CAPÍTULO 21

EL BOXEADOR

NORA

Agosto, 1965

Al día siguiente me sentí extraña. Estaba como resacosa sin haber bebido, mareada y perturbada por la extraña situación. Creí que volvería a verme en 2017, con mi pijama viejo, mi ordenador esperando en el escritorio y los orgasmos matutinos de los vecinos de arriba. Pero no. Era real. Había viajado a 1965 y ahí estaba, con la sensación de hormigueo en todo mi cuerpo y unas mariposas revoloteando en mi estómago, que no significaba que estuviera enamorada sino que tenía miedo. Miedo a no volver a mi vida y miedo a dejar la que acababa de conocer haciéndome pasar por otra persona. ¿Quién demonios era Kate?, seguía preguntándome.

Conocía todo lo que había a mi alrededor y, sin embargo, era muy distinto. La abuela preparaba zumo de naranja en la cocina. Exprimía las naranjas con fuerza y tenía la mirada perdida. Aún era de noche. El despertador sonó a las cinco menos cuarto, pero la luz de las ventanas de algunos apartamentos de enfrente también estaban encendidas. «En 2017 no se madruga tanto», me callé.

Lo que no pude silenciar fue un grito ahogado al ver que el gato negro estaba a mis pies mirándome con odio.


—¡Monty! Monty, no la asustes.

—¿Monty? —pregunté.

—Anoche decidí llamarlo Monty —rio la abuela, sirviéndose un vaso de zumo—. ¿Zumo?

—¿No bebes café?

Ya sabía la respuesta.

—No, nunca. Creo que de tanto prepararlo para los demás le he cogido manía. ¿Prefieres café?

—No, un zumo está bien, gracias.

«Me muero de ganas por volver a beber un zumo preparado por ti». La nostalgia de otros tiempos me había venido a visitar. Creo que Beatrice lo percibió en mi mirada.

—Si quieres puedes levantarte más tarde, ya me encargo yo de los pasteles.

—Ya estoy despierta, así aprendo.

«Qué gran oportunidad. La abuela es mucho mejor que cualquier tutorial de Youtube», pensé.

—¿Desde cuándo tienes ese gato? —quise saber.

La abuela nunca me habló de que había conocido al famoso actor con el que salió anoche y, por tanto, que se había codeado con grandes estrellas de Hollywood, como Liz Taylor. Tampoco me había contado que tenía gato; nunca fue partidaria de tener mascotas en casa. Llegué a la conclusión de que ignoraba muchas cosas de la abuela y que, por mucho que hablase, en realidad solo contaba lo que quería. Todos tenemos derecho a guardar secretos.

—Kate, ¿no has traído maletas?

«No sé cómo responderte a eso».

—Me las robaron en el tren —improvisé con fastidio, tratando de creérmelo para salir victoriosa de la mentira.

—Eso pensé. ¡Qué horror! ¿Sabes quién fue? ¿Lo has denunciado?

Me encogí de hombros. Nunca se me dio bien mentir y no quería empezar a tartamudear como Bill. Me levanté y fui directa al minúsculo baño.

—¡Puedes coger mi pasta de dientes y hay un cepillo nuevo dentro del cajón derecho! —gritó la abuela, como si me estuviera viendo frente al espejo, alarmada por no tener nada con qué asearme.

Al salir con el mismo vestido que me puse el día anterior, el verde floreado, Beatrice negó con el ceño fruncido; fue hasta su dormitorio y salió con otro. Era el mismo vestido rosa que llevaría, meses más tarde, para posar en la fotografía.

—No puedes repetir vestido, aunque llevemos puesto el delantal encima. Ponte este, es muy bonito. Coge el que quieras, cada día uno, con total libertad y al final del día puedes dejarlo en la cesta de mimbre del baño.

Me guiñó un ojo, divertida y volvió a la cocina a servirme mi vaso de zumo de naranja. No entendía por qué me trataba tan bien y parecía estar tan contenta de tenerme en casa. Puede que estuviera cansada de estar sola, pero a mí, en 2017, lo que menos me hubiera apetecido sería compartir tan poco espacio con una desconocida que me cogiera ropa del armario. Me quedé mirándola embelesada. Solo tenía ganas de abrazarla y decirle cuánto la quería. ¿Cómo se lo hubiera tomado, en aquel momento, si le hubiese dicho que era su nieta? Que era hija de su hija, pero que aún debía conocer al abuelo, no sabía cómo ni cuándo, aunque presentía que sería en un concierto. Eso decían ellos. Que se habían conocido en un concierto. «Los Beatles». Y quise convencerme a mí misma de que el abuelo estaría ahí, esperando su destino en forma de mujer con raíces italianas y neoyorquinas, cabello negro rebelde y ojos color miel. Unos ojos que lo enamoraron al instante.

—¿Pasa algo? ¿Por qué me miras siempre así?

Debió pensar que era lesbiana, aunque no demostró ni un ápice de incomodidad.

—Tu prima ya me lo advirtió —rio, untando mermelada de frambuesa en un par de tostadas—. Que eres un poco rarita, me dijo.

—¿Mi prima?

—Querida, parece que te hayas caído de un guindo. Te dejo el zumo y unas tostadas, voy abajo que ya llego tarde. Ven cuando termines.

—Ab… —«No, no, no. Borra la palabra abuela de tu cabeza», me dije—. Beatrice.

—¿Sí?

—¿Qué tal anoche?

—Espectacular —resumió triste, tras pensarlo unos segundos, pero resultaba evidente que mentía.


—Tu gato me odia —le confesé, enharinada, ayudándola a preparar su famosa tarta de manzana. Dos tartas de zanahoria, otra de queso y la de frambuesa reposaban ya en la vitrina de la barra.

—No es mi gato —aclaró—. Es libre; callejero, supongo. De hecho, hasta esta madrugada no tenía nombre. Viene de vez en cuando, se queda una temporada y luego se va. Lleva cinco años haciéndolo, desde que abrí la cafetería y me instalé en el apartamento.

«Un gato viajero en el tiempo», me dije, pensando en las veces que lo había visto pasar por delante de la cafetería de 2017, incluida la noche en la que me acompañó hasta 1965.

—Lo curioso es que no cambia. No ha envejecido nada, es como si el tiempo no pasara para Monty.

—¿Por qué Monty?

—Para reírme de lo que anoche casi me hace llorar —confesó—. Pero no quiero hablar del tema, querida. ¿Me pasas el azúcar, por favor?

En las dos horas que estuvimos en la cocina aprendí mucho más de repostería que en el día entero en que lo intenté con los tutoriales de Youtube. Tener a la abuela ahí, a mi lado, era fascinante. Un sueño del que no quería despertar. Beatrice era paciente y se notaba la fascinación que sentía por su trabajo, que no era otra que la de cuidar a sus clientes y conquistarlos como se conquista de verdad: por el estómago. Casi me olvido de Jacob y del misterio que lo envolvía; sus visitas a las once de la noche, lo último que me dijo y su sombra en la oscuridad, que fue la responsable de que, curiosa, me metiera en el callejón sin saber que me esperaba un viaje en el tiempo con Monty. Ya no lo recordaba, hasta que abrimos la persiana y lo vi pasar.

Iba corriendo con unos pantalones de chándal gris y una camiseta marrón de algodón. Si no hubiera sido por los coches sesenteros aparcados en la calle, podría haber pasado perfectamente por un hombre haciendo footing en mi época. Miraba al frente, concentrado, sudoroso y absorto en sus pensamientos. Pasó por delante sin dirigir la mirada hacia la cafetería que parecía ser importante para él en un futuro. No obstante, me dio la sensación de que su espalda era mucho más ancha. Era más grande que el Jacob adicto al chocolate que le servía. No fui capaz de salir y retenerlo para hablar con él porque me quedé tan paralizada pensando en si Jacob era de aquí o de allí o si, al igual que Monty —el gato callejero—, también era libre y viajaba a su antojo de una época a otra. ¿Quién, en su sano juicio, llevaría una doble vida de una época a otra al haber descubierto el portal? ¿Quién de este año, del pasado o del futuro, sabía que se podía viajar en el tiempo? Es un arma de doble filo, a la larga puede enloquecerte. Yo, desde luego, no lo volvería a hacer más. Viviría en 1965 lo que estuviera destinado para mí, que por algo había viajado años luz al pasado, y luego volvería a mi época. Pensar así me tranquilizaba y me ayudaba a conservar la cordura. Al fin y al cabo, no me había trasladado a una guerra, a la Edad Media o a un lugar desconocido. Seguía ahí, en mi cafetería, en mi apartamento y en mi calle, con la abuela a mi lado y un Aurelius joven y feliz que en esos momentos salía del portal y se despedía de Eleonore con un beso en los labios. Estar en un lugar conocido y desconocido al mismo tiempo resultaba menos extraño.

No, aún no habíamos vivido lo nuestro. Puede que estuviera ahí para vivir «lo nuestro» con Jacob, musité con timidez, mientras veía cómo se alejaba calle abajo y mi corazón, tal y como sucedía en 2017, latía desbocado pidiéndome salir detrás de él. Pero ¿por qué viajar en el tiempo para conocerlo, si también había hecho su aparición en el siglo XXI? Me sorprendía a mí misma por la capacidad que tenía de entender y aceptar una situación estrambótica, a pesar de las lagunas y de lo inexplicable que era todo.

—¿Estás bien, querida?

—Ese hombre, el que corría. ¿Lo conoces? —pregunté, casi con desesperación.

—Jacob el Boxeador.

—¿Jacob el Boxeador?

—Un tipo duro de roer —rio la abuela, dándole la vuelta al cartelito que anunciaba que el café estaba abierto—. Las tiene a todas loquitas, pero es un tipo curioso. Ninguna le parece buena y eso que Betty, la vecina que vive encima de mi apartamento, es guapa y muy dulce. Pues nada, ni caso. No le hace ni caso. Cuando vuelva de sus vacaciones y la veas, creo que en septiembre, me darás la razón.

—¿Jacob vive por aquí?

—Un poco más abajo.

—¿Qué edad tiene?

—Si quieres, la próxima vez que venga a por un batido le pido la documentación —bromeó—. No sé, querida, debe ser un poco más joven que yo, pero no mucho.

Parecía más joven, aunque no podía asegurarlo. Corría rápido, lo había visto de refilón. El Jacob de 2017 estaba cerca de los cuarenta o puede que solo los aparentase, no sé. Recordé que cuando lo conocí, feliz con su taza de chocolate caliente, pensé que era del tipo de personas que aparentan más años de los que en realidad tienen debido a su piel bronceada y curtida. Bronceada y curtida como la del tipo que ya había desaparecido de Front Street tras cruzar y girar hacia la izquierda. Necesitaba tenerlo frente a mí y hablar con él para comprobar que se trataba del mismo Jacob que había conocido hacía poco más de una semana, aunque hubiera ocurrido cincuenta y dos años después.