirantes durante la enfermedad me hacían creer que en algún momento de su vida se dio cuenta de quién era yo en realidad.
—Que lo paséis bien, chicos —me despedí, sintiendo cierta envidia porque a mí también me hubiera gustado vivir una de las fiestas que solía celebrar Liz Taylor, quien en esos momentos vivía un apasionado romance con Richard Burton.
Antes de subir al apartamento me quedé en el portal, pensativa y apoyada en la pared, viendo cómo el Chevrolet Corvette negro y reluciente que conducía Monty se alejaba a una velocidad poco recomendada. Llegué a temer por la vida de Beatrice que, probablemente, no conocía la locura del candidato al Óscar en 1948 como mejor actor por su interpretación en Los ángeles perdidos. Puede que, si no se lo había explicado, desconociera el accidente que tuvo en 1956, cuando salía de una de las fiestas de Elisabeth Taylor. Su coche se empotró contra un poste telefónico y fue la propia anfitriona quien lo salvó de morir ahogado, extrayéndole dos dientes que se le habían clavado en la garganta debido al choque.
Siempre me había interesado la vida de los actores de otras épocas y, sumida en mis pensamientos y disfrutando de la noche antes de entrar en el apartamento, donde sabía que me asfixiaría porque hacía calor hasta en invierno, hice memoria, llevando al límite mis capacidades, de lo que sabía sobre Monty. Se contaban muchas cosas, como suele suceder con todos los personajes populares; a veces son verdad y otras, como acababa de comprobar, invenciones para generar morbo. Decían que su orientación sexual no era clara y que, cuando hablaba sobre mujeres, lo hacía con ambigüedad. Algunos decían que era homosexual, otros que era bisexual; que Liz Taylor lo había rechazado o que fue él quien que se negó a casarse con ella y que no salía con chicas ni se le reconocieron relaciones con hombres mientras frecuentaba multitud de fiestas, pese a no ser de los que se iban los últimos. Para no salir con chicas, lo había visto muy acaramelado con la guapa Beatrice. Y su confesión, en una reunión íntima con un par de copitas de más: «en la cama quiero a los hombres, pero realmente amo a las mujeres», hizo que me preocupara por la abuela. Ella, inocente y feliz con su presencia, no tenía ni idea de lo que iba a ocurrir. Quizá fuera ese, por el dolor que le generó lo que fuera que pasara y que aún no había vivido, el motivo por el que jamás mencionó que estuvo con el famoso actor antes de conocer al abuelo.
—Porque lo conocerás, ¿verdad? —pregunté en voz alta, mirando hacia el suelo, como si el cemento pudiese responderme.
Luego, jugando con las llaves entre mis manos, miré hacia el cielo. Las estrellas abundaban más que en mi época. Algunas luces de las ventanas de los apartamentos ya estaban apagadas, pero la de Aurelius no. Las cortinas no eran las tupidas de 2017 que conocí, sino blancas, finas y transparentes y, a través de ellas, vi dos sombras acarameladas. Se me partió el corazón al recordar el estado en el que había dejado al viejo Aurelius y en cómo se aferraba a su pasado. A «su chica». Luego, con la mirada fija en la acera contraria, fue como si volviera a ver la sombra de Jacob en la oscuridad. Como si volviera a pasar por delante de mí para meterse en el callejón y desaparecer, creándome una curiosidad que había producido que me encontrara en esa situación. Di dos pasos y a estos le siguieron tres más hasta que me coloqué en el mismo lugar del callejón en el que había aparecido unas horas antes. El reloj marcaba las diez de la noche y, esta vez, la pared de ladrillo no se movió de lugar. No era el momento, imaginé. Me prometí a mí misma esperar; algo en mí sabía que me encontraba en el año correcto. Que ahí era donde debía estar.
El gato negro sin nombre me recibió con un maullido rabioso. Ahí seguía, tumbado cómodamente sobre la alfombra de la cocina, como si no se hubiera movido en todo el día. Dejé las llaves en un recipiente de cristal colocado en una mesita auxiliar de madera y fui hacia él. Traté de acariciarlo, pero el muy arisco se apartó, mostrándome las uñas y decidí que lo mejor era dejarlo en paz. Abrí la nevera. Esperaba encontrarla tan vacía y deprimente como la mía, pero estaba a rebosar de comida fresca. Carne, pescado, fruta, yogures que parecían caseros en tarros de cristal… Beatrice era, sin duda, la mujer perfecta. Y en esa época no era fácil. Lo normal, a su edad, a no ser que fueras una estrella de Hollywood, era estar casada y con hijos y depender del trabajo de tu marido, limitándote a las tareas del hogar y al cuidado de la familia. No era poco, pero sí, creo, desagradecido.
Le di un mordisco a una manzana y me percaté de que, en algún momento del día, la abuela había puesto encima del sofá, situado bajo una de las tres ventanas que yo sustituiría por el escritorio, un juego de sábanas.
—Me toca dormir en el sofá —sonreí.
La abuela no tenía televisor, la cafetería la dejaba sin tiempo. Sí había una radio, para mí antigua, cuya compra debía ser reciente. Estaba situada frente al sofá, junto a una estantería con novelas clásicas, incluidos los ejemplares de Charles Dickens que yo le leía a la abuela en la residencia: Historia de dos ciudades y Grandes esperanzas. Quise llorar, pero en lugar de llanto, apareció una risa nostálgica. Junto a Dickens, destacaban las hermanas Brontë: Cumbres borrascosas, de Emily; Jane Eyre, de Charlotte y Agnes Grey, de Anne. Eran novelas que la abuela siempre me había recomendado, pero para las que nunca encontré el momento hasta ese día, el primero de 1965 en el que, aun sabiendo que debía levantarme a las cinco de la mañana para fracasar como repostera, me decanté por la lectura de la apasionada, tempestuosa y con una sensibilidad adelantada a su tiempo Cumbres borrascosas, aterrizando en los brumosos y sombríos páramos de Yorkshire.