CAPÍTULO 23
CAN’T BUY ME LOVE
NORA
Agosto, 1965
Vi a Jacob el Boxeador tres veces más pasando por delante de la cafetería, sin interés alguno en ver lo que estaba ocurriendo ahí dentro y, por tanto, sin verme a mí. Dos de las veces iba corriendo; la otra, más tranquilo, caminaba enfrascado en las páginas de un libro. En cualquier caso, en ninguna ocasión me atreví a abordarlo, pero en todas me empezaron a flaquear las piernas, algo que no me ocurrió las siete noches en las que vino a verme en 2017. Pero había tanto trabajo en la cafetería que, de haber salido, Beatrice me hubiese frenado y reprendido. Si la Beatrice del futuro era de armas tomar, la que tenía delante, aunque más jovial y divertida, era aún peor.
Estaba preparando el último café de la tarde porque teníamos previsto cerrar pronto, cuando Monty nos sorprendió viniéndonos a buscar. Enseguida supuse que había venido para acompañarnos al concierto de los Beatles, para el que teníamos tres entradas gratis.
—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó Beatrice, molesta, cuando Monty entró por la puerta con un ramo de flores y su mejor sonrisa pícara y desvergonzada.
—Te dije que os vendría a buscar para ir al concierto. Y una promesa es una promesa.
El tono de voz de Monty parecía arrepentido; el de la abuela, tremendamente irritado. Se negó a coger las flores que el actor dejó sobre la barra. ¿Qué había ocurrido en la fiesta de Liz Taylor? Beatrice no me había contado nada, me dijo que prefería no hablar del tema, así que no insistí demasiado porque, al fin y al cabo, debía aceptar que solo hacía tres días que nos conocíamos y sabía que lo mejor era mantener las distancias y ser prudente. El hecho de que la prima de la verdadera Kate, cuya aparición repentina temía, le dijera que era una mujer rara también me ayudaba cuando me quedaba mirándola embelesada y alucinando por volver a tenerla, máxime teniendo en cuenta que casi teníamos la misma edad.
—Íbamos a ir en tren hasta Queens. ¿Verdad, Kate? No te necesitamos, Monty.
Asentí sin querer meterme en la conversación aunque, de nuevo, la mujer maliciosa que había en mí necesitaba entrometerse y echar al actor a patadas para que nada ni nadie entorpeciera el encuentro con el abuelo, estuviera donde estuviese.
—Sirve el café a la señora Pullman y limpia las mesas, querida —me ordenó la abuela.
Monty siguió a Beatrice hasta el interior de la cocina. Se oyeron gritos y yo no sabía qué cara ponerle a la adorable ancianita que se deleitaba, como si no se estuviera enterando de nada, con el café con leche ardiendo que pedía siempre, aunque hiciera calor.
—Estos jóvenes de hoy en día… —sonrió, guiñándome un ojo divertida.
Monty y Beatrice, ambos apasionados y con personalidades fuertes, discutieron sobre compromiso, desapariciones nocturnas, borracheras, Liz Taylor, el coche y comportamientos inaceptables en el caso de que él quisiera ir en serio. Me situé detrás de la barra para limpiar la cafetera, muy pendiente del reloj y de la pareja. Debíamos salir en diez minutos si no queríamos perdernos el concierto de los Beatles. No parecían querer terminar la acalorada discusión cuando, de repente, sus miradas cambiaron y la abuela dejó que Monty la agarrara de las muñecas con dulzura y la aferrara contra su pecho. Se quedaron así, en silencio y abrazados, mientras la señora Pullman me pagaba el café poniendo los ojos en blanco y salía por la puerta riendo. Emití un sonoro suspiro, la pareja me miró sonriendo y salieron de la cocina. Beatrice se quitó el delantal y me indicó que hiciera lo mismo mientras ponía las flores de Monty en un jarrón con agua. Monty seguía serio, pero tranquilo; con una mirada impasible y soñadora como la de un niño cogió a Beatrice de la cintura, la llevó hacia la puerta y la ayudó a bajar la persiana del café. Yo los seguí y, en silencio, me senté en la parte trasera del flamante vehículo con un único pensamiento en la cabeza: el abuelo. Debíamos ir en busca del abuelo.
Creo que las aproximadamente 55600 personas que había en el estadio Shea de Queens la noche en la que los Beatles tocaron sabían que estaban viviendo un acontecimiento histórico, que marcaría un antes y un después en el rock sin necesidad de viajar al futuro o leer la prensa del día siguiente. No había más que mirarles las caras: emoción, ilusión, locura, expectación, nervios, ganas… Las admiradoras histéricas destacaban del resto porque portaban pancartas del tipo: «Os amamos, Beatles», dándose codazos para ver quién conseguía acercarse más al escenario que habían colocado en el centro del campo del equipo de béisbol de los New York Mets. Había cámaras por todo el recinto para filmar el concierto y se rumoreaba que la entrada del grupo sería espectacular, con un numerito de helicóptero incluido que aterrizaría justo en el área de juego de la cancha. Pero todos los presentes estaban dispuestos a dejarse sorprender por todo cuanto ocurriera esa noche.
Pensé en Bill. En lo mucho que me envidiaría al saber que en unos momentos vería a los Beatles en directo. En lo mucho que envidié a la abuela cuando me contó que ella había estado ahí por culpa de una camarera torpe que tuvo, sin saber que se trataba de mí. Todo era perfecto. Todo, absolutamente todo, prometía ser emocionante. Una aventura mágica y un momento especial que quise exprimir al máximo, aunque mis ojos recorrieran el recinto con una única misión: encontrar a John, el abuelo, y volver a ver la ternura y bondad en sus ojos.
Beatrice, Monty y yo nos unimos al gentío hasta localizar nuestros asientos. Algunas mujeres pararon a Monty, pidiéndole autógrafos mientras la abuela ponía los ojos en blanco, me miraba y desaprobaba dicha conducta.
—Admiradoras. Odio a las admiradoras —me dijo al oído.
Hubiera sido un buen momento para decirle que a mí quien no me gustaba era Monty y que no sabía cómo era posible que una mujer como ella estuviera con él. Que no tenía ni idea de lo que había pasado la otra noche, pero que si no la trataba todo lo bien que merecía, debía dejarlo. Me callé, mirando a mi alrededor por si veía al abuelo. ¿Lo reconocería? Lo recordaba viejo, claro, pero había visto infinidad de fotografías suyas de joven con la abuela muy del estilo a la que tenía con Monty en la mesita de noche del dormitorio. Sí, lo reconocería. Lo podría reconocer hasta de espaldas, si hiciera falta.
—¿Buscas a alguien? —preguntó a gritos Beatrice.
—No —disimulé.
La abuela me imitó en cuanto Monty desapareció. Recorrió con la mirada hileras enteras, desde las más cercanas a las más lejanas, pero ni rastro del popular actor. Pude ver su desconsuelo y desesperación, los ojos llorosos tratando de ocultar sus sentimientos y cómo tragaba saliva para desprenderse del nudo en la garganta que se había apoderado de ella al verse sola. Conmigo, pero sola. Yo ya sabía cómo era esa opresión en el pecho cuando no sabes qué va a ocurrir con una relación. Así fue cómo me sentí cuando George me dejó aunque, cuando vino a verme al café con esos aires de prepotencia, supe con total seguridad que había sido lo mejor que pudo ocurrirme. Imaginé que el actor había actuado así en la fiesta de Liz Taylor, desapareciendo y dejándola sola, y se veía venir la tragedia que, por otro lado, yo esperaba confiando en el destino. La última vez que vi a Monty había sacado una petaca del bolsillo y le había dado un sorbo, mientras con la mano libre firmaba un autógrafo a una admiradora rubia que no dejaba de tocarlo sin que él pusiera impedimento. Su asiento libre, el contiguo al de la abuela, fue ocupado por un hombre no muy alto de ojos azules como el mar y cabello rubio engominado hacia atrás cuando el show dio comienzo con la música de King Curtis. El abuelo. Ahí estaba el abuelo. Nos miró algo perdido y torpe, y señaló el asiento pidiéndonos permiso para poder sentarse. «Es que hay tanta gente que no encuentro mi asiento», creo que murmuró resoplando, algo agobiado. Venía solo, sosteniendo un perrito caliente repleto de kétchup. Cuando se sentó se manchó la camisa de cuadros que llevaba puesta y se empezó a reír de manera espontánea. La abuela lo miró de reojo sonriendo y yo, tratando de esconder todas las emociones que se agolpaban al volver a verlo —esta vez tan joven y tan guapo—, reprimiendo el abrazo que le hubiera dado, le tendí una servilleta que había cogido del café. Mujer previsora vale por dos.
—Gracias.
—Me llamo Kate —me presenté, sintiéndome extraña al no poder decirle mi verdadero nombre y, a la vez, acostumbrándome ya a mentir— y ella es mi amiga Beatrice.
—Beatrice —murmuró, mirándola fijamente a los ojos.
Vi el destello en su mirada y timidez en la de ella. Ese fue el momento en que el abuelo se enamoró y se notaba claramente aunque él dijera, años más tarde, que trató de disimularlo. «¿Quién se enamora a primera vista? —decía—. ¡Es de locos!». De locos eran los fuegos artificiales invisibles que visualizaba entre ellos, mientras el público se dejaba llevar por King Curtis, un aperitivo antes de la gran función que todos estábamos esperando.
—John —se presentó él, sin dejar de mirarla.
—Encantada, John.
La abuela le tendió la mano. Monty había pasado a un segundo plano, aunque yo seguía preguntándome dónde se había metido y por qué. Si eso que estaba viviendo no era amor a primera vista, ¿qué era? Las más de cincuenta mil personas, incluida yo, desaparecimos para esos dos desconocidos que se miraban con curiosidad. La abuela siempre envidió la manera en que se conocieron sus padres, la más romántica, según ella, en una fría y lluviosa noche en Nueva York, restándole importancia a cómo conoció al abuelo. Pero a mí me pareció un momento romántico e inolvidable y casi sentí envidia por no haber vivido algo así. Con George no hubo fuegos artificiales ni miradas con pupilas a punto de estallar desde el primer minuto. Tampoco hubo una banda sonora como la de King Curtis de fondo. Si la memoria no me falla, sonaba Justin Bieber desde algún bar. Nada que ver. Era probable que, para la abuela, el recuerdo de cómo conoció al abuelo no fuera tan espectacular como yo lo estaba viviendo porque solemos empequeñecer nuestros momentos pensando que los de los demás son más importantes y merecedores de ser contados. La parte más sensible de mí se tragó las ganas de llorar de emoción por ser partícipe del primer encuentro entre las dos personas más importantes de mi vida.
Dejaron de mirarse cuando el saxofón de King Curtis enmudeció entre aplausos y el grupo musical Cannibal and the Headhunters subió al escenario, pero con disimulo rozaron sus manos y ambos, mirando hacia el lado contrario, esbozaron una tímida sonrisa.
—¿Qué pasa? —le susurré al oído a Beatrice, disfrutando del momento.
—¿Cómo? Nada, querida. No pasa nada. A ver cuándo salen los Beatles, ¿no? Estoy deseándolo.
Estaba nerviosa. Y yo también, pero tenía la seguridad de que todo iba a salir bien y que en noviembre concebirían a mi madre y, por lo tanto, yo iba a nacer. Iba a existir. Qué curioso es saberlo todo de la historia de dos personas cuando ni siquiera ellos están seguros de nada. Y qué curioso, pensé en aquel momento sin poder desprenderme de una sonrisa bobalicona, que los abuelos no nombraran en qué concierto se habían conocido, cuando ambos parecían vivirlo con tanta fascinación. Monty solo había sido algo pasajero que la abuela jamás mencionó.
BEATRICE
«Mira hacia el escenario, Beatrice. Mira, Brenda Holloway sobre el escenario. Te encanta. Te gusta todo lo que canta y compone. Qué voz… Tiene una voz maravillosa que te invita a soñar y… ¿Me está mirando? ¡Sí! Me está mirando de reojo, disimulando… No se ha comido el perrito caliente, qué gracioso. Le debe dar reparo comer delante de mí por si se vuelve a manchar la camisa. ¿De verdad estoy pensando eso? No te dejes conquistar tan rápido; no puede tenerlo tan fácil como Monty. ¿Dónde está Monty?».
Miro a mi alrededor, pero es como si se lo hubiera tragado la tierra y con la cantidad de gente que hay, dar con él es imposible. Quizá se ha perdido. Quizá no quiere que lo encuentre. O puede que yo ya no quiera encontrarlo.
—¿Te gusta Brenda? —me pregunta John, sonriendo.
—Mucho. Es genial.
«¿He dicho es genial? Qué original, Beatrice».
Creo que si sigo hablando con John se me va a trabar la lengua y voy a hacer un ridículo espantoso. Trato de centrarme en lo que estoy viviendo. Es algo grande, ¡dentro de un rato los Beatles van a salir al escenario! Las entradas deben haberse agotado, el estadio está lleno y yo he tenido el privilegio de ser invitada por ellos y, extrañamente, como si lo conociera de toda la vida, me gustaría contárselo a John. Decirle algo así como: «estoy aquí porque John Lennon me invitó». No me creería.
Tras la actuación de Brenda Holloway, trato de concentrarme en la de los cuatro componentes del conjunto de música pop y soul de Nueva Jersey The Young Rascals y, minutos más tarde, en el pop instrumental de los seis británicos que forman la banda de Sounds Incorporated, pero mis esfuerzos son en vano. Cada roce involuntario e inocente de mis dedos con los de John es electrizante; se me eriza la piel y soy incapaz de concentrarme. Cuando miro a Kate para saber si está disfrutando de la noche, del campo descubierto, de la música y del ambiente la descubro pendiente de nosotros, mirándonos de reojo y sonriendo o evitando la risa que debemos provocarle, según parece.
—Creo que los Beatles están a punto de llegar —anuncio, sintiendo la mirada de John clavada en mí.
—Los Beatles —asiente Kate, traviesa—. Y John. Me refiero a John Lennon, claro.
Me guiña un ojo, divertida. Debe pillar a John mirándome porque le sonríe y dirige la mirada hacia el cielo estrellado cuando el ruido de un helicóptero nos sorprende a todos. El público empieza a gritar, a aplaudir y a lanzar flores y regalos al campo cuando los Beatles aparecen saludando enérgicos, sonrientes y felices, saltando encima del escenario donde está a punto de comenzar la función. ¡Qué emoción! Hace dos días estaban en mi cafetería. John Lennon, empapado de café debido a la magnífica torpeza de Kate, que es la que nos ha traído hasta aquí, y el resto del grupo riéndose de él y tomándose con humor el accidente. Luego me enteré de que ese mismo día acababan de aterrizar en Nueva York tras un largo viaje; menudo recibimiento en mi local.
Ringo, detrás, centrado en la batería mientras George, Paul y Lennon se sitúan delante frente a los micrófonos con sus guitarras para dar comienzo a la primera canción: Twist and Shout.
Atrás parecen haber quedado sus trajes con pantalón pitillo, chaqueta, corbata y botines. Sinceramente, lo primero que pienso al verlos es que con esta nueva moda y esas chaquetas insípidas de un color beige raro no me gustan nada.
NORA
Las chaquetas que llevaban los Beatles, inspiradas en diseños militares, fueron conocidas a partir de ese día como Shea Stadium jackets en honor al nombre del estadio y se hicieron míticas a partir de ese concierto. Se decía que estaban inspiradas en el uniforme número uno del Ejército Británico, pero con una tela más ligera, sin bolsillos inferiores y el cuello más abierto. Supongo que solo los que estaban cerca del escenario se fijaron en la estrella similar a la de un sheriff que llevaban prendida en las chaquetas. Se trataba de la estrella de Wells Fargo, la empresa americana que se encargaba de los furgones de seguridad en los que eran transportados. Si algo había ahí era mucha seguridad debido a las admiradoras histéricas, que después de relajarse un poco viendo tocar a otros grupos desataron su loco amor, admiración o lo que fueran esos gritos por los Beatles.
Tocaron doce canciones en poco más de media hora. La abuela, que criticaba la locura de las admiradoras, empezó a bailar animada como todas ellas cuando sonó Can’t Buy Me Love, la séptima canción de los Beatles, que finalizaron con I’m Down. A esas alturas del concierto, Beatrice y John dejaron a un lado su timidez e incluso entrelazaron las manos bailando al ritmo de los Beatles. Me sorprendí pensando en Jacob el Boxeador y en cómo me hubiera gustado que estuviera ahí. Y Bill, por supuesto. Bill hubiera sabido disfrutar de ese concierto mucho más que yo. Ya estaría abajo, unido a todas las personas que contemplaban muy de cerca el estilo único e inimitable de la popular banda, que terminó tal y como había empezado: dando las gracias con las manos alzadas entre regalos que caían del cielo, piropos, aclamaciones y cientos de pancartas.
BEATRICE
—¿Cómo volvemos a Brooklyn, Kate? —le pregunto cuando los Beatles desaparecen del escenario y el público empieza a irse.
Kate mira a John, que sigue a nuestro lado y, decidida, le pregunta: «John, ¿has venido en coche? ¿Te importa acercarnos a Brooklyn o te pilla muy lejos?».
No puedo creer que le esté proponiendo a un desconocido que nos lleve a casa. Podría ser un psicópata, un violador o un asesino en serie, qué sé yo.
—Vivo en Brooklyn —responde sonriente. Descarto lo de psicópata, violador y asesino en serie en cuanto lo vuelvo a mirar a los ojos. Alguien con unos ojos como los suyos, tan transparentes, no puede ser nada de eso.
—¡Qué bien! ¿Conoces la cafetería Beatrice que está en Front Street? —le pregunta Kate, desenvuelta y con confianza. La gente va abandonando el campo y cesan las voces a nuestro alrededor. Hay chicas que siguen gritando, deseosas por colarse en el backstage de los Beatles. Me pregunto si lo conseguirán.
—Sí, he pasado alguna vez por allí. Hace unas semanas estuve tomándome un café.
—¿Seguro? Te recordaría —intervengo, callando de inmediato en cuanto soy consciente de lo que acabo de decir.
—Bueno, parecías un poco ocupada y… —murmura John mirando hacia el suelo.
—¡Pues no se hable más! Si no te importa, John, nos vamos contigo.
—Claro, chicas.
«Parecías muy ocupada», ha dicho con cierto recelo. Yo siempre estoy ocupada, la cafetería me absorbe las veinticuatro horas del día. Aunque si ha dicho que fue hace unas semanas, probablemente lo diga por Monty y, cuando se ha sentado a mi lado, sabía perfectamente quién era yo y no se ha atrevido a decirme nada. Sigo buscando a Monty con la mirada pero, en el fondo, deseo y espero no encontrarlo.
Cuando salimos a la calle, repleta de gente comentando lo brillantes que han estado los Beatles y que tardarán tiempo en olvidar el que les ha parecido su mejor concierto, John nos indica con un gesto tímido que lo sigamos. Tiene el coche aparcado a dos calles del estadio. Después de echar un vistazo a todas las cabezas habidas y por haber sin hallar a Monty, miro de reojo a Kate que, decidida, sigue a John. No lo conoce de nada y parece tener plena confianza en él. ¿Le gusta?
—¿Te gusta John? —le pregunto en un susurro. No me apetece que John, que camina tres pasos por delante de nosotras, se entere de lo que le he preguntado. Kate abre los ojos con horror, alza las cejas y se echa a reír—. ¿Por qué te hace gracia? Es muy guapo.
—Mucho, ¿verdad? —ratifica.
—Me pregunto dónde se habrá metido Monty.
—¿Qué más da Monty, Beatrice?
Suspira, ríe feliz y despreocupada, y me coge del brazo. Seguimos caminando hasta llegar a la camioneta, una Chevrolet Apache del 57 roja que está aparcada frente a una ferretería.
—Está sucia, lo siento —se disculpa John, avergonzado.
Efectivamente, la camioneta está un poco sucia y destartalada, como si le diera mucho uso. Al lado del asiento del copiloto pueden sentarse dos personas, aunque un poco justas; la parte trasera está llena de tablones.
—¿A qué te dedicas, John? —me intereso.
—Soy carpintero —informa, abriendo galantemente la puerta.
—Tú primero —me ofrece Kate—. Me gusta la ventanilla.
Me sitúo en medio, al lado de John y, de nuevo, sin querer, nuestras manos se rozan cuando él pone la marcha para arrancar.
—A Brooklyn, jovencitas —ríe nervioso.
Su estilo de conducción no tiene nada que ver con el de Monty. Relajado y tranquilo, conduce sin prisas mirando al frente y sin los excesos de velocidad a los que el actor me había acostumbrado. «Nos vas a matar a los dos», le había dicho a Monty la primera noche que me invitó a cenar en un restaurante lujoso de la Quinta Avenida. Bah, pero para qué recordarlo. Ha vuelto a desaparecer, a pesar de presentarse en la cafetería con un ramo de flores que pienso tirar mañana por la mañana para no pensar en él. Mi madre siempre decía que hay que mirar hacia delante, vivir el día a día sin preocuparnos en exceso del pasado y mucho menos del futuro. «Lo que tenga que venir, vendrá, querida», decía siempre, aconsejándome que me dejara llevar por las sorpresas que, seguro, me tenía deparado el destino. Cada vez que le digo a alguien «querida» es como si sintiera a mi madre más cerca. Por eso, creo, lo digo tan a menudo aunque a la gente le canse. No tengo remedio.
En una emisora de radio emiten un programa especial sobre Elvis Presley, así que sus canciones suenan una y otra vez y a John parece encantarle. Me ha dicho que es su cantante preferido, que adora la música en general y por eso ha ido al concierto de los Beatles solo, porque sus amigos son más de ir al boxeo o a partidos de béisbol.
—Habían apostado por un tal Jacob el Boxeador. Así que no se han querido perder el enfrentamiento que había hoy en Brooklyn.
—¿Jacob el Boxeador? Lo conozco, viene de vez en cuando a tomar un batido a la cafetería —le cuento, sin saber que Jacob es tan conocido.
—Pues es bueno. Dicen que va a llegar aún más lejos, aunque ya tiene una edad, pero yo no entiendo mucho del tema. No me gusta ver cómo dos hombres se suben al ring a romperse las narices.
—A mi padre le gustaba el boxeo —murmuro—. Imagino que eres muy pacífico, John —comento.
«¿Imagino que eres muy pacífico? ¿He dicho eso? Madre de Dios, si me estuviera viendo mi madre…».
Tras unas cuantas canciones de Elvis ideales para bailar desenfrenadamente, empieza a sonar una más lenta: I Need Somebody To Lean On. Me sonrojo, espero que John no lo note. Parece centrado en la carretera; no, no lo ha notado. Kate duerme. John tensa la mandíbula y sonríe, dirigiéndome una mirada de soslayo que me inquieta y me ruboriza aún más. Ahora sí me ha visto ruborizada. Estoy segura de que si no estuviera aferrado al volante y nos encontrásemos en otro lugar como, por ejemplo, una pista de baile, me hubiera sacado a bailar y yo hubiese colocado mis brazos alrededor de su cuello y, entre sonrisas, miradas cómplices y murmullos que en realidad nunca dicen nada porque son meros trámites, nos hubiéramos dado un beso en los labios. Un beso de película como los que se dan Liz Taylor y su quinto marido.
—Es mi canción preferida —confiesa John, rompiendo el silencio—. Elvis parece provocarle somnolencia a tu amiga.
—Debe estar cansada. Llegó hace tres días de la Costa Oeste, es de Oregón.
—¿Trabaja contigo?
—Sí, es mi camarera —asiento—. Conocí a su prima Lucy hace tres años. Entró en la cafetería preguntando por una calle y la vi tan agobiada que la invité a café porque no había clientes. Estuvimos hablando durante horas, perdió la noción del tiempo y nos caímos tan bien que al día siguiente volvió para despedirse. Nos dimos nuestros números de teléfono y hemos estado en contacto todo este tiempo. No sé, hay personas con las que te cruzas apenas unas horas pero con las que conectas, ¿sabes? —John asiente, escuchándome con atención—. La cuestión es que hace dos semanas me llamó para preguntarme si necesitaba camarera y no pudo pillarme en mejor momento porque hay días en los que tengo tanto trabajo que me siento desbordada. Dijo que su pobre prima, algo rara —añado en un susurro—, había tenido un desengaño amoroso terrible. El hombre con el que se iba a casar le fue infiel con otra de sus primas y por ello la pobre Kate no levantaba cabeza en un pueblo en el que todos se conocen y, por si fuera poco, el trabajo escasea. Así que me dijo que vendría, no especificó cuándo, hasta que me la encontré en el callejón desorientada. Nada más verla supe que era ella, no solo por la descripción física que Lucy me dio, sino por intuición. La verdad es que es muy agradable y trabaja bien, parece tener experiencia, aunque Lucy me comentó que nunca había trabajado como camarera. No sé, aunque no se parece en nada a su prima, creo que también he conectado de una manera especial. Sí —me reafirmo, con la necesidad de mirarla sin que ella sepa que hay una historia en mi pasado parecida a la suya y que fue por eso por lo que acepté que viniera. Tiene la cabeza pegada al cristal y siento unas ganas irrefrenables de colocarla en una buena posición para que no tenga el cuello durante tanto rato torcido. Es antinatural—. Kate es especial y es agradable tenerla conmigo.
—Me alegra que hayas encontrado a alguien que te ayude en la cafetería. El día que fui te vi un poco agobiada.
—¿Por qué no me has dicho nada cuando te has sentado a mi lado? Siento no recordarte.
—Oh…, es normal, con tantos clientes como tienes… Es normal, soy una persona muy común —se ríe, aunque puedo percibir un atisbo de decepción—. Pero prometo volver pronto y tomarme un café.
—Me acordaré de ti, John. Te lo prometo.
John asiente mientras nuestras manos vuelven a rozarse cuando cambia de marcha. Es un segundo, solo un segundo apenas imperceptible, pero se me pone el vello de punta, me estremezco y vuelvo a mirar a la bella durmiente.
NORA
Para que tuvieran intimidad, fingí que estaba dormida, aunque cuando la abuela habló de Lucy, amiga suya y prima de la auténtica Kate Rivers, di un brinco que por suerte no percibieron. Eran amigas, podían volver a hablar en cualquier momento por medio de una de esas reliquias de teléfonos que había olvidado en mi tiempo y Beatrice sabría que yo era una embustera. A saber dónde estaba Kate Rivers. A saber. Por otro lado, la abuela había sentido una conexión especial conmigo. Así mismo lo dijo. Y yo sabía que no era una conexión como la que había sentido con Lucy, había algo más. Si a mí se me apareciera mi futura hija o mi nieta en 2017 lo sabría. Lo sentiría. Son cosas que se deben percibir.
También habían hablado de Jacob el Boxeador. ¿Tan conocido era? No podía dejar que transcurrieran más días viéndolo pasar por delante del café sin detenerlo por miedo a la abuela. Aunque el miedo a la abuela era solo una excusa; a quien tenía miedo de verdad era a él. A Jacob. Jacob el Boxeador. Intimida. El Jacob que conocía podía ser cualquier cosa menos boxeador; me resultaba inconcebible que aquellas manos suaves que pensé que no habían trabajado duro en su vida sirvieran para golpear a un contrincante. Necesitaba, no obstante, comprobar si era quien yo creía. Era idéntico a él, pero empezaba a tener mis dudas.
Se palpaba tensión en el ambiente, sobre todo cuando el locutor dio paso a canciones de Elvis Presley más lentas. Baladas románticas que incitaban a bailar abrazados y a soñar. Ambos, con voces susurrantes, empezaron a contarse cosas íntimas. John le habló de sus padres y de cómo había sido criarse con cuatro hermanas; Beatrice le contó que era hija única, le habló de sus padres y le confesó que le hubiera gustado saber lo que era tener hermanos para sentirse menos sola. La voz de la abuela se debilitaba cuando hablaba de ellos. El abuelo pareció querer consolarla; yo entreabría un poquito los ojos con disimulo y veía cómo la miraba. Así, exactamente así, me lo había imaginado. Estaba viviendo el momento en el que los padres de mi madre se habían enamorado y me invadió un ápice de tristeza por la persona que me dio la vida. Qué poco pudimos disfrutar de ella.
Cuando John detuvo el coche frente a la cafetería, esperaron un par de minutos antes de despertarme. No se dijeron nada y tampoco supe qué hacían porque no podía arriesgarme a abrir los ojos y estropearlo todo. Pero podía percibir que no era un silencio incómodo, sino necesario. De esos que luego te permites recordar como un momento mágico e inolvidable.
—Kate… —murmuró Beatrice—. Kate, hemos llegado.
—¿Eh? ¿Dónde? ¿Cómo? —disimulé, fingiendo estar adormilada y atolondrada. Bill siempre decía que, aunque se me diera fatal mentir, era muy buena actriz cuando me lo proponía.
Los abuelos rieron y yo, enamorada de ellos desde que tenía uso de razón, los miré fijamente a los ojos sin que desaparecieran mis ganas de abrazarlos y besarlos en sus mejillas tersas y jóvenes que yo había conocido desde siempre arrugaditas.
—¿Ya? Bueno, chicos, pues yo voy subiendo —dije, sacando mi copia de las llaves del apartamento y guiñándole un ojo a Beatrice.
—No, espera, yo subo contigo —se apresuró a decir Beatrice, muy avergonzada.
Me había olvidado por completo de que estábamos en los años sesenta. En el siglo XXI, si dos personas se gustaban no tenían que hacerse las recatadas por haberse acabado de conocer. Si se querían besar, se besaban y si querían hacer más cosas o Beatrice invitaba a John a subir a casa, tampoco estaba mal visto. No tenían que esperar un tiempo prudencial para hacer lo que les apeteciera, aunque el carácter de cada uno, con independencia de la época, influye. Vivir el momento, de eso se trata, ¿no? Pero los abuelos no eran así. Nunca lo fueron. Recordaba bien sus sermones cuando, a partir de los dieciséis años, empecé a salir con chicos y a llegar más tarde de las doce de la noche a casa. «Hazte respetar», me advertía el abuelo. «Nunca des un beso en la primera cita. Ni en la segunda, ni en la tercera. Que esperen», me aconsejaba la abuela.
—Buenas noches, John —dijimos Beatrice y yo al unísono.
—Ha sido un placer conoceros, chicas. Nos vemos muy pronto.
El «muy pronto» fue, tal y como esperaba, la mañana siguiente.