CAPÍTULO 22
LO QUE NO PUEDES VER
Dos meses desaparecida
Abril, 2017
Cuando los agentes le dijeron a Bill que archivaban el caso de la desaparición de su amiga, el espíritu de Sherlock Holmes que llevaba dentro despertó.
—Si no lo van a hacer ellos, lo voy a hacer yo. Voy a descubrir qué le ha pasado a Nora —le contó angustiado a Eve por teléfono.
—Trato de pensar, Bill… y puede que hubiera algo raro en ella. Algo que la empujara a irse unos días.
—¿Unos días? ¡Lleva dos meses desaparecida! ¡Dos meses! Que me digas dos días, tres, una semana…, puedo entenderlo. Pero no dos meses y mucho menos dejándose el móvil en su apartamento y sin dar señales de vida. Algo le ha pasado y no voy a parar hasta que lo descubra. Si al menos te acordaras del tipo que viste de noche… —la culpó. Tenía la necesidad imperiosa de hacerla sentir mal.
—Te recuerdo que tienes que ir a trabajar, Bill. Son las diez de la mañana y, ¿a qué adivino que no estás en el periódico?
—No… —murmuró Bill, enfurruñado.
—Te van a despedir —le advirtió—. Pero mira, haz lo que quieras, primo. A mí me va bien, estoy en una cafetería muy moderna del centro y…
—¡Pero cómo puedes ser tan condenadamente arpía! Nora confió en ti para trabajar con ella y ahora la sustituyes así, ¿sin preocuparte lo más mínimo de lo que le haya podido pasar?
—Bill, no es eso. No te pongas en plan «el mundo va contra mí», ¿vale? Solo digo que…
—Mira, no me hables. No me hables más. Cuelgo. Estoy sometido a mucho estrés. Adiós.
Eve se quedó sorprendida mirando el teléfono mientras Bill casi lo estampa contra la pared. De la rabia e impotencia que sentía lo hubiera hecho, pero no tenía ni un dólar para comprar un teléfono móvil nuevo. ¿Es que a nadie salvo a él le importaba qué había ocurrido con Nora? ¿Dónde estaba? ¿Nadie sentía, siquiera, curiosidad?
Bill dio vueltas por su apartamento; se negó a contestar a las llamadas del periódico y, enloquecido, decidió ir hasta Front Street con la copia de las llaves de la cafetería y las del apartamento de Nora, que solo él tenía.
—Por si pasa algo —le había dicho ella cuando se instaló, antes de la reapertura del café—. Los mejores amigos tienen que tener una copia de las llaves.
Estuvo dos horas en el apartamento, observándolo con detenimiento. Abrió las ventanas para ventilar; no quería que, en el caso de que Nora volviera, oliera mal. Conectó el ordenador y volvió a leer, una y otra vez, la frase que había dejado escrita. Leyó también algún texto suyo; eran buenos, pero no había nada que hiciera presagiar su desaparición. Se había esfumado. Nadie puede desaparecer de la faz de la tierra sin dejar rastro, para Bill era incomprensible. No era algo normal, aunque le dijeran que eran millones las personas desaparecidas en EE. UU. cada año y que, al igual que en el caso de su amiga, se convertían en archivos abandonados por falta de pruebas. Nora no era millones de personas, era una. Su mejor amiga. La que necesitaba para llorar y reír, para hablarle de sus locuras y de los chicos a los que conocía en internet. Nora y él se adoraban desde hacía años. Ellos dos contra el mundo. Bill siempre había soñado con tener una amiga así, que aguantara sus vaivenes y estuviera ahí para sujetarlo cuando tropezaba o devolverlo al mundo real cuando se entretenía en las nubes más de la cuenta. Después del acoso escolar que sufrió, cuando entró en la universidad temió que le volviera a suceder lo mismo. Que se rieran de él y le dijeran constantemente lo grande que tenía la nariz, que era feo, demasiado alto y delgado, y que siempre estaría solo. Y, sin embargo, conoció a Nora y ella, una chica preciosa que podría haber tenido los amigos que hubiese querido, lo eligió a él. Eso le hizo creer en los milagros. Nora había sido el milagro de Bill; gracias a ella, volvió a confiar en las personas y en la amistad.
Tras mucho pensar y buscar bobadas por internet o leer mensajes obscenos en Tinder porque el mes gratis en Meetic ya había caducado, Bill recordó la idea que les había dado a los agentes y que estos ignoraron. Buscó con desesperación médiums y apuntó el número de teléfono de las tres que le habían parecido más serias y profesionales.
—Y si hace falta pido un crédito —se propuso con empeño, hablando en voz alta al mismo tiempo que miraba una fotografía en el móvil en la que aparecían Nora y él.
Empezó a marcar el número de la primera médium, su opción número uno porque, según su página web, aseguraba que colaboraba con la policía y había resuelto un par de casos conocidos. El secretario le dijo que la médium no podría atender su caso hasta pasados seis meses. Su segunda opción apenas vocalizaba; Bill creyó que iba borracha y tuvo que colgar el teléfono antes de que le echara una maldición. La tercera le contestó con una voz melodiosa y desesperadamente lenta. Tardó más de diez minutos en confirmarle que esa misma tarde podía estar ahí y que el adelanto era de cien dólares.
Ya era de noche cuando la médium, con un retraso de cuarenta minutos, llegó a Front Street y Bill, atropelladamente, le contó el caso sin que la mujer, aparentemente, le prestara mucha atención. Estaba ausente, como en otro mundo. Debía rondar los cincuenta años, aunque su rostro pálido era terso y luminoso como el de un bebé. Bill se preguntó cuántas operaciones de cirugía estética hacían falta para conseguir una piel así. Los ojos azules de la médium, que se presentó como miss Charlotte, eran casi transparentes, lo que para Bill significaba que a través de ellos podía percibir otro mundo. Bill, a su lado, le dio los cien dólares acordados mirando a su alrededor como si fuera un traficante de droga y también le entregó el libro de Nora para que lo tocara y pudiera percibir «cosas». «Cosas», así lo llamaba Bill. La mujer, tapada hasta arriba, empezó a sofocarse y se quitó el fular granate que envolvía su cuello y le devolvió el libro. No le hacía falta, sus poderes iban más allá, le dijo. Miraban hacia la cafetería con la persiana medio subida, pero miss Charlotte giró todo su cuerpo bruscamente y miró al edificio de enfrente, justo hacia la ventana del que había sido el apartamento del viejo Aurelius. Lo señaló. Bill abrió la boca asustado.
—Ahí.
—¿Ahí? ¿Nora está ahí?
—No —murmuró la médium—. Ella miró ahí.
—Ella miró ahí —repitió Bill, anotándolo mentalmente.
—Al fantasma.
—Joder, miss Charlotte, no me hable usted de fantasmas que me meo —dijo Bill, ignorado por la médium, que dio un paso al frente y se adentró en el café.
—Luces.
Bill la siguió en silencio y precavido, fue hacia el interruptor y la cafetería volvió a cobrar vida después de dos meses sumida en la oscuridad. Miss Charlotte recorrió el café, acariciando los muebles y las paredes. Hizo sonar la campanita de la entrada tres veces. Miraba a su alrededor como si de verdad estuviera viendo algo: gente, historias, conversaciones pasadas, cafés, pasteles… Vida y muerte, pero sobre todo vida. Ahí había vida. Y, de algún modo, seguía habiéndola pese a su aparente vacío desolador. Las paredes le susurraban épocas pasadas en las que las mariposas eran las protagonistas, mundos que parecían estar más cerca que lejos debido a la cantidad de energía que se había quedado impregnada en las paredes. Miss Charlotte se detuvo en un punto del suelo con la mirada perdida. Dio dos golpes sobre una tabla de madera que estaba un poco suelta, asintiendo o comprendiendo, quién sabe lo que vio ahí, para a continuación elevar la mirada hacia la fotografía que colgaba en la pared, justo encima de la cafetera. Al igual que hizo con la ventana del apartamento de Aurelius, también la señaló.
—Ahí. Nora Harris está ahí.
Bill se echó a reír, sin poder contener las lágrimas, debido al miedo, la emoción y las vibraciones que la médium le hacía sentir. La atmósfera se había enrarecido. La cafetería, pese a tener las luces encendidas, parecía más oscura y tenebrosa. Bill, en su cabeza, escuchaba con claridad la banda sonora de The Amityville Horror[3], película que nunca debería haber visto y que le produjo insomnio durante dos noches al saber que estaba inspirada en hechos reales.
—¿Ahí, dónde? —preguntó Bill con el corazón encogido.
La médium insistió señalando la fotografía, inmóvil. Una fotografía hecha en noviembre de 1965, aunque aún no lo habían comprobado en el reverso, en la que ni Bill ni nadie había reparado pese a estar en un lugar visible. Con los ojos entornados y el ceño fruncido, el amigo de Nora fue acercándose con una silla para subirse en ella y poder alcanzar el marco dorado para tenerlo entre sus manos y mirar de cerca la fotografía en la que miss Charlotte aseguraba ver a Nora.
—No puede ser.
De no ser por la médium, que corrió a colocarse detrás para sujetarlo, Bill se hubiera caído de la silla conmocionado al ver a su amiga en una fotografía antigua, vestida y peinada de forma distinta y totalmente desfasada, junto a tres mujeres, una de ellas Beatrice —la abuela de joven—, y un señor que a Bill le recordó mucho al difunto Aurelius.
—No tiene sentido. ¿Qué hace mi amiga en esta fotografía? —preguntó trastornado.
—Está de viaje.
—¿En las Bahamas?
—No. Está aquí, justo aquí —insistió la médium, con una sonrisa evocadora acariciando la madera de la barra—. Pero no la puedes ver, Bill, porque en esta época la historia ya ha pasado y se ha vuelto invisible.