CAPÍTULO 7
CADA DÍA ES UNA PÁGINA EN BLANCO
NORA
Febrero, 2017
—¿Todo bien? —preguntó Eve, anudándose el delantal.
—Genial. ¿Sabes que anoche vino un tipo desde Nueva Jersey para probar mi chocolate? —le comenté entusiasmada, obviando la estupidez de haber creído que era un influencer que me daría la fama cibernética mundial. Bill había hecho que me obsesionase con el tema.
—¡Qué buena fama! Aquí todos son adictos a tu chocolate.
—En los tiempos de la abuela eran adictos a su café. Y a sus tartas. Yo no vendo muchas tartas —musité, más para mí misma que para Eve, que parecía no saber qué hacer, si quedarse a escuchar los lamentos de la jefa o ponerse en marcha con la sonrisa preparada para cuando entrara el primer cliente del día—. Debería probar con la repostería. A los clientes les gusta que todo sea casero, ¿no? ¿Sabes de algún curso? Bueno, miraré los tutoriales de Youtube. ¿Conoces algún canal de repostería que esté bien?
—Ni idea… Solo miro tutoriales de Make up y últimamente me he enganchado al canal de Zoella.
No me dio tiempo a preguntar quién era Zoella. El tintineo de la campanita de la entrada, tan encantador como chirriante, sonó cuando entró el primer cliente. Aurelius era un hombre malhumorado, de ochenta y tres años, que no fallaba a su cita de las siete y media para tomar su primer café con leche calentito y una magdalena en la mesa del ventanal. Repetía el ritual a las cuatro en punto de la tarde. Cuando vino a la inauguración, agradeció que el café volviera a abrirse después de tantos años siendo un local inservible con la persiana bajada.
—Era deprimente —comentó—. Pensar en caminar tres calles para tomar mi desayuno era agotador. No sabes cuánto hemos echado de menos a Beatrice, muchacha.
Se enteró de que yo era su nieta dos semanas más tarde, pese a habérselo dicho desde el principio. A partir de entonces, me trataba bien. Para él era «muchacha» o «jovencita», aunque su sonrisa continuase brillando por su ausencia. El señor Aurelius era un cascarrabias que solo quería que lo atendiera yo. A Eve le ponía malas caras y le gruñía como si fuese un perro guardián.
La campanita de la puerta de la entrada no dejó de tintinear en todo el día. La cafetería estaba resultando un negocio más rentable de lo que esperaba; la gente se sentía a gusto, como si estuviera en su propia casa e incluso, en muchas ocasiones, en la consulta del psicólogo. Nunca en mi vida me había enterado de tantas historias, alegrías y desgracias como en esos momentos, siendo la propietaria del pequeño café Beatrice. Me preguntaba si mi abuela era conocedora de tantos chismes y secretos y, si era así, si se permitía a sí misma involucrarse o no. Cada mañana era una página en blanco que me disponía a escribir, sin esperanzas de que algo maravilloso pudiera sucederme. Me conformaba con las sonrisas de los clientes y las ideas que muchos, sin ser conscientes, me aportaban para mis escritos nocturnos. Dormía poco, pero me sentía satisfecha por avanzar, no solo económicamente gracias al negocio, sino también como escritora. No abandonar tus sueños implica renunciar a placeres tan necesarios como dormir, pero ¿para qué cerrar los ojos si al mantenerlos abiertos tienes la posibilidad de que sucedan cosas?
Estaba inquieta. El tipo de Nueva Jersey era el culpable. Pensaba en sus ojos color aceituna ante cualquier cliente que se sentaba en el taburete. No sabía por qué. Su melena despeinada de color negro y sus manos, grandes y cuidadas, agarrando con fuerza la taza de chocolate caliente, como si se le fuera a escurrir, mientras su sonrisa amigable me demostraba que el sabor lo estaba transportando a otra época más feliz. Parecía triste. Quería conversación. Miró la fotografía, la misma que yo estaba observando en ese momento en que todos los clientes estaban servidos, y preguntó por la mujer que se parecía a mí. Nadie en el café había reparado en la fotografía de 1965, ni siquiera Eve, acostumbrada a convivir con ella todos los días. Nadie me había preguntado de qué fecha era. Nadie me había comentado qué bonita estaba Beatrice, porque algunos de sus clientes, incluido el viejo cascarrabias de Aurelius, la habían conocido y venían a diario cuando la abuela regentaba la cafetería. Al mirar detenidamente a Aurelius, me pregunté si era el mismo hombre divertido de la fotografía de noviembre de 1965, pero debido a su carácter huraño no me atreví a corroborarlo. En el caso de que fuera él, había cambiado demasiado.
—¿Cómo se llamaba? —me pregunté en un murmullo con los ojos cerrados, tratando de recordar mientras esperaba que saliera el café para una estudiante con prisas.
—¿Quién? ¿Cómo se llamaba quién? —curioseó Eve, apoyando los codos en la barra—. Un chocolate para Carmen, cuando puedas.
«Jacob. Se llamaba Jacob. Bonito nombre», pensé sonriendo, mientras le servía el café a la estudiante.
—¡Buenas tardes, Aurelius! ¿Su cafetito y un trozo de tarta? —saludó Eve, acompañando al hombre, que iba aferrado a su bastón, hasta la mesa del ventanal. Se le teníamos reservada desde hacía media hora para no tener problemas.
—¡Quítame las manos de encima! Beatrice, por favor, mi merienda —ordenó fatigado, sentándose con dificultad.
Vi cómo Eve se sonrojó y puede que hasta tuviera que contener las lágrimas por el mal trato, mientras yo me encogí de hombros y le sonreí para apaciguarla y no hacerla sentir violenta. Aurelius me había llamado Beatrice. Era la primera vez que lo hacía y, aunque nunca había tratado bien a Eve, tampoco le había gritado de esa manera ante la atenta mirada de los clientes que había en ese momento: los Collins, mis vecinos de arriba, que solían armar mucho escándalo cuando hacían el amor a la una y media de la madrugada, una mujer mayor que leía a Danielle Steel y un ejecutivo que se había adueñado de la mesa del fondo y la había convertido en su improvisado despacho diario.
—¿Se encuentra bien, Aurelius? —me interesé, sirviéndole el café y un trozo de tarta de manzana.
No dijo nada, pero la mirada que me dirigió me recordó a la de la abuela tres años atrás. Sus gritos y su furia también, así como el desconcierto de no reconocer ni sus propias manos que, automáticamente, le echaban azúcar al café.
—Que aproveche.
Cuando el reloj marcaba casi las once de la noche y en el café no quedaba un solo cliente, le dije a Eve que ya se podía marchar. La página en blanco del día estaba a punto de llegar a su fin. Qué satisfacción es, para un escritor, escribir la palabra «Fin». Pero el «Fin», en la vida real, también implica otras emociones como el miedo y la inseguridad. La palabra «Fin», salvo para la historia ficticia plasmada en el papel de un escritor, casi nunca augura nada bueno. «Fin» es tristeza y soledad, ruptura y despedidas, oscuridad y lágrimas al caer la noche aunque, de vez en cuando, supone un alivio cuando la situación no era feliz. Es cuando se termina todo, sonrisas y lágrimas, lo bueno y lo malo. Siempre he sido de las que ha preferido escribir, al final de la página en blanco de la realidad del día a día, un punto y aparte en lugar de «Fin» porque todo, incluido el sufrimiento, es un aprendizaje de vida. Y darlo por concluido significaría, en esos momentos, que la maldición de Simon Allen era real y no quería verme salpicada por ella. Si la abuela la había evitado, pese a la temprana muerte de sus padres y de su propia hija, yo también podía conseguirlo. La amenaza de que iba a morir joven me había acompañado desde que Beatrice me contó por primera vez sus suposiciones para nada justificadas. Siempre que caminaba por el puente de Brooklyn sufría unos repentinos sudores fríos y me daba por pensar cuál era la manera de morir que prefería.
Había sido un día más, normal, si no fuera por un pequeño incidente relacionado con el señor Aurelius. No era por su ya conocido mal humor y sus gritos hacia Eve; había algo más. El hombre, antes de levantarse, siempre pagaba religiosamente la cuenta; pero esa tarde, al terminar el café y la tarta de manzana con la mirada fija en la calle, se marchó sin dejar un solo dólar. Eve y yo nos miramos, pero volvimos al trabajo sin hablar del tema. Que no hubiese pagado la cuenta era lo de menos, por supuesto. Podían ser achaques de la edad o un simple mal día, pero ese detalle no se me pasó por alto y no quería que me sucediese como con la abuela. Si tenía la misma enfermedad que ella, cuanto antes se la diagnosticaran antes la tendrían controlada y menor sería el sufrimiento del anciano.
—Debe tener familia —murmuré, mirando la fotografía. Seguía pensando que el joven que miraba divertido la vitrina con los pasteles era Aurelius, pero solo se trataba de una posibilidad—. No sé, vivir, vive solo, pero nunca cuenta nada sobre su vida. Puede que algún hijo lo venga a ver de vez en cuando o…
—¿Siempre hablas sola? —me silenció una voz detrás de mí, acomodándose sonriente encima del taburete. Un mechón rebelde le caía sobre la frente; los ojos, entornados, me miraban con curiosidad, y esa familiaridad que seguía teniendo su sonrisa y que tan intrigada me tenía desde la noche anterior, en la que recordaba perfectamente cómo mi corazón empezó a latir con tanta fuerza cuando él se fue que creía que se me iba a salir del pecho.
—Jacob —sonreí.
—Nora.
—¿Hoy también has conducido una hora y media para venir a por un chocolate caliente?
—También. Y viajaré lo que haga falta para tomarme ese chocolate caliente.
—¿Por qué a las once? —le pregunté, directa.
—Es la hora del chocolate caliente.
—Muy tarde, ¿no?
—Este es el único café que abre hasta tan tarde —se excusó.
—Aquí los clientes vienen a todas horas, ya sabes. Son un poco trasnochadores —confesé, pensando en los vecinos de arriba y en mi decisión de quedarme hasta más tarde de las nueve, hora en la que cerraba la abuela cuando era la propietaria del Beatrice. No obstante, esa noche me había entretenido más de la cuenta por si el hombre que tenía delante volvía y, por suerte, no andaba desencaminada.
Esa noche no coloqué las nubes sobre el chocolate con tanta gracia ni busqué la taza más bonita, sino la que más a mano tenía. A mi desilusión al comprobar que Jacob no sacaba ningún teléfono móvil del bolsillo del pantalón, le sucedió la alegría de que fuera una de las pocas personas en el mundo sin deseos de inmortalizar algo tan simple como un chocolate que, al igual que el sushi, queda tan bien en las fotos de Instagram. No esperó ni un solo segundo para disfrutar del chocolate, indicándome con un gesto que yo también me preparase uno.
—No me apetece —reí, viendo cómo retiraba el chocolate que se le había quedado en el labio—. Creo que veo tanto chocolate a diario que le he cogido un poco de manía. Mi abuela era quien llevaba el negocio muchos años atrás y ahora entiendo por qué no le gustaba el café.
—Aborrecemos lo que tenemos a mano —entendió él.
—Exacto —asentí, dejando la encimera reluciente mientras observaba la oscuridad de la calle a través del cristal—. ¿Por qué somos así, Jacob? ¿Por qué no valoramos lo que tenemos hasta que lo perdemos?
No dijo nada. Me fijé en sus ojeras. Me pregunté qué edad tendría; parecía ser del tipo de personas que aparentan más años de los que en realidad tienen debido a su piel bronceada y curtida, pero debía rondar los cuarenta. ¿Trabajaba Jacob al aire libre? Se me formó un nudo en la garganta al verlo tenso, con la mandíbula apretada y haciendo un esfuerzo enorme para no llorar. ¿Quién era ese hombre?
—¿Cuál es tu historia, Jacob?
Abrió mucho los ojos. Destensó la mandíbula y trató de relajarse, pero seguía sin hablar. Terminó el chocolate, me acercó la taza y rebuscó en el bolsillo del pantalón hasta sacar cinco dólares que dejó sobre la barra. Yo negué, sonriendo; volvía a invitar yo.
—No, ni hablar. Ya me invitaste ayer.
—Déjalo.
Me molestó un poco que no respondiera a mi pregunta, pero pensé que no siempre es fácil contarle tu historia a una desconocida, aunque muchos creyeran que el café era una consulta psicológica y me hicieran creer que tenía el derecho de profundizar en sus sentimientos.
—No era tu abuela.
—¿Qué?
—La mujer de la fotografía. —Alzó la cabeza y señaló a Kate—. La mujer que hay a su lado era tu abuela, no la que se parece tanto a ti.
—¿Cómo lo sabes?
Me guiñó un ojo manteniendo el misterio, hizo una especie de reverencia y se dio la vuelta dispuesto a marcharse.
—Volveré —prometió. Se detuvo y se quedó mirándome en el umbral de la puerta.
«¿Por qué a las once?», hubiese querido volver a preguntar.
De nuevo, tuve la sensación de que el corazón latía tan deprisa que era probable que pudiera ser víctima de un infarto inesperado. En realidad, lo que quería era irme con él y averiguar quién era y por qué había vuelto a la misma hora y en el momento en el que sabía que no había clientes, para tomar un chocolate caliente. Un chocolate que parecía transportarlo a otro mundo. Un mundo que yo no llegaba a alcanzar.