CAPÍTULO 2

UNA CAFETERÍA EN BROOKLYN

NORA

Diciembre, 2016

Cuando con la ayuda de Bill, otro escritor fracasado como yo al que conocía desde tiempos inmemorables, volví a abrir la persiana de la cafetería después de casi veinte años cerrada, lo primero que hice fue coger con delicadeza el cartel amarillento y arrugado que se había quedado enganchado al cristal mugriento de la puerta de entrada.

Ha sido un placer estar con vosotros tantos años. Os llevaré siempre en mi corazón.

Beatrice Miller.

1960-1997

—Treinta y siete años, Bill. Y en todos esos años solamente cerró una semana, cuando murieron mis padres —murmuré, contemplando la letra alargada y elegante de la abuela—. No sé ni por dónde empezar.

—¿Por qué nunca la alquiló?

—Decía que no podía quedársela cualquiera —respondí, encogiéndome de hombros y reprimiendo las ganas de llorar—. Siempre me hizo prometer que algún día volvería a abrirla. Y aquí estoy, sin saber qué hacer y decidida a trabajar en ella porque no tengo otra cosa. No tengo nada, Bill y, después de tantos años dando tumbos de un lado para otro, me apetece algo más estable, aunque no tenga ni idea de cómo se lleva un negocio así. Yo no soy como mi abuela.

«Deprimente», pareció pensar mi amigo por la cara que puso. Pero luego, como era habitual, sus palabras distaban mucho de sus pensamientos.

—Siempre puedes llamar a Gordon Ramsay para que te eche una mano —rio, para luego rectificar y tratar de darme ánimos—. Lo harás bien, Nora. Has heredado el carácter y la fuerza de tu abuela.

No pude hacer otra cosa que reír y negar con la cabeza, sobre todo porque Bill solo había visto a la abuela en dos ocasiones. Nada de eso era verdad. Yo siempre fui indecisa; una endeble a la que le costaba elegir entre té verde o té rojo, carrot cake o cheesecake, falda o pantalón, zapato plano o de tacón, pelo suelto o recogido, a la izquierda o a la derecha, sí o no. Sí o no. Debería haber dicho que no. Debería aprender a no hacer promesas o, al menos, a no sentir remordimientos por no cumplirlas.

—Por dentro parece que está bastante bien —comentó Bill, pegando su cara contra el cristal y colocando la mano derecha sobre la frente, a modo de visera, para ver mejor entre tanta oscuridad.

Suspiré. Fue un suspiro hondo, de esos en los que necesitas coger todo el aire y retenerlo en tus pulmones para poder seguir respirando.

—¿Sabes que los Beatles tomaron café aquí? —le conté a Bill para entretenernos un rato más en la calle. No encontraba el valor suficiente para entrar y que todo me recordase a la mujer que había acabado de perder para siempre.

—¡¿De verdad?! —reaccionó emocionado.

—Sí. La abuela explicaba que a la camarera que tenía le tembló el pulso y se le derramó el café encima de John Lennon. Sus pantalones quedaron hechos un desastre y la letra de la canción que estaban escribiendo sobre la servilleta se difuminó. Sin embargo, al grupo le debió hacer gracia porque las invitaron a un concierto que hicieron dos días después en el estadio Shea de Queens, un momento que la abuela siempre recordó como memorable porque, aparte de que fue increíble y el primero de su gira por Estados Unidos, revolucionó la forma de hacer conciertos. Era la primera vez que se utilizaba un estadio deportivo al aire libre para realizar un concierto de rock. Y ella estaba ahí. Siempre presumió de eso.

—Increíble —comentó Bill—. Lo que daría por vivir ese momento ahí, disfrutándolo al máximo. Aunque quizá, por culpa de la torpe camarera la letra de esa canción de la servilleta no se llegó a escribir nunca —reflexionó—. Oye, quién sabe, puede que un día aparezca por la puerta Madonna o Lady Gaga. ¿Te imaginas? Al menos tienes esto, Nora. Y aquí ya ves que también te pueden pasar cosas increíbles como las que te contaba tu abuela. Y eso sin contar el apartamento que hay encima, no sé por qué no viniste a vivir aquí cuando lo dejaste con George. Tal y como está el tema laboral, algo es algo y solo tendrás que pagar los gastos. ¡Eres propietaria! ¿Quién, en Brooklyn y menor de treinta y cinco años, puede decir eso? —seguía animándome.

«Ni siquiera sé cómo funciona la cafetera», me lamenté en silencio, asintiendo como una autómata.

—Podrías venir a trabajar conmigo —le propuse.

—¿Yo sirviendo cafés? Sería peor que la camarera que tenía tu abuela. No, no. La semana que viene tengo un par de entrevistas en Nueva York. A ver si hay suerte.

—Seguro que sí —lo animé, envidiándolo un poquito. A mí también me hubiera gustado ser libre como él y que me entrevistaran para hablar sobre lo que de verdad me apasionaba: escribir. Pero había acabado ahí, enfrente de un café en el que no me atrevía a entrar, para llevar las riendas de lo que había sido la vida de la abuela. Como si, por suplirla, su ausencia doliera menos, aunque el motivo real fuese que no veía otra alternativa laboral para sobrevivir económicamente en esos momentos.


No había luz. Bill, que se consideraba a sí mismo un manitas, se ofreció a bajar al sótano y comprobar los fusibles.

—Lo más seguro es que esté cortada —le advertí.

—Voy a mirar.

A Bill le encantaban los sótanos. Hubiera podido vivir en un sótano y no salir durante años. Escribía novelas de terror y los principales acontecimientos terroríficos y trágicos para sus protagonistas solían tener como escenario común un sótano. Él decía que cuantos más sótanos visitaba, mejor documentado y más reales le quedaban las descripciones. Ninguna editorial había confiado todavía en él. Bill y yo éramos almas gemelas.

Miré a mi alrededor. Todo, aunque polvoriento y con necesidad de una buena capa de pintura, estaba en perfecto estado, pero el lugar parecía haberse quedado anclado en los años sesenta. Eso era lo de menos, «hoy en día es lo que se lleva», pensé. Los locales imitaban la decoración de otras épocas tratando de evocar tiempos pasados o adquirir su sello personal y yo tenía la suerte de tener el auténtico mobiliario de una década que aún podía contemplarse en algunas calles de Brooklyn. «¡Oh, los sesenta! —reía siempre la abuela—. Fueron mis mejores años, Nora». Con la enfermedad avanzada solía decir lo mismo, pero añadía cosas sin sentido: «¡Ya lo verás! Tiempo al tiempo, querida. Los años sesenta fueron los mejores. Sí, ya los vivirás. Te encantarán. ¡Qué bien te lo pasarás en los sesenta!». Minutos más tarde, para que la abuela no me viera, me encerraba en el cuarto de baño a llorar.

La cafetería era pequeña y estaba ubicada en un edificio de ladrillo rojo de tres pisos con una desvencijada escalera exterior en la parte de atrás. Si la mirabas desde fuera, parecía más grande de lo que en realidad era. Tenía cinco mesas: dos grandes para cuatro comensales y tres pequeñas para dos. Una de ellas estaba junto al ventanal. Frente a la barra había seis taburetes acolchados de color rosa pálido, tonalidad que contrastaba con el blanco de los muebles. Caminé a tientas, sin apenas ver nada, pendiente del crujir de las tablas de madera del suelo y terminé situándome al lado de la vieja cafetera. Entorné los ojos sin poder apartar la vista de ella. «No sé ni cómo se enciende», me dije, deprimida y nerviosa, recordando la agilidad con la que la manejaba la abuela. Tendría que cambiarla; estaba claro que, después de tantos años, era posible que ya no funcionara y habría que sustituirla por una cafetera más moderna. Me parecía estar percibiendo el aroma inconfundible del café. El papel que cubría las paredes, que años antes deslumbraba con sus mariposas de colores, se había vuelto amarillento.

«Aprenderás», pareció decirme una voz similar a la de la abuela.

—Aprenderé —repetí en voz alta, sonriendo.

Salí de detrás de la barra y, cuando mi intención era bajar al sótano por si a Bill lo había atacado algún psicópata, como ocurría en sus novelas, se hizo la luz.

—¡Bravo! —le oí exclamar desde abajo.

Y, de repente, tuve una alucinación maravillosa: vi a mi abuela detrás de la barra con su inseparable delantal puesto, los brazos cruzados como si estuviera posando para una fotografía y con una sonrisa que iluminaba la estancia. Así era como la recordaba cuando apenas levantaba un palmo del suelo: sirviendo humeantes cafés y deliciosas porciones de tartas de todos los sabores que preparaba antes de abrir la cafetería. Por muy cansada que estuviera, siempre tenía una sonrisa, incluso para el cliente más gruñón. Era paciente y positiva, fuerte y apasionada. Le encantaba ese lugar. Solo la recordaba llorando dos veces: la primera vez fue cuando murió su hija; la segunda, cuando el amor de su vida le deseó buenas noches con un beso y se durmió a su lado para siempre.

«Sonríe, niña. Sonríe siempre. Verás lo divertido que es llevarle la contraria al mundo».

El abuelo solía decir que no sabía por qué se habían cambiado de casa, que hubiese sido mejor seguir viviendo arriba pese al poco espacio del apartamento. La cafetería Beatrice era su vida y esa mirada fantasmagórica y a la vez tan real pareció querer decirme que en esos momentos era la mía. Mi vida.

El espejismo duró apenas dos segundos hasta que sentí la mano de Bill en mi hombro y un «ya te lo dije», referente a que era un manitas.

—Gracias.

—¿Qué te pasa? Estás pálida. Ni que hubieras visto un fantasma.

—Nada —reaccioné rápido—. Los recuerdos, ya sabes.

—¿Necesitas ayuda?

—Primero limpiaré. Tengo una lista de proveedores que ya me dijeron más o menos lo que necesitaba, pero…

—¿Qué?

—Mi abuela se levantaba todos los días, incluso los festivos, a las cinco de la mañana para preparar pasteles. Hacía tantas que, pese a vender muchísimo y tener siempre la cafetería llena, le duraban hasta la hora de cerrar.

—Siempre puedes comprar pasteles industriales, están igual de buenos —sugirió Bill, sin tomárselo muy en serio.

—No saben igual. Esto no va a ser lo mismo sin la abuela, es una locura —me compadecí, echándome las manos a la cabeza.

—¿Acaso, querida amiga, todo lo que termina siendo lo mejor de la vida no empieza como una locura? Lo leí en alguna parte.

—No me queda otra opción —seguí lamentándome—. Tengo treinta años, estoy en paro y prácticamente en la calle. El dinero de la abuela me sirve para poner esto en marcha y poco más; me lo gasté casi todo en la mensualidad de la residencia y en su medicación.

—Vivienda gratis —me recordó Bill, señalando el piso de arriba.

—Ni siquiera recuerdo cómo era el apartamento. Pequeño, creo. Minúsculo —reí—. Pero me las apañaré.

No quería seguir lamentándome y mucho menos delante de Bill, que me miraba por encima de sus ridículas gafas de pasta verdes con esos ojos pequeños y oscuros que me transmitían lo que le estaba haciendo sentir: lástima. Daba pena. Y si algo le hubiera disgustado a la gran Beatrice era que su nieta diera lástima a los demás.

—Tendrás cosas que hacer, Bill. —Lo que en realidad necesitaba en esos momentos era quedarme sola—. Me las apañaré.

—¿Seguro que estarás bien? ¿Vengo mañana y te ayudo a limpiar?

—Vale. Me levantaré temprano.

—Pues aquí estaré. Ahora me voy a una cita.

—Que tengas suerte —reí. Las citas de Bill siempre eran desastrosas, especialmente desde que empezó a dejarse llevar por Tinder. «Los tíos de Tinder están muy salidos», decía. Aun así, no parecía querer tirar la toalla con esa red social—. Bill, gracias por todo.

—Para eso están los amigos.

Y con un simpático guiño de ojo y un beso en la mejilla, vi salir de la cafetería a mi amigo vestido con unos tejanos excesivamente ajustados.

Puse los brazos en jarra mirando a mi alrededor, sin saber por dónde empezar. Ni siquiera sabía cuándo tendría los permisos necesarios para la reapertura ni cuándo iba a poder celebrar la inauguración. ¿En un par de semanas, quizá? ¿Era factible?

Fui en dirección a la mesa redonda que quedaba junto al ventanal. De pequeña, cuando no había mucho trabajo, era el lugar en el que me sentaba a hacer los deberes bajo la atenta mirada de la abuela y de alguna de sus dicharacheras camareras. Conocí un total de diez; ninguna le duraba mucho tiempo. No era porque la abuela fuera mala jefa, insoportable o dura; pero era demasiado enérgica y quien trabajaba con ella era incapaz de seguirle el ritmo. Ninguna, tampoco yo, le llegaba a la suela de los zapatos y saberlo mermaba la confianza en una misma. Por eso, creo, se iban.

Por un momento me permití el lujo de imaginar esa otra vida que podría estar viviendo si la abuela no se hubiera puesto enferma. Si el alzhéimer, traicionero y egoísta, no se hubiese apoderado de la anciana Beatrice. A mis veintisiete años tenía una vida. Una vida mucho más adulta y establecida que la que poseía en esos momentos, tres años después. Por aquel entonces, estaba comprometida con George, un arquitecto de éxito al que le encantaba hablar del puente de Brooklyn con la abuela pese a los gestos irascibles de ella al oír mencionar el lugar donde se inició la ya conocida «maldición familiar». Junto a él, podía permitirme vivir en la zona de Clinton Hill, en una idílica casa de ladrillo de tres plantas con cuatro habitaciones y buhardilla. Un lujo demasiado grande para dos personas que, desde que George me dejó, no pude volver a permitirme. «¿Para qué es necesaria una pared cuando puedes tener la cama a dos pasos del fregadero? ¿A que es cómodo?», me decía Bill, al acompañarme al cuchitril en el que me metí tras la ruptura. Lo mejor de todo, cuando estaba con él, era que podía dedicarme a escribir sin pensar en la economía ni buscar un trabajo normal. Me convertí, sin darme cuenta, en una mujer que dependía económicamente de su pareja hasta para ir a tomar un café con alguna amiga. Por eso, cuando me dejó, decidí que necesitaba espabilarme y llevar las riendas de mi vida, así que la posibilidad de volver a casa de los abuelos o al apartamento de Front Street no entraba en mis planes. A George, en cierto modo, le gustaba ejercer ese poder controlador sobre mí y no me daba cuenta de que, con el tiempo, podía ser contraproducente e ir en mi contra, tal como me sucedió. Gracias a los ánimos de George y a sus motivadoras frases diarias: «¡persigue tus sueños!»; «¡trabaja duro y lo conseguirás!»; «¡que nadie te corte las alas, Nora!», que crispaban mis nervios cuando las negativas editoriales iban siendo frecuentes, nunca me echó en cara que me quedase todo el día en casa «con mi próxima creación». Así era como él llamaba a mis novelas, algunas inacabadas, otras con un estúpido y apresurado final, según decían los expertos. Aun así y pese a todo lo que vino después, siempre me sentí en deuda con él, aunque al final resultase ser un capullo.

Ni los cinco años de relación con George salvaron los dos primeros meses que me pasé encerrada en la residencia con la abuela. Solo nos veíamos a la hora de cenar y estaba demasiado cansada y triste como para hacer otra cosa que no fuera dormir. Rompió conmigo en junio de 2013, sin recordar que junio era nuestro mes preferido en el calendario. Nos conocimos en un bar cercano a la universidad en junio del año 2010. Éramos muy diferentes y, al principio, no parecimos congeniar muy bien hasta que, una noche, nos dio por imaginar y soñar con una vida en común por lo mucho que nos gustábamos. Y qué bonito es tener sueños y esperanzas de que se lleven a cabo y se conviertan en una realidad. Y qué bonito es compartirlo con quien crees que se va a alegrar por ti. Yo me alegraba cada día de los éxitos de George y lo admiraba. A él parecía gustarle que nada de lo que yo me había propuesto me saliera bien. Me dejó en mi peor momento y tan fríamente como si estuviera prescindiendo de un contrato. Fue una gran conmoción. Como si me hubieran arrojado un cubo de agua fría a la cara. Creía que íbamos encaminados a casarnos y a tener hijos. Me partió el corazón.

—No es el mejor momento para estar juntos, Nora. Entiéndeme. Necesito una pareja que esté conmigo y ahora no estás ejerciendo como tal.

Fue cruel, pero no dije nada. ¿Por qué no dije nada?, me he llegado a preguntar cientos de veces, hablándole al espejo y ensayando las palabras que ya nunca le podría decir. ¿Por qué no me dolió? Me limité a asentir y, al contrario que él, empaticé con sus sentimientos. Estar con un enfermo es difícil; permanecer al lado de quien a su vez cuida de la persona que lo necesita debe ser terrible a razón de la perplejidad que expresaba su cara. Hice las maletas y me fui a casa de la abuela por unos días. Estaba tan insoportablemente vacía, me resultaba tan grande y no quería tenerlo fácil para espabilarme por mí misma sin necesidad de propiedades ajenas que cometí la estupidez de irme a vivir a un cuchitril de cuarenta metros cuadrados muy alejado de Clinton Hill y de la casa a la que cinco meses más tarde fue a vivir una tal Kimberly, heredera de uno de los estudios de arquitectura más importantes de la ciudad de Nueva York. Por suerte, encontré trabajo como redactora en el periódico local en el que trabajaba Bill, al que conozco desde que se nos ocurrió la locura de estudiar periodismo creyendo que terminaríamos como Oprah. ¡Cuántas veces había ensayado mi discurso frente al espejo del baño alzando un bote de champú tras recibir el Premio Daytime Emmy al mejor Talk Show! Cuando Bill me confesó que él hacía lo mismo con el mando a distancia imaginando un Tony me hizo sentir mejor, menos boba y, además, nos desternillamos de risa.

«Sentido del humor, querida. Siempre me gustó tu sentido del humor».

Parece que aún la esté escuchando. Ahí, detrás de la barra, el lugar que me tocará ocupar tras el cierre del periódico y mi mala suerte por no estar presentando el Talk show más visto y premiado de la televisión de América.