CAPÍTULO 40

EL DÍA QUE BILL LLEGÓ A 1965

Octubre, 1965

Bill Lewis, atolondrado, miró a su alrededor con la mirada inocente de un niño pequeño. Era dieciséis de octubre de 1965. Lo último que recordaba era una especie de luz invadiendo la pared de ladrillo donde estaba apoyado. La mañana gélida de Brooklyn sorprendió al joven, que iba vestido con una camiseta blanca de manga corta y un pantalón de pijama con estampado de cuadros. No llevaba calzado, se había olvidado de ponérselo antes de salir del apartamento de su amiga desaparecida. Afortunadamente, había sustituido sus estridentes gafas de montura de pasta por unas más discretas de color negro. Temeroso al saber que algo raro había pasado, se asomó para ver qué había en Front Street. Se percató de inmediato de que no había cambiado de lugar, pero que esa no era la oscura calle que los «extraterrestres», al abducirlo, le hicieron abandonar. Buscó en su mano la Coca Cola light responsable de tal alucinación, pero no había ni rastro de la lata. Los recuerdos eran confusos; se sentía torpe y mareado. Miró en el interior de los contenedores por si Monty estaba hurgando en ellos, pero el viejo gato no apareció y, de lo nervioso que estaba, Bill no reparó en que eran de lata y no de plástico. Mujeres, hombres y niños caminaban por Front Street con tranquilidad. Charlaban entre ellos y sonreían. Los niños jugaban al balón, con sus bicicletas o al escondite, corriendo de un lado a otro en las aceras. Los tocados de las mujeres eran increíbles, desde moños bien trabajados hasta melenas onduladas con tenacillas. Pero todos coincidían en algo: llevaban gruesos chaquetones y bufandas, dejando al descubierto únicamente los ojos. Sonaba una canción de Elvis Presley y había un tráfico fuera de lo normal en ese tramo de la calle que Bill recordaba tranquilo y silencioso. Con los ojos muy abiertos se fijó en los coches, que parecían de otra época.

—Me he vuelto loco.

De repente, su cerebro adormilado se reactivó y, muerto de frío, pensó en las palabras de la médium y, sobre todo, en la fotografía de 1965, que mostraba a una mujer idéntica a Nora llamada Kate. No debió llamar loca a la médium, puede que le dijese la verdad. Sin salir del callejón, miró hacia la derecha. El café Beatrice estaba ahí. Pensó que era muy probable que Nora, que llevaba sesenta y cinco días desaparecida, estuviera en su interior sirviendo café y chocolate caliente.

—¡Me embarga la emoción! —exclamó, excitado.

Al adentrarse en la bulliciosa Front Street, resbaló con una piel de plátano y estuvo a punto de caer al suelo, pero una mano lo sujetó a tiempo.

—No… No…

—Shhh…

Profundamente impresionado, Bill puso los ojos en blanco y sufrió un desmayo que lo dejaría varias horas inconsciente en el sofá de Jacob el Boxeador.

NORA

Quería que lo primero que viera Bill fuese mi cara. Cuando lo encontré saliendo del callejón y resbalando con una piel de plátano, me recordó a mí cuando viajé en el tiempo y me encontré con la abuela. ¿Qué hacía él ahí? Era esa la visita de la que me habló mi «yo» del futuro y Jacob quiso saber por qué no me extrañaba que mi amigo también hubiera viajado a 1965. Obvié el detalle de mi propia visita desde 2046 y le dije que Bill era muy curioso, que debió indagar de noche en el callejón y se encontró con el movimiento de la pared de ladrillo y los colores estridentes para vivir la aventura más emocionante de su vida: descubrir un portal del tiempo.

—Puede que nuestro hijo también lo haya traído hasta aquí —sospeché—. Que Bill también estuviera destinado a venir.

—¿Por qué? ¿Qué tiene que ver él en todo esto?

—Es mi mejor amigo. Y si el tiempo transcurre igual que aquí, llevo sesenta y cinco días desaparecida. Ha debido ser horrible para él.

Cuando le pasé la mano por la frente sudorosa, Bill abrió los ojos muy despacio, como si le supusiera un gran esfuerzo. Al principio, parecía molestarle la luz. Quería hablar, pero no podía y, atragantado por la emoción que le invadió al verme y darse cuenta de que era real, empezó a gimotear alzando una mano para palpar mi rostro.

—Estoy aquí, Bill.

—Agua.

—Voy.

Jacob fue corriendo a la cocina a buscar un vaso de agua. Servicial, se lo ofreció a Bill y lo ayudó a incorporarse para que no se atragantara.

—¿Dónde estoy? —preguntó, mirando a su alrededor.

—En el apartamento de Jacob.

—Tú eres Jacob. —Bill parecía sentirse atraído por Jacob, pero volvió a mirarme y abrió la boca, intentando comprender qué ocurría—. Tú la has secuestrado —añadió con el ceño fruncido.

—No, no, no. Nadie me ha secuestrado, Bill —aclaré.

—Entonces, ¿qué ha pasado? —insistió, dándole otro sorbo desesperado al vaso de agua.

—Has viajado en el tiempo.

—¡Venga ya! ¡No digas tonterías! Has engordado un poco, ¿no?

—La abuela cocina muy bien —sonreí.

—Nora, tu abuela está muerta.

—Bill, no estamos en 2017. Es dieciséis de octubre de 1965 y mi abuela, Beatrice, regenta la cafetería. Tiene treinta y cinco años y está viva.

Al escucharme, se le cayó el vaso de cristal al suelo y se hizo añicos. Volvió a poner los ojos en blanco y se desplomó sobré el cojín del sofá.

—¿La damisela tiende mucho a desmayarse? —rio Jacob.

—Debe estar bajo de azúcar —respondí, preocupada, sin dejar de mirar a mi amigo.

17 de octubre, 1965

04:00 a. m.

El grito de Bill hizo que Jacob y yo nos levantáramos de la cama sobresaltados, como si hubiéramos sufrido una pesadilla. En el sofá, Bill seguía chillando histérico, empapado en sudor y sin dejar de moverse.

—Eh, Bill. Bill. ¿Quién es Monty? —le pregunté zarandeándolo.

—Mi gato. Mi gato viejo Monty —murmuró dormido.

Monty es el gato de la abuela. El gato callejero que atraviesa el portal a su antojo y aparece aquí o allá —le expliqué a Jacob, que estaba arrodillado junto a mí observando a Bill—. La abuela le puso una cinta alrededor del cuello con una placa de madera con su nombre que talló a mano el abuelo. Fue Monty el que trajo a Bill hasta aquí.

—No —negó de repente, abriendo los ojos febriles y clavándolos en Jacob—. Fue él quien me trajo hasta aquí. Tú eres la sombra en la noche. El asesino.

—No es un asesino, Bill. Y lo estás confundiendo con nuestro hijo —le dije, aun sabiendo que podía provocarle un nuevo desmayo—. Mañana por la mañana hablaremos con tranquilidad. Créeme, por favor.

—La médium.

—¿Médium?

—Me dijo que eras la mujer de la fotografía y que estabas ahí, en la cafetería, pero que ya lo habías vivido. Ella me dijo que viajaste en el tiempo, así que tiene que ser verdad —murmuró, carraspeando nervioso.

—Es verdad, te lo estoy diciendo —insistí, perdiendo la paciencia. Cómo olvidar la fotografía.

—Déjame dormir. Que me tienes muy disgustado.

—Descansa, Bill.

—Ten cuidado con ese, eh. No es de fiar —me aconsejó, señalando de nuevo a Jacob, a quien la situación parecía hacerle gracia.


Jacob salió de casa a las seis de la mañana para ir a correr e informó a Beatrice de que ese día no podría ir al café porque me había levantado con dolor de cabeza y huesos, mareos e irritación de garganta. No era una excusa. Era incapaz de levantarme de la cama. Bill se levantó a las ocho, confundido y ojeroso, a pesar de haber dormido muchas horas. Se asomó al pequeño dormitorio y se acercó corriendo como un niño pequeño para tumbarse a mi lado.

—Te voy a contagiar todos estos gérmenes —le advertí, boca arriba, con el pañuelo en la nariz, los ojos irritados y una mueca burlona—. Creo que el otro día cogí frío —me lamenté, recordando el día en que me escapé sin abrigo ni bufanda.

—¿Cómo es posible todo esto? —preguntó ya más tranquilo.

Estuve dos horas hablándole del portal del tiempo y de mi hijo del futuro; de los abuelos; de la camarera torpe, que era yo y del inolvidable concierto de los Beatles; de Aurelius y Eleonore y hasta de la desaparición de Betty, que estaba coladita por Jacob el Boxeador. Por supuesto, le hablé de Jacob y de nuestra relación, del partido de boxeo y la noche en el puente de Brooklyn. Pero no mencioné a mi «yo» de sesenta años ni le confesé lo que me deparaba el futuro. Tampoco quise recordar que había salvado la vida del niño que de adulto empotraría su coche contra el de mis padres. Tom Valley. Jamás olvidaría ese nombre. Dolía demasiado.

—Hay algo que no entiendo —apuntó seriamente tras haberme escuchado con asombro sin interrumpirme en ningún momento—. Dices que Aurelius te miraba por la ventana la noche en la que viajaste en el tiempo y señaló a tu hijo Jacob que, al igual que a mí, se te apareció en la acera para atraerte hacia el callejón.

—Sí.

—¿Qué hora era?

—Cerca de medianoche.

—Nora, Aurelius murió esa misma tarde, poco después de que tú lo dejaras en casa.

—¿Aurelius está muerto? —pregunté, incorporándome tan precipitadamente que sufrí un mareo que me obligó a tumbarme de nuevo.

—Lo siento. Sufrió un infarto entre las seis y las siete de la tarde. Lo encontraron cuatro días después, cuando tú ya habías desaparecido —continuó explicando—. Así que es imposible que se te apareciera mirando por la ventana a esa hora.

—Sé lo que vi, Bill.

—No, si ya me lo creo todo, de verdad. Eso nos desvela otro misterio de la humanidad: no solo existen los agujeros de gusano, portales del tiempo o como quieras llamarlo, sino también los fantasmas.

—Voy a preparar café. Esto es demasiado para mí —dije angustiada, tocándome la frente. Tenía fiebre.

—No, no te muevas. Ya voy yo.

—No sabrás encender la llama.

Efectivamente, tras media hora intentándolo, Bill volvió al dormitorio compungido y me rogó que me levantara para preparar café en esa antigualla.

—Te he echado de menos —confesé, apoyándome en su hombro para poder andar—. ¿Cómo va Meetic?

—Calla, calla. No he tenido tiempo ni para Meetic. El mes gratis ya se me ha acabado y el móvil me lo he dejado en 2017, en tu apartamento. Pensaba que te habían matado o raptado. No sabes la matraca que le he dado a dos policías inútiles. Y a la médium que contraté la llamé loca y al final todo era verdad. Es fascinante. Quiero salir y verlo todo. Quiero ir a un concierto de los Beatles, como tú; que Jacob me lleve a un combate de boxeo con negros musculosos de los años sesenta; también quiero ir a una de esas manifestaciones feministas; a una sala de baile sin alcohol ni drogas a bailar al ritmo de Elvis Presley y subir a la noria de Coney Island con parejitas sesenteras castas que llevan un año saliendo y aún no han tenido sexo.

—¡Para, para! —reí—. Hoy no puedo salir, Bill… Y normalmente me paso el día trabajando en la cafetería.

—Pues que me lleve Jacob. Qué bueno está, parecías tonta.

—Ha dejado el boxeo.

—¿Cómo va a ir a 2017, si cuando vean su documentación creerán que ha descubierto la juventud eterna? —caviló, arqueando las cejas.

—Ya hemos pensado en eso. Supongo que nuestro hijo nos facilitará el trámite. Quizá en el futuro esas cosas se puedan falsificar sin problemas.

—Suena a locura —rio—. Vuestro hijo.

—Es una locura —asentí, cubriéndome la boca para toser—. Pero todo irá bien. Tenemos que esperar la señal para volver a nuestro tiempo. Será en noviembre. Aún tengo que aparecer en la famosa fotografía.

—¿Y tu hijo viene de 2057 y lo sabéis porque a Jacob se le presentó su «yo» del futuro?

—Exacto.

—¿Viajó en el tiempo desde el mismo portal?

—No. Por lo visto, cada portal enlaza dos épocas distintas —comenté, obviando que esa información la tenía gracias a la visita de mi «yo» del futuro.

—Quizá es el callejón que hay aquí delante —supuso, mirando por la ventana que había junto al sofá. Fui hacia donde estaba Bill y observé el callejón. Era similar al que estaba junto al café.

—Sí, viene de ahí —confirmé, preguntándome cómo debía ser el año 2057.

—Interesante.

—Ignoro qué tipo de señal recibiré y no te puedes imaginar lo difícil que será tener que despedirme de Beatrice por segunda vez, sin poder decirle quién soy en realidad. Y también de John, claro. Son mis abuelos.

—Creo que es lo mejor, cariño. Que todo siga su curso. Tú has venido aquí a cumplir una misión: que el futuro que conocemos sea tal y como siempre ha sido.

—Supongo.

—¿Y si aparece la auténtica Kate Rivers mientras tú estás aquí?

—Me puedo dar por muerta.